4/07/2010

Di no al gobierno y di sí, con atenuantes, a las drogas

Arnoldo Kraus


Hay que repetirlo cada día. Hay que repetirlo ad nauseam. Hay que repetirlo para contagiar, para no ser cómplice, para que muera menos gente inocente, para que pronto los medios informativos dejen de contar el número de muertos por la venta ilegal de drogas, para que nadie deje de oír y para que nuestros estadistas cambien de opinión. Hay que repetirlo: Di no al gobierno y di sí, con atenuantes, a las drogas.

Las drogas son preocupación universal. La mayoría de los gobiernos del mundo, sobre todo los de los países ricos, dialogan para dilucidar cuál, entre tantas posibilidades, es la mejor solución para disminuir o evitar las muertes asociadas a la distribución y al consumo de drogas. En México, la violencia y el número de muertos crecen sin cesar. Y no sólo aumenta: cuestiona el estado de derecho y amenaza, como ninguna otra causa, la estabilidad del gobierno (o, si alguien lo prefiere, de la democracia). Cada año fallecen más personas. Cada año más connacionales tienen que dejar sus hogares y sus trabajos. Cada año hay más ciudades fantasmas. Cada año es más lúgubre la realidad y más incontrolable la distribución de las drogas. Cuando se hace el recuento de los muertos, el nuevo 31 de diciembre acumula más cadáveres y anuncia un futuro más ominoso que el previo. Hay que repetirlo: Di no al gobierno y di sí, con atenuantes, a las dogas.

Al igual que en nuestro país no existe gobierno, la palabra eticidio tampoco existe. Buscar las razones éticas para avanzar en la despenalización de algunas drogas es urgente. Buena referencia es la lección que dejó la abolición de la Ley Seca. Si bien no eliminó todas las muertes ni las acciones de la mafia, mejoró la seguridad de la sociedad y acotó el marco de acción de los grupos que controlaban la venta de alcohol. La distribución, las reglas, el mercado, los horarios y el precio se convirtieron en responsabilidad de los gobiernos. Poco a poco los grupos que vivían de las ganancias generadas por las ventas ilícitas de alcohol quedaron marginados.

Es muy probable que si se permitiese consumir algunas drogas o estupefacientes –la mariguana debe ser la primera–, la violencia disminuiría. México merece, primero, la aprobación de la mariguana y, con el tiempo, la que juzguen oportuna los expertos. Hay que repetirlo (un poco modificado): Di no al gobierno, y di sí a la mariguana.

Otra buena razón para avanzar en la despenalización de las drogas es el control de las mafias. Esta idea es adecuada, pero muy compleja. Las mafias no son sólo los narcotraficantes; son también elementos de la policía, algunos políticos, incontables intermediarios y distribuidores y los socios estadunidenses que la consumen además de vender armas a narcotraficantes mexicanos. A quienes menos le conviene despenalizar las drogas es a la dupla narcotraficantes-políticos: es demasiado el dinero en juego. Hay que repetirlo (un poco modificado): Di no a quienes se enriquecen y di sí, con atenuantes, a las drogas.

Si se legalizan las drogas, el tema se convertiría en un problema de salud en vez de un asunto legal. Los gobiernos podrían regular el mercado y su distribución y el dinero podría utilizarse para educar. Sería posible dar cursos acerca de los riesgos de las drogas, instruir consejeros y destinar parte del dinero para mejorar las condiciones salariales de la policía, lo cual, a su vez, la alejaría de las ofertas de la mafia. En México y en el mundo son muchos los presos relacionados con las drogas. Se ahorraría mucho dinero encarcelando a menos gente. Hay que repetirlo (un poco modificado): Di no a la ilegalidad del gobierno y di sí, con atenuantes, a la legalización de algunas drogas.

Al legalizar las drogas los adictos dejarían de esconderse y podrían recibir tratamiento adecuado, humano y orientación acerca de las drogas menos dañinas. La legalización exigiría que sean laboratorios controlados los que produzcan y distribuyan las drogas, las cuales, a su vez, serían más puras. Los drogadictos podrían incorporarse a la sociedad y las familias serían menos estigmatizadas. Hay que repetirlo (un poco modificado): Di no al gobierno y ayuda a los drogadictos que deseen sanar.

Si se despenalizan las drogas su precio disminuiría, y los políticos y los narcotraficantes ganarían menos dinero. La razón es simple: el precio de las drogas no lo fija el costo de producción, sino el de distribución. El dinero emanado por la venta legal de drogas podría utilizarse, otra vez, en la recuperación de los enfermos o en la educación de la población. Hay que repetirlo (un poco modificado): Di no al negocio de las drogas.

Creo que fue John Berger quien acuñó el neologismo eticidio. La cultura por las muertes sin sentido, individual y colectiva, así como la degradación del medio ambiente son el esqueleto del eticidio. El fracaso en la lucha contra las drogas ejemplifica uno de los renglones más vivos del eticidio. Han perdido la sociedad y los campesinos. Han ganado quienes las producen y distribuyen. Hay que repetirlo: Di no al gobierno, y di sí, con atenuantes, a las drogas.

Democracia rota

Luis Linares Zapata

En el mero centro de la vida democrática de México un nocivo obstáculo se levanta contra su normal desarrollo: la férrea determinación del sistema establecido para esquivar, a como dé lugar, el triunfo, en las elecciones presidenciales, de un modelo alterno de gobierno. Tal sistema ha sido labrado por una derecha de ramplona consistencia ideológica, pero, eso sí, persistente empeño. Ninguno de los poderes federales, y la mayoría de los locales, escapa a la subordinación, a veces más que abyecta, respecto de los grandes grupos de presión que han sido sus beneficiarios. El obstáculo mencionado ha sido, hasta ahora, insalvable. Por eso se han montado sendos fraudes para doblegar, sin consideración y en dos ocasiones, la voluntad popular. En esos momentos el electorado se ha expresado con claridad en favor de las respectivas opciones de izquierda.

Las fechas (1988 y 2006) han quedado gravadas en la conciencia colectiva como serios traumas nacionales que han ahondado las ya de por sí acentuadas roturas sociales. A ello obedecen las consignas y consejas que circularon entre las clases privilegiadas durante el periodo de campañas electorales. Una fue la cantaleta, repetida en ambas ocasiones, donde se pronosticaba la conveniencia de resistir seis meses de manifestaciones y airadas protestas y no seis años de populismo. La otra ponía el acento en los inmensos peligros para los negocios, los hogares, los haberes personales y para la misma nación ante la posibilidad de que AMLO llegara a Los Pinos. La resultante de este último complot de mandones contra la democracia ha sido de dramáticas consecuencias para el bienestar de la población y el futuro de la nación. Entronizaron, mediante insultante operación ilegal, a una administración enana en el Ejecutivo, dependiente y corrupta a la que ellos mismos ya no aguantan y por eso buscan su inmediato remplazo.

En ambas ocasiones se desusaron cuantos recursos del Estado se tienen para impedir la emergencia de un modelo alternativo al vigente. Modelo nefasto para las mayorías, pero benéfico, en desmesura, para unos cuantos. Las listas de Forbes lo testifican sin ambages. Hace apenas una veintena de años sólo un mexicano acaudalado aparecía entre sus listados de los más ricos del mundo. En su más reciente reporte la misma publicación incluye a una veintena de ellos. Y no sólo es su número, ya indicativo, sino lo obsceno del monto acumulado de capital que logran tales capitostes. El fenómeno ocurre frente a dos hechos indiscutibles: el primero apunta hacia el nulo crecimiento económico del país durante más de un cuarto de siglo; el segundo, quizá el más cruento por sus implicaciones para la justicia distributiva, es el consistente crecimiento de la marginación, la pobreza extrema, la inseguridad y la emigración masiva.

En medio de una de las peores crisis del capitalismo mundial, las salidas que se plantean desde las altas esferas del poder siguen las viejas recetas ineficaces. Los emisarios y operarios de la derecha se afanan en el intento de recargar el costo sobre los hombres y mujeres de las clases trabajadoras. Las pequeñas y medianas empresas han quedado en el desamparo, a pesar de todos los pronunciamientos de ayuda al respecto. El capital, como casi siempre, va saliendo incólume del enorme de-saguisado que sus banqueros causaron. Las reformas y regulaciones que se prometieron en la reciente junta del G-20 van quedando en el olvido. Apenas se oyen ligeros reclamos e incipientes preparativos tanto en Europa como en Estados Unidos. Hablan, pero sólo eso, de tasar a los movimientos de capitales internacionales y de terminar con los paraísos fiscales. La primera circunstancia posibilita la especulación desmedida de los enormes flujos de capitales golondrinos. Quedan aseguradas así las ingentes transferencias de riqueza hacia los centros financieros a costa de los países que los hospedan y hasta solicitan con torpe ahínco. La segunda se presenta como el motivo que facilita la evasión, permite fraudes y da facilidades al lavado de toda clase de dinero sucio. Pero ninguna de las dos promesas lleva visos de concretarse. Sólo como una muestra de lo que ha sucedido en estos tiempos de miserias, quiebras y horizontes nublados: los bonos para operadores de Wall Street llegaron el año pasado a 140 mil millones de dólares. Y eso que a los altos directivos se les vigila de cerca para evitar los excesos acostumbrados: se adjudicaban bonificaciones por decenas de millones de dólares (a veces cientos de millones) a los paladines de la especulación salvaje de la globalidad.

Esas deformaciones, implícitas en el modelo vigente aplicado en México, son las que la derecha quiere consolidar. Saben que han sido útiles para su bochornoso beneficio. Todo para el capital, y el costo que lo solventen los trabajadores sin importar cómo; tal sistema engruesa la miseria y la pobreza circundantes. Y es por eso que la oposición a un modelo alternativo que ponga el acento en la distribución equitativa es cruenta. Esperan, con cómplice certeza, que sus tropelías saldrán de nueva cuenta impunes.

En ésta, que ya es una república deformada por los núcleos de poder, cada grupo se empeña en preservar los privilegios con los que se ha nutrido hasta la desmesura. Es por eso que el oscuro secretario del Trabajo mexicano elaboró su malhadada reforma laboral, consecuencia adicional de las oprobiosas reformas pasadas a la seguridad social (IMSS e ISSSTE) y las pensiones. Un simple remedo, torpe y mañoso, de las propuestas en las que han insistido los centros de poder hegemónico para bajar costos y aumentar utilidades. La insana tendencia a proletarizar los ya de por sí infames salarios y achicar el mercado interno. El resto de recetas de acompañamiento apuntan, como siempre, a controles en el gasto gubernamental (educación, salud y seguridad social), la deuda pública y el déficit fiscal como remedios para salir de la crisis. Una ruta que presagia los corrosivos aprestos para preservar privilegios sin temor alguno de romper, por tercera ocasión, la ruta democrática.

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