4/07/2010

Lorenzo Córdova Vianello

Mayorías y democracia

La democracia ha sido concebida como el régimen en el cual la toma de decisiones políticas pasa por el respaldo de las mayorías. La idea que subyace a la adopción de la regla de la mayoría, como mecanismo para decidir, es que el mayor número de individuos que estarán sometidos a una decisión (los gobernados) estén de acuerdo con ella y, por eso, se encuentren en una situación de libertad entendida como autonomía. Esa idea se manifiesta en la máxima de Rousseau de que el fin de la democracia es que los individuos sometidos al vínculo político sigan siendo tan libres como lo eran antes de que surgiera el Estado.


La democracia persigue, para decirlo con Kelsen, la maximización del principio de libertad política que se traduce en que lo que los individuos están obligados a hacer (el contenido de la decisión política que, por su naturaleza es vinculante) coincida con lo que la mayoría de ellos quiere hacer. Por eso, ante la inviabilidad de la unanimidad, los regímenes democráticos han adoptado la regla de la mayoría para procesar las decisiones colectivas. Se trata de un mecanismo que permite garantizar la libertad de los más a costa de la libertad de los menos.
Pero, en las democracias constitucionales, es decir, en los regímenes que son democráticos, pero que a la vez reconocen y garantizan los derechos fundamentales de todos los individuos, las mayorías (o sus representantes) no pueden decidir lo que quieran; toda decisión de las mayorías tiene límites, en primer lugar, por los derechos de las minorías. De otra forma estaríamos frente a lo que Tocqueville identificó como el mayor peligro que enfrentan los sistemas democráticos: la tiranía de la minoría.
Lo anterior revela por qué, si somos consecuentes con los principios de la democracia, no es aceptable la formación de mayorías de manera artificial en los órganos de representación política. Si mediante fórmulas como la adopción de un sistema electoral definido, o a través de mecanismos como las “cláusulas de gobernabilidad”, se induce la formación de una mayoría, podríamos formar una fracción parlamentaria mayoritaria que, en los hechos no refleje la voluntad de la mayoría de los gobernados.
De ahí la importancia de subrayar, como lo ha hecho Michelangelo Bovero, que no toda representación política es democrática y que ese carácter lo adquiere sólo, siempre y cuando, además de ser el resultado de una elección fundada en el sufragio universal y en el respeto irrestricto de los derechos políticos de los ciudadanos, el órgano representativo efectivamente refleja la composición política de la sociedad.
Por eso, la adopción de mecanismos que distorsionan la calidad representativa de los parlamentos inevitablemente genera una merma de la calidad democrática del sistema político. Un ejemplo: en Gran Bretaña, en virtud de que el sistema electoral es en su integralidad de mayoría relativa, en la última elección (2005), el Partido Laborista con el 35% de los votos tuvo 55% de los escaños. Nadie puede sostener que ese país no sea una democracia (es la más vieja expresión de ese sistema); pero, en esas condiciones ¿realmente prevalece la voluntad de la mayoría de los británicos? En virtud de lo anterior, resulta inevitable sostener que la calidad de su sistema representativo es deficitaria.
Cuando el pluralismo político se asienta en una sociedad y en consecuencia ningún partido obtiene la mayoría en el parlamento, la formación de mayorías se complica porque todas las decisiones sin excepción tienen que pasar por un proceso, en ocasiones muy complicado, de negociación y de acuerdo. Esos son los costos naturales de la democracia. Así nos ha ocurrido en México cuando desde 1997 ninguna fuerza política cuenta con una mayoría predefinida en la Cámara de Diputados y desde el año 2000 el escenario se extendió al Senado.
Hoy, ante el inminente escenario de una reforma política, diversos actores se han pronunciado por la necesidad de introducir mecanismos que induzcan artificialmente la formación de mayorías lo que, inevitablemente, se traduce en una merma del pluralismo. Si realmente nos tomamos en serio la meta de generar una democracia de calidad debemos resistir esas tentaciones y apostar por la única vía democrática para generar mayorías en un contexto de gran competitividad política: la permanente búsqueda del consenso mediante el acuerdo y la negociación entre las partes.
Investigador y Profesor de la UNAM

Horizonte político
José Antonio Crespo

México y Brasil: autoimagen nacional


En parte tienen razón Felipe Calderón y sus apologistas cuando dicen que la imagen de México se ha deteriorado significativamente, por la forma distorsionada en que se divulgan y asimilan las malas noticias. Es cierto que el vaso puede verse medio lleno o medio vacío, y eso produce consecuencias en la valoración que el país tiene de sí mismo y la que proyecta internacionalmente. Es cierto que cuando los medios dan cuenta puntual de los homicidios derivados del narcotráfico se sobredimensiona lo que ocurre. Se ha mencionado al respecto el estudio de las Naciones Unidas (2008) según el cual Honduras tiene una tasa de 61 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes; Venezuela y El Salvador 52, Guatemala 47, Colombia 39, Brasil 22 y Paraguay 12, en tanto que en México y en Costa Rica hay 11.5 muertes.
Pero hay que recordar que quien puso bajo los reflectores la guerra contra el narcotráfico como eje central de su gobierno fue Calderón. Declarando sobre el tema diariamente, garantizó el puntilloso seguimiento de los medios, que no hacen sino reportar las muertes y, en lo posible, las circunstancias en que ocurren (que el gobierno casi nunca explica). Calderón lo hizo, por supuesto, bajo el cálculo de que su guerra le reportaría un saldo positivo en popularidad y legitimidad políticas, a partir de su “valentía”, su “arrojo” y su “determinación” de enfrentar militarmente a los cárteles de la droga. Y en efecto, todas las encuestas permiten reportar que logró muchos puntos y respaldo ciudadano con esa estrategia. Pero, pasado un tiempo, el tiro parece haber salido por la culata, pues los saldos negativos en la imagen del país empiezan a superar la popularidad presidencial (aunque también, en materia de narcotráfico, va cayendo). Si el fenómeno atrae a los medios nacionales es porque la comparación que se hace es más con nuestro pasado reciente, y menos con el resto de los países: por ejemplo, de 2006 a 2009 la narcoviolencia se cuadruplicó. Cómo no va a atraer la atención mediática y la ciudadana (que padece el creciente descontrol). Y ni se diga sobre la economía, el desempleo, la corrupción, la impunidad y otras calamidades.
Calderón ejemplifica con Brasil, un país más optimista que el nuestro. Sí, pero no basta con tomar los distintos indicadores de forma estática, sino ver la dinámica vigente, que puede ser ascendente (como en Brasil) o descendente (como en México). Y eso puede palparse en las expectativas de México y Brasil en diversos tópicos. Según el Latinobarómetro (2009), 66% de los brasileños piensa que su país está progresando, frente a 14% de mexicanos; 22%, en Brasil, que su economía va mal, con contraste con 63% en México; 75% de brasileños se dicen satisfechos de la forma en que su gobierno enfrenta la crisis económica, frente a 32% de mexicanos; en Brasil, 33% cree que “la crisis va para largo” contra 80% de mexicanos; 75% de brasileños cree aún en la eficacia del voto, contra 56% de mexicanos; 42% en Brasil piensa que “se gobierna para bien de todo el pueblo”y, en México, sólo 21 por ciento. No parece tratarse de un excesivo optimismo de los brasileños, pues, en indicadores donde las cosas no van bien allá, la calificación no es alta; por ejemplo, sólo 16% de brasileños cree que hay una justa distribución de la riqueza, igual que 15% de mexicanos (y, en efecto, ninguno de los dos países se distingue por eso).

Es cierto que el ánimo nacional puede generar un círculo vicioso o virtuoso, dependiendo de si es esencialmente pesimista o entusiasta. Si una persona tiene una pobre imagen de sí misma, lo más probable es que genere una dinámica en donde le sigan ocurriendo cosas negativas, y se cierre la puerta a los sucesos positivos. A la inversa, quienes tienen una imagen positiva de sí mismos, propician situaciones y oportunidades favorables (aunque, desde luego, no están exentos de sufrir percances y calamidades fuera de su control). Lo que se requiere para romper el círculo vicioso del pesimismo individual es un complejo proceso de reconocimiento (o consciencia) y esfuerzo que pueden generar nuevos logros y avances personales, y superar ciertos problemas, todo lo cual provocará de manera natural una mejoría en la propia imagen.Y eso es lo que aquí está faltando.

La receta de Calderón más se parece a la de esos animadores baratos que recomiendan con toda seriedad: “Levántate animoso de la cama, mírate al espejo, sonríe y repite cinco veces, ‘eres un triunfador’. Y todo lo demás vendrá por añadidura”.

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