4/10/2011

Mar de Historias : La reunión de los ángeles



Cristina Pacheco
I

dalia es la última en llegar al comedor para empleados. El local ocupa la azotea del edificio donde se encuentra el laboratorio de cosméticos Bel-Fresh. Ver a sus compañeras sentadas alrededor de la mesa, con sus cofias y sus uniformes blancos, le recuerda el cuadro La reunión de los ángeles que le regaló su madrina el día de su primera comunión. Siente remordimiento de tener arrumbado el obsequio y decide que en la Semana Santa se dedicará a buscarlo aunque tenga muchas cosas por hacer. Entre otras, darle una pintadita a sus cuartos, arreglar su ropa y teñirse el pelo. Tal vez le quede tiempo para ir a las baratas.

–¿Ves? Por llegar tarde ya no alcanzaste sopa –le advierte Regina, la encargada en turno del comedor.

–Y estaba bien rica –agrega Ofelia mientras se limpia los labios con una servilleta de papel.

Cándida, la empleada más antigua de los laboratorios, se hace a un lado en la banca para dejarle espacio a Idalia y poder hablarle al oído:

–Otra vez hay albóndigas. Como a Regina le gustan mucho porque le recuerdan la sazón de su mamá, nos las sirve a cada rato. ¿No te parece una ridiculez?

Idalia no le responde. Está acostumbrada a la eterna inconformidad de Cándida y sabe que, de darle ocasión, se pasará el resto de la hora quejándose por todo. Lo evita formulando una pregunta general:

–Mujeres: ¿qué piensan hacer en vacaciones?

II

La respuesta es un coro desordenado sobre el que al fin se impone la voz de Marcia:

–No me gusta salir en estos días. Los hoteles están atascados, las playas muy sucias y la comida es pésima.

–Puedes irte a pueblear –le recomienda Ofelia.

–¿Sola? ¡Ni loca! Y menos ahora que las carreteras se han vuelto tan peligrosas. Mejor me quedo en mi casita muy a gusto –concluye Marcia.

–Yo también soy soltera y no por eso vivo enclaustrada. –Los ojos de Idalia se iluminan: –Cuando puedo me voy a pasear a Tlaxcala, a Amecameca, a Puebla. Allí se come muy bien. Lo malo es que gasto un montón comprando tazas y platos. No sé para qué, si vivo sola. Y tú, Dulce, ¿dónde vas a pasar Semana Santa?

–Aquí. Manuel quería llevarme a Tampico pero le dije que no. La última vez que fuimos allá de vacaciones se la pasó tomado en el hotel. Una noche se me desapareció y estuvo como diez horas perdido. Me llevé un sustazo de aquellos y no quiero que me vuelva a suceder. Si nos quedamos aquí y le da por emborracharse al menos sé en dónde encontrarlo. Pregúntenme de cantinas y les doy la dirección de la que quieran.

El desahogo de Dulce provoca la risa de sus compañeras y otra reflexión de Marcia:

–Cuando oigo estas cosas le doy gracias a Dios por no haberme casado, así no tengo que batallar con nadie y menos con borrachos. Como dicen: más vale sola que mal acompañada.

–Si una tonta acepta vivir con un ebrio ya sabe a lo que se atiene: mala vida, deudas, problemas –afirma Ofelia.

–Con los hombres no hay que fiarse –Cándida lanza una mirada a sus compañeras–. Muchos que no toman son la onda de Judas. Mi cuñado Néstor, por ejemplo. No bebe una copa ni que lo maten pero eso sí, cuando se enoja hay que temerle. Chila dice que no, que su esposo es un pan de Dios. No le creo y para mí que él hasta le pega.

III

Regina se aparta de la barra de servicio y con su plato en las manos va a sentarse con sus compañeras:

–A mí me hubiera gustado salir pero no voy a poder. Mi nuera está por aliviarse y mi hijo me dice que no los deje solos.

–¿Será el primer niño de Rafa? –pregunta Idalia.

–No. Es el segundo. Antes tuvo una niña. Quería ponerle mi nombre, Regina, pero como la criatura nació muy prematura no se les dio. Ahora tanto mi nuera como Rafa tienen miedo.

–Eso no nos lo habías contado –señala Idalia, extrañada y con tono de leve reproche.

–¿Para qué? Se los digo ahora nada más porque aquélla me preguntó qué iba a hacer en vacaciones. Por cierto, Idalia, ¿vas a salir a alguna parte?

–Qué más diera, pero no puedo. Ando muy gastada y tengo muchas cosas pendientes. Por lo pronto darle una pintadita a mis cuartos, componer la instalación del gas y arreglar mi ropa. Como no me queda tiempo para mí, todas mis cosas están hechas un asco.

Regina se levanta y va a servirse otra ración de albóndigas:

–Está bien que hagas eso pero también aprovecha para descansar un poco.

–Eso ¡júralo! Pienso darme una vuelta a las baratas. Luego encuentra uno cosas buenas y que todavía no están manoseadas –responde Idalia.

–Si vas, échame una llamadita para que te acompañe. Aunque no compre nada, me gusta ir a las tiendas –dice Ofelia.

–¿Y qué te ganas con nomás ir a ver? –pregunta Cándida con su habitual brusquedad.

–Ganar, lo que se dice ganar, ¡pues nada!; pero al menos me divierto viendo cosas y observando a la gente. Luego hacen cada barbaridad... –Ofelia se remueve en la banca–. El domingo que fui al centro comercial me encontré a una pareja bien chistosa. Él era un mastodonte como de 200 kilos. Llevaba bermudas a la cadera y una camiseta entalladísima y tan corta que se le veía el ombligo. Pero, ¿qué creen? Lo tenía peludo.

–Hay tipos así. Yo tuve un novio con las paletas de la espalda cubiertas de vellos. Era algo horrible y mejor lo mandé a volar –confiesa Dulce con el rostro encendido.

–Olvídate y ya deja que Ofelia nos cuente lo que vio en el centro comercial –ordena Cándida.

–La pareja estaba frente a un aparador lleno con ropa de playa bien padre. Me acerqué para ver unas chanclitas muy monas y oí que la mujer le decía: Papi: ¿crees que se me vea bien ese bikini? El del ombligo peludo le respondió: Sí, pero cuando adelgaces por lo menos 100 kilos. ¿Saben qué hizo la tipa? Se murió de la risa. Pensé: “No sé qué tiene en la cabeza esta mujer. Yo en su lugar no toleraría una respuesta así, y menos viniendo de un auténtico Rotoplás”.

–Lo que pasa es que uno nunca se ve. Yo, por ejemplo, critico mucho a mi hermana porque siempre está gastando hasta lo que no tiene en comprarse porquerías. Pero ¿qué tal yo? Todavía no salimos de vacaciones y ya estoy pensando en irme a las baratas. Me conozco y sé que aunque ahorita me diga: Idalia, acuérdate de que no puedes gastar, acabaré comprándome un montón de cosas.

–Mejor no lo hagas. Piensa que luego andarás tronándote los dedos para terminar la quincena –Cándida no percibe las miradas reprobatorias de sus compañeras–. Yo en mis gastos soy muy controlada. Cuando a mi esposo le da porque me compre algún vestido de moda le digo que no lo necesito, y además, ¿para qué hago el gasto? A nuestra edad, hasta es ridículo que nos andemos arreglando tanto.

Entre las burlas y protestas que llenan el comedor Ofelia se pone de pie:

–Lo dirás por ti. Lo que es yo, pienso seguir emperifollándome todo lo que pueda. Si algo me gusta y creo que me favorece me lo pongo, aunque sea un molcajete. Y si alguien me critica por eso lo mando mucho a la chingada.

–Ay, oye, ¿por qué me agredes así? –Cándida recoge sus platos, se pone a lavarlos en el fregadero y murmura:

–Digo lo que pienso y me lo toman a mal. Por eso mejor no hablo, y menos con ustedes que son bien montoneras y todo lo que viene de mí les molesta.

Las mujeres intercambian miradas y Marcia se dirige a Cándida:

–A mí sí me desagradó lo que dijiste, y no por nosotras sino por ti. Es horrible que te niegues a arreglarte sólo porque ya no eres joven. ¡Caramba, mujer, aprende de mí! Soy apenas un poquito menor que tú, no tengo ni perro que me ladre y sin embargo procuro estar presentable. ¿Para qué? Pues para sentirme bien ante mí misma… y de paso ver si me sale algún galán, aunque esté trasnochadito.

–Ojalá que sea pronto, pero te fijas muy bien en que no tenga el ombligo peludo –dice Regina.

Las mujeres ríen hasta las lágrimas y hacen comentarios obscenos. Al verlas tan contentas y uniformadas de blanco Idalia vuelve a recordar el cuadro La reunión de los ángeles.

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