6/14/2011

Jorge Hank: decisión tardía



Marco Rascón

Vicente Fox llegó a la presidencia de México con la gran promesa de sacar al PRI de Los Pinos. Esa expresión coloquial se leyó como la posibilidad de cambios profundos en la vida del país, luego de más de 70 años de un régimen surgido de una revolución armada que se prolongó a lo largo de diez años y una larga secuela de ajustes dramáticos por su institucionalización.

La institucionalización a partir de 1940 no significó un país de leyes, soberanía, justicia social y democracia, sino una unidad nacional disfuncional basada en formas autoritarias, corrupción, discrecionalidad, atraso político, fraude electoral crónico, cacicazgos regionales y la creación de una oligarquía atrasada, temerosa de cualquier cambio y expresión crítica. En los hechos, los gobiernos sexenales se fueron alejando de su compromiso histórico y la Revolución Mexicana se convirtió en un discurso gastado.

Un partido, el PRI con sus colores, se apropió del país e impuso una unidad nacional de acuerdo con una idiosincrasia que permanece en la cultura política nacional: el miedo a la competencia, la tendencia a imponer, la búsqueda de atajos a la ley para evadir su cumplimiento.

A este país gobernado por un régimen corporativo que le servía a la oligarquía, y fuertemente centralizado en la figura presidencial, se le vino la decadencia. Los Pinos, de ser una modesta residencia del presidente, se convirtió en el emblema del poder centralizado. Por eso, cuando Vicente Fox dijo lo que prometió, la fantasía popular imaginó un parteaguas y, junto a la oferta del cambio, cada elector por esa opción le puso un valor a su voto.

Jorge Hank Rhon en Baja California, desde décadas atrás, era el símbolo decadente de una estirpe enriquecida desde el poder. Un modesto maestro, en poco tiempo relativamente se había convertido en uno de los hombres más ricos del país y más emblemáticos, pues su poder provenía regionalmente de gobernar el entorno de la capital. De esta ubicación surgieron corredores industriales correspondientes al modelo de desarrollo –se recuerda el periodo del milagro mexicano o el desarrollo estabilizador–; gran parte de la producción industrial se realiza en el estado de México. No sólo se forma una oligarquía industrial, sino también una fuerza sindical base del control obrero. Fidel Velázquez y Carlos Hank González fundan y forman pilares corporativos económicos y políticos siempre en relación con el poder presidencial.

Jorge Hank Rhon, hijo de Carlos, ve en Tijuana la potencialidad de la frontera y, mezclando excentricidades propias de alguien educado en la impunidad, se convierte en el hombre fuerte de Tijuana e impone durante décadas su ley, su orden y su ornato. Gobiernos vinieron y fueron, y su poder permaneció intacto; por eso, si Vicente Fox, luego de tomar posesión en diciembre de 2000, hubiese detenido a Jorge Hank Rhon, habría sido el anuncio de que empezaría a cumplirse la idea del cambio. No fue así.

Vicente Fox al llegar a los Pinos dijo que todo se veía bien desde ahí y rechazó toda idea de reformas políticas y económicas, salvo las que le interesaban a Washington. Con el PRI, el partido del viejo régimen, empezó un largo proceso de contubernio, alianzas legislativas, ajustes antisociales y discrecionalidad. A casi 12 años de gobiernos de Acción Nacional, el país es casi el mismo, salvo que ahora goza de disfuncionalidad general ante el vacío del centralismo presidencialista y la crisis del sistema federalista.

La detención de Jorge Hank Rhon, hace una semana, en medio de un país polarizado, con un sistema judicial dependiente aún del Poder Ejecutivo y tras varios golpes fallidos como el michoacanazo, es un acto tardío, que además deja en ridículo la intención de actuar sobre los vínculos entre el crimen organizado y la clase política.

Felipe Calderón y sus golpes son como los del coyote contra el correcaminos. El PRI se apresta en las elecciones del estado de México a burlarse de la intención, y el escándalo mediático ya está convirtiendo al símbolo de la decadencia y la corrupción priísta en una víctima más del panismo.

Decisión tomada en medio del crispamiento electoral, luego de salir un dudoso precandidato oficialista desde el nicho del poder calderonista, el golpe de Tijuana fue sembrar más impunidad, pues el grado menor de los cargos contra Hank Rhon es producto de la improvisación o de la desesperación.

La señal para el país es nefasta, pues ese poder decadente –el de los camisas rojas, el que quiso gobernar Baja California, el de Ulises Ruiz y Mario Marín, el de los atajos de Roberto Madrazo– es el que regresa en 2012, si antes no sucede algo extraordinario que rompa con el peligro del retroceso y la ineptitud del presente.

La decisión tardía contra Jorge Hank Rhon sólo demuestra lo que el PAN no hizo en 11 años.

José Antonio Crespo
Exigir cuentas sin violar la ley

Un elemento definitorio de la democracia es la capacidad institucional para castigar funcionarios, gobernantes o representantes que incurran en abuso de poder (y desde luego, si cometen un delito del orden común). Sin esa capacidad, prevalece la impunidad y ésta es un distintivo de las autocracias y autoritarismos diversos, no de la democracia.

Es la eficaz rendición de cuentas (accountability) lo que hace que un régimen sea o no democrático. No necesariamente tienen que caer todos los que
incurran en violaciones a la ley o abusos de poder, pero las democracias de mayor calidad muestran una mayor probabilidad de que el gobernante en cuestión sea descubierto y sancionado. Eso inhibe en gran medida, a quienes están en cargos públicos, de abusar de una u otra forma del poder que se les ha otorgado.

Desde luego, las democracias más avanzadas deben poder llamar a cuentas a los más altos niveles del poder (incluido el jefe de gobierno), incluso durante su gestión.
Las democracias menos avanzadas, como la nuestra, acaso aspiren a castigar a algún corrupto cuando ha dejado su cargo. Y así como la prueba de fuego de la democracia electoral es la alternancia pacífica del poder, al hablar de democracia en el ejercicio de gobierno dicha prueba consiste en llamar a cuentas y sancionar a un jefe (o ex) de gobierno. En América Latina hemos visto varios casos: Fernando Color de Mello en Brasil, Carlos Andrés Pérez en Venezuela y Alberto Fujimori en Perú. También en países como Sudcorea y Taiwán han llamado a cuentas a ex presidentes corruptos o abusivos.

Pero es la hora que en México ni siquiera nos hemos acercado a esa situación, y no porque no haya materia prima para ello (¿qué presidente realmente ha sido honesto o no ha incurrido en algún tipo de abuso de poder?). Sí hemos tenido, en cambio, un tipo de rendición de cuentas “hacia abajo”. Si un presidente decide dar un golpe contra algún ex funcionario o gobernante (para legitimarse o por revancha personal), puede hacerlo.
En los últimos años del PRI vienen a la cabeza los nombres de Jorge Díaz Serrano, Arturo Durazo, Joaquín Hernández Galicia, La Quina, y Raúl Salinas (afectando inusitadamente el ámbito familiar de un ex presidente). La misma pauta prevalece en los gobiernos del PAN, pero no habían hecho uso de él sino hasta ahora, con Jorge Hank Rhon (el michoacanazo fue un fracaso). Desde luego, eso es mejor que nada.

De algo servirá como ejemplo a nuestra clase política, aunque uno o dos casos aislados difícilmente generan suficiente efecto inhibidor. Tendría que haber mayor sistematicidad en el castigo, aunque no fuera al cien por ciento (como no lo es en ninguna democracia). Sin embargo, uno de los dilemas que nuestra endeble democracia afronta es: ¿cómo exigir cuentas sin violar la ley? Todo indica que el gobierno de Felipe Calderón, como antes los del PRI, no vio problema en trucar la ley, aspirando a que la sociedad lo premie por castigar a quien públicamente se le considera corrupto o delincuente, sin importar cómo lo aprese y de qué delitos lo acuse (es decir, haiga sido como haiga sido).

En los videos exhibidos por la defensa de Hank Rhon se capta que cuando el Ejército solicitó a los guardias que mostraran el permiso de las armas que portaban, éstos lo hicieron. No hubo, pues, la mentada flagrancia, aunque un juez haya decidido lo contrario. De sospechar que adentro había un arsenal ilícito se requerían órdenes de cateo y, en su caso, de aprehensión. El razonamiento que prevalece es que, dados los hoyos de nuestro sistema legal y la flagrante —esa sí— corrupción del Poder Judicial, quien sea muy escrupuloso al cumplir el “debido proceso” quizá no logre sus propósitos justicieros. Descuidar el “debido proceso” forma parte de nuestros usos y costumbres.

Es reflejo de nuestra cultura de la ilegalidad.
Según diversas encuestas, la mayoría de los mexicanos evade la ley o la viola, pues la cree injusta, que se hizo para favorecer a las élites más que a los ciudadanos, que si nadie cumple la ley quien lo hace sale perdiendo o que son leyes absurdas, incumplibles o deliberadamente enredadas para orillar a los ciudadanos a entrar en componendas y ofrecer sobornos. Siendo así, ¿por qué preocuparnos por el debido proceso, si lo que hacen falta son acciones eficaces contra la impunidad? Lamentablemente, por esa vía difícilmente se puede construir un Estado de derecho (sin el cual tampoco se puede hablar de democracia). Estamos atrapados en un círculo vicioso legal, sumamente difícil de romper. @Josjacres.com cres5501@hotmail.com Investigador del CIDE

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