8/16/2014

Elogio de la cebolla

 Carmen Boullosa
“Nos hiciste llorar sin afligirnos”, dice Pablo Neruda en su Oda a la cebolla. El verso, que es realismo puro, no es fiel del todo. Es verdad que picar cebolla puede provocar un llanto involuntario, pero no es su elemental característica, sino un error que sufren los novatos o los distraídos, y que se puede evitar si se toma distancia entre la cebolla y los ojos, se cambia de dirección el cuchillo y la tabla, o la estrategia del corte.
Pablo Neruda debería haber conocido los poderes de la cebolla en el guiso, porque él era cocinero, pero si atendemos a esta oda, parecería que nunca los descubrió del todo. Ensalza el crecimiento del tubérculo, con justa razón manifiesta asombro: “en el secreto de la tierra oscura/ se redondeó tu vientre de rocío./ Bajo la tierra/ fue el milagro”. De verdad la cebolla es un milagro, es una estrella blanca generada en la oscuridad de su entierro, que subterránea madura y crece luminosa: “la tierra así te hizo,/ cebolla, / clara como un planeta, / y destinada / a relucir, / constelación constante”. Como hermosamente dice Neruda, es una “redonda rosa de agua”.
Después de hablar del crecimiento de la cebolla, le urge al poeta pasar a un punto: “sobre/ la mesa/ de las pobres gentes”. Neruda loa a la cebolla por su presencia en el plato del pobre, pero con eso de “las pobres gentes” les sorraja un apapacho; las tres palabras bañadas de barniz paternalista nada tienen del aliento filoso de quien ha mordido la cebolla. No se equivoca Neruda al atribuir al plato del pobre la cebolla —lo ha sido desde tiempo ancestral, los trabajadores que en condiciones miserables levantaron las pirámides de Egipto se alimentaban exclusivamente de cebollas y rábanos—, pero su comentario poco tiene de marxista, las “pobres gentes” no irán a la revolución, comerán las migajas que caigan, resignados. La demagogia le gana al poeta comunista la partida.
La cebolla como ingrediente del plato pobre tiene un momento estelar en la archiconocida Nanas de la cebolla, de Miguel Hernández. España estaba en guerra, el poeta preso, su familia pasaba hambre, la esposa sólo comía pan y cebolla, amamantaba al hijo, y el papá (el poeta) desde su confinamiento, le escribió una dulce canción de cuna: “La cebolla es escarcha / cerrada y pobre: escarcha de tus días y de mis noches”, escribió Miguel Hernández. El genial poema de Miguel Hernández podría ser himno de las lactantes, pero de la cebolla no tiene el sabor: no es realismo, pero es precisión poética, la cebolla no es escarcha sino metafórica, la separación, la pobreza.
El poema de Neruda es el elogio que un cocinero le hace a la cebolla. Ensalza su sabor: “fecunda/ tu influencia el amor de la ensalada,/ y parece que el cielo contribuye/ dándole fina forma de granizo/ a celebrar tu claridad picada”. Ahí, cruda, picantita y crocante, conserva su propio sabor como un ingrediente más.
Elogio de cocinero, pero le falta lo fundamental, la sabiduría básica del que sabe guisar se le escapa en esta oda. “Generosa/ deshaces/ tu globo de frescura/ en la consumación / ferviente de la olla”, hasta dorarse, “el jirón de cristal/ al calor encendido del aceite/ se transforma en rizada pluma de oro”. El poeta omite decir que si se deja a la cebolla el debido tiempo y en la apropiada proporción, tiene una virtud culinaria insustituible, un efecto casi mágico en la cazuela: despierta los olores y sabores, hace que el guiso sepa más a sí mismo. La cebolla es el equivalente a la madre ideal en el platillo: pero no es la mandona, es un espíritu, un impulso, un aliento inodoro. Desapercibida, su presencia benéfica deja a los demás madurar. Y claro, ya sabemos: la cebolla es deliciosa en sí misma, frita, cocida o impregnada del sabor de los otros.
Neruda tampoco vio el futuro. El miserable de hoy no tendrá acceso ya a la generosa cebolla. La producción de la cebolla se concentra en tres países (China, India y Estados Unidos). Artículo de exportación, viajera traiciona su lealtad de origen, sus 7 mil años de existencia como alimento básico van siendo devorados por el mandato del tragón insaciable, el capitalismo salvaje.

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