11/11/2014

Un apunte a propósito de Ayotzinapa

Eleutheria Lekona

He perdido todo el impulso, todo el impulso por las luchas sociales. Atravieso una crisis profunda. Una crisis derivada no de un estado anímico ni de un quiebre emocional, sino derivada de comprender. Sí, la lucidez —mi ración de lucidez— me tiene sumida en una crisis espantosa. Y es que para colmo de males, buena parte de la obsesión que otrora ponía en mi fascinación por el mundo, está ahora provisionalmente depositada en mi desencantamiento. He comprendido, entre otras cosas, que los movimientos sociales son producto de la dinámica social, que la dinámica social los crea, y no que los movimientos sociales impactan necesariamente en la dinámica social de la manera en que hasta hace muy poco tiempo había venido creyendo. [1] No veo ya a la sociedad —quiero decir, a la sociedad compuesta de hombres— más que como a un sistema dinámico complejo, altamente sensible a sus condiciones iniciales y al que fácilmente puede sumírsele en procesos caóticos.

Por supuesto, esto merece varias aclaraciones. En contrapartida, el mecanismo económico social, y particularmente, el mecanismo económico capitalista, es un sistema bastante menos caótico que el sistema social, del que pueden por tanto ser extraídas con mayor facilidad sus regularidades, y sus leyes, y a partir de las cuales pueden derivarse algunos patrones de comportamiento para su estudio y del que pueden incluso elaborarse predicciones como concretamente lo ha hecho el marxismo. Desgraciadamente, y no en lo absoluto ignorante de sus limitaciones, esta comprensión mía de las sociedades está atravesada por una mirada profundamente científica. Sin embargo, esta comprensión científica mía de las sociedades —y en ello radica la paradoja— me produce profunda desazón. Es como si una parte sustantiva de mí se estuviera apagando —una fe— y como si, sin esa fe, no me fuera posible concentrarme en lo que me impulsa a actuar en favor de esa fe. Ocurre por lo demás que yo no quiero ver nunca apagada la llama que arde y ha ardido dentro de mí desde hace muchísimo tiempo muy intensamente por la causa de los otros. Y sobre todo, no esa llama concernida siempre con lo político. A ver si puedo ir desenredando la madeja, son muchas ideas agolpadas repentinamente en mi mente.

Yo entiendo que la fuerza generatriz que nos impulsa a empatizar con el dolor de los otros seres vivos no es una fuerza de orden racional, entiendo que ninguna lógica podría explicar esa inclinación y, tan lo entiendo, que nunca me ha pasado inadvertida la existencia de personas completamente carentes de esa capacidad. No sé si sean psicópatas, no sé si sean ególatras, no sé si sean sociópatas, no sé si sean imbéciles, pero en todo caso son personas incapaces de generar respuestas ante el sufrimiento ajeno. Así dicho, creo por esto mismo, que la empatía y la solidaridad hacia los otros no tiene por qué estar fundamentada en nada en particular: no es necesario que lo esté. Y sin embargo —y éste sí es un sin embargo más grande que todos los sin embargos que haya podido enunciar en muchísimo tiempo— esta falta de fundamentación racional para tener fe en los movimientos sociales, se ha convertido en mí en estos días en una fundamentación psicológica para dudar profundamente de ellos. Y si bien esto no modifica ni en un ápice mi capacidad de solidarizarme con los otros ni tiene por qué incidir en la verdadera realidad de las luchas sociales, sí pone en jaque mi necesidad de manifestar públicamente dicha solidaridad y la pone especialmente en relación con mi propio país. Si se lo considera desde un punto de vista filosófico, se apreciará lo terrible de esta situación. La motivación se suele traducir en desmoralización y desmoralizados no es difícil perder buena parte de lo que nos impulsa a actuar.

Pero vayamos por partes. El hecho de que yo vea a la sociedad con mirada científica y de alguna manera sea capaz de abstraer algunas de sus partes y sus comportamientos adecuándolos a un modelo, no significa que no sea consciente de los elementos de realidad que la componen y que en último término constituyen la piedra de toque por la cual todas las realidades sociales, por similares que fueren, poseen características únicas por las que ningún proceso sociohistórico es identificable con otro, aun si bien fuese equiparable. No hay procesos históricos idénticos y es probablemente por esa razón por la que a pesar de todo lo expuesto en el primer párrafo de este escrito, no pongo en duda la posibilidad de las revoluciones sociales tal y como han venido realizándose a lo largo del siglo y tal y como nuestro conocimiento común de las cosas las conciben. Por supuesto, creo que una revolución social es posible, pero esa posibilidad está amarrada tanto al mecanismo económico en la que se produce como al mecanismo social que se convulsiona.

A pesar de ser un sistema dinámico complejo, el sistema social ocurre en el tiempo histórico humano y todas sus revoluciones están siempre precedidas por una serie de hechos especiales —y con no poco probabilidad azarosos algunos de ellos—, responsables de que finalmente la implosión ocurra. Es como si en la dinámica social general y en el sistema económico particular confluyeran al mismo tiempo una extraña mezcla de los hoy vilipendiados procesos de causa y efecto junto a los más aceptados procesos estocásticos tan típicos de los procesos cuánticos, por ejemplo. Los procesos de causa y efecto los refiero en este caso al proceso sociohistórico, cabe aclarar, y los procesos estocásticos los refiero a esas singularidades propias de un momento histórico determinado que propician el cambio social. Pero volviendo al punto: sí, en efecto, reconozco que las revoluciones son todavía hoy posibles, en la misma manera en que fue posible no hace mucho tiempo la revolución bolivariana, revolución de la que habría que decir, en honor a la verdad histórica, no instauró una economía socialista estatalizada, sino una sociedad capitalista de economía extractiva pero muy profundamente comprometida con la justicia social redistributiva y con impulsar procesos económicos de corte cooperativista en una sociedad global multipolar. Ahora bien —y contra lo que afirme The New Yorker—, me pregunto con inquietud si en verdad Ayotzinapa va a detonar en México una revolución social similar a la ocurrida en Venezuela. He aquí algunas respuestas.

En primer lugar, habría qué delimitar a qué nos referimos con revolución social. Si, por ejemplo, nos referimos a una lucha armada como la que tuvimos en México a inicios del siglo pasado, entonces cabría plantearse las siguientes preguntas:

1) ¿Con qué armamento vamos a librar nuestra lucha?
 2) ¿Quién va a financiarla?
3) ¿Quién la liderará?
4) ¿Con qué armamento va a librarla el gobierno en el poder?

Porque, lo que ya queda claro es que, la llamada lucha antinarco, con sus 120 mil y pico de bajas, se ha presentado bajita la mano como una especie de guerra contra la sociedad. Así, parece quedar claro de entrada que las deprimentes condiciones sociales que asolaban a México durante el porfiriato no son las mismas que asolan al México de hoy. Las condiciones sociales son terribles y opresivas en ambos casos, esa componente parece no variar; pero las condiciones de los grupos en lucha no son ya las mismas y, en ambos casos —eso sí— el mecanismo económico se alimenta de ellas.

A modo de ejemplo, sugería hace no pocos días en mi cuenta tuíter si no cabría preguntarse más bien si la industria del narcotráfico no estaría atravesando ahora mismo por la fase expansiva de algún ciclo Kondratieff —esto no se puede dejar de lado si tomamos como símil de nuestra circunstancia al modelo Colombia— y a modo de ejemplo también cito el inocultable utilitarismo político por parte de los partidos quienes se han servido de los hechos de Ayotzinapa para lanzarse entre sí bazofia de toda índole, acusaciones muy favorables por cierto a la convulsión justo cuando están por instrumentarse los artículos de la Reforma Energética. Es decir, aquí hay capitalismo encerrado y vale preguntarse si la convulsión social no será más benéfica al saqueo que a la revolución.

Ahora bien y volviendo a la comparación con una revolución más actual que la mexicana, tengo por otra parte la impresión quizás subjetiva de que la dinámica social de México en 2014 es muy distinta a la dinámica social que, después de una larga lucha iniciada en los ochentas y finalizada a fines de los noventas y principios del dos mil, culminó finalmente en un proceso ganado legalmente por la vía democrática en Venezuela. La realidad venezolana era asfixiante y estaban siendo gobernados por una clase oligárquica opresiva y saqueadora, pero a pesar de la polarización social entre las clases oprimidas y la burguesía del país, la clase oprimida estaba no obstante profundamente cohesionada y todavía estaban más cohesionados todos los generales que acompañaron a Chávez, años después del Caracazo, al fallido intento de golpe militar contra Carlos Andrés Pérez. La solidaridad de ellos no es la solidaridad nuestra.

No me voy a meter por ahora en el debate de si esto está determinado psicológicamente o socialmente, porque, además, creo que ambos factores se determinan. En cualquier caso, parece que la realidad social mexicana opresiva ha degenerado en una sociedad solamente capaz de solidaridades profundas cuando los desarraigados, los débiles, los desfavorecidos, están siendo esquilmados. No somos capaces de solidarizarnos no solamente con el caído, sino con el ser más autónomo, el menos simpático, o aun, con el más repugnante llegado el momento. No sabemos abstraer nuestras diferencias fundamentales de nuestras formas de organización. Esto es quizá algo muy local y algo muy desfavorecedor al mismo tiempo, e inevitablemente no puedo evitar pensar en este punto y quizá un poco fuera de lugar en Ernesto Sabato cuando en Uno y el Universo afirmaba que el fascismo ha nacido en la crisis general de un sistema, y no puedo dejar de pensar en él porque creo que en México se ha instaurado —y esto es lo más terrible— no solamente un gobierno fascista, sino una sociedad profundamente fascista, una sociedad en crisis, una sociedad agotada, una sociedad con pocos referentes a pesar de su inmensa y hermosa cultura.

Ahora bien si, por ejemplo, con revolución social nos refiriéramos a un simple cambio de grupo en el poder, entonces sin duda, esto todavía sería más complicado, aunque no necesariamente más improbable. Es más complicado porque la historia de las últimas elecciones en el país han demostrado que las instituciones del estado están absolutamente corrompidas por quienes en última instancia terminan por gestionarlas y dirigirlas —a saber, el gobierno—, y porque ningún cambio de sistema de gobierno se traducirá en un cambio de régimen político en una economía capitalista globalizada en donde hay fuertes interdependencias e interrelaciones entre unas economías locales y otras, de manera que todas las inoperancias del capitalismo —esas mismas que produjeron Ayotzinapa— se verían poco modificadas. ¿Qué puede modificarse en contraste? Si no al sistema social, sí de manera urgente protegernos de toda la guerra sucia operada contra la población civil en los últimos años en México, con sus desapariciones forzadas y sus daños colaterales. En este sentido, el movimiento por Ayotzinapa sería indispensable.

Así, desde mi perspectiva, opino que es complicado, por no decir ingenuo, pensar que la vía reformista puede ser revolucionaria en estos días en México. Pero si no va a ser revolucionaria y si no hacemos sino padecer los males consustanciales a un sistema social determinado, con el agravante de que quizás se trata del sistema social más destructivo instrumentado por el hombre hasta el momento y con el plus de prevalecer en una economía nacional —la mexicana— profundamente adherida a los consensos de desregularización de la economía dictados desde Washington, sí al menos continuar luchando para protegernos contra todos estos daños. Personalmente y muy al margen de suscribir el materialismo histórico como método de análisis de la sociedad capitalista, creo más en estos momentos en la vía reformista y en sus posibilidades que en la vía revolucionaria y sus utopías. En este punto me asiste una suerte de gusto por la real politik, debo confesar, y creo más por las razones sociohistóricas ya expuestas que por cualquier otra cosa.

Por otro lado, si la revolución social se produjera, si no estuviese interviniendo en México la fuerza de Estados Unidos en nuestro proceso, sin duda, la apoyaría. Sin embargo, por cómo se han venido presentando las últimas revoluciones en el mundo, dudo severamente que éste no sea el caso. El tratamiento que el gobierno de Estados Unidos le ha dado al evento recuerda mucho a la relación sostenida por el gobierno de Sarkozy con Libia durante la supuesta guerra civil del país africano, pues si bien en privado se beneficiaba de las riquezas de Libia al permitir que su campaña por la presidencia en Francia fuera financiada por Khadaffi, participaba por el otro lado con la OTAN para su bombardeo. [2] En nuestro caso, las empresas de energía localizadas en Estados Unidos se están viendo favorecidas por la Reforma Energética del gobierno de Enrique Peña Nieto al tiempo que el gobierno de Estados Unidos y sus tabloides informativos golpetean al indefendible gobierno mexicano, sosteniendo así una especie de doble retórica. Pero tampoco se hace fácil de obviar la investigación periodística documentada por Thierry Meyssan según la cual John McCain habría financiado a los rebeldes sirios y cuya insurrección habría estado impulsada con la ayuda de herramientas como Facebook, por ejemplo. [3] Desde luego, no bastaría con dichas similitudes para establecer la misma genealogía y habría que hacer un análisis de medios para determinar dicha posibilidad.

¿Qué hacer entonces? Sin duda queda seguir apoyando todas las protestas y todas las expresiones de solidaridad hacia los padres de los desaparecidos y exigir enérgicamente al gobierno mexicano la aplicación de medidas más severas para sancionar a los responsables de estos hechos, pero no solamente de los desaparecidos de Ayotzinapa, sino de los desaparecidos de todo lo que va del sexenio de Enrique Peña Nieto y de lo ya sucedido durante el largo sexenio de Felipe Calderón. Ahora bien, más allá de cualquier forma social de lucha y más allá de cualquier análisis científico de la sociedad, yo no tengo duda de que relativo a toda sociedad se yerguen siempre una cultura, una idiosincrasia y una ideología concretas, y que esta ideología en particular no solamente refleja la concepción del mundo de esa sociedad para un tiempo dado, sino la dominación a la que esa sociedad se halla vinculada por el solo hecho de funcionar bajo determinados parámetros económicos.

En el caso específico nuestro, creo que la ideología dominante de la sociedad capitalista es una ideología de la primacía del sujeto en una economía maximizadora de la ganancia y, si queremos que nuestras revoluciones sociales triunfen o nuestras movimientos prosperen, habrá entonces de entrada que iniciar un proceso de desideologización de la ideología dominante y concienciarnos de que ni el sujeto ni su voluntad son el centro del mundo, ni a la realidad la crean, sino que nuestros actos están profundamente intrincados con los actos de los demás y afectados por ellos. Ningún desacato civil, ninguna intención de producir un paro nacional o una huelga y ninguna lucha electoral rendirá frutos si no somos capaces de lograr acuerdos mínimos y de entender que sin esos acuerdos esta sociedad se irá devorando a sí misma hasta desaparecer. Quizá dolorosamente la propia inercia del sistema sea la que finalmente termine de consumirlo. Espero estar equivocada.

No es por otra parte una fatalidad la duración de este sistema social; el capitalismo no va a durar para siempre, tiene fecha de caducidad. Sin embargo —insistiré un poco—, si se analizan las relaciones de las economías nacionales en el contexto de la economía global se verá que, mientras que el capitalismo está constituido desde hace más de dos siglos, se viene consolidando a pesar de todas sus resistencias y su destructividad, y sigue en marcha, las revoluciones sociales que pueden aniquilarlo son en cambio burbujas o subsistemas menores, dentro de la burbuja mayor que las contiene, de manera que a su alrededor se oponen a éstas diversas resistencias obstantes para poder consolidarse. Es más plausible que el surgimiento de alguna otra potencia o conjunto de potencias hegemónicas debiliten y equilibren al sistema a que una lucha social sea la que en definitiva lo haga. Aunque también se podría pensar en la concurrencia de ambos hechos como en una posibilidad deseable.

Este es un texto profundamente íntimo y parece contradictorio alegar de mi parte que se vierte aquí una mirada científica y no obstante no presentar al mismo tiempo ningún estadístico, ningún dato científico, ningún hecho para reforzar ese argumento. Aquí, solamente diré dos cosas:


1) No quiero hacer en esta ocasión de una convicción privada una certeza pública y, por tanto, no trato aquí de convencer a nadie, sino simplemente trato de compartir y exponer unas razones que espero puedan ser significativas para alguien
2) No soy ajena a los datos y los estadísticos y las lecturas de journal de todos los días necesarios para hacerse de una perspectiva social, pues es precisamente después de asimilados todos esos datos que puedo hacerme de un punto de vista hasta finalmente enunciarlo.
Invito sin embargo a los lectores a que ellos mismos no dejen de analizar, investigar y cuestionar los diferentes datos que la realidad aporta. Es importante conocerlos pero también es necesario poder interpretarlos.
Aquí finaliza esta intervención.

Notas
[1] Esto desde luego es obvísimo y no es una comprensión reciente; es decir, no es una comprensión reciente que los movimientos sociales sean ocasionados por los conflictos sociales propios de los grupos sociales. Lo que sin embargo sí es novedoso en mi comprensión es el impacto que tales movimientos tienen en la realidad social, pues las revoluciones desde esta renovada perspectiva, serían más bien hechos singularísimos en la historia. Baste pensar por ejemplo en todos los grupos sociales, en todos los conflictos a lo largo de la historia al interior de esos grupos y en todas las revoluciones exitosas en toda esa numeralia. Diría —y quizá allí radique parte de su belleza— que las revoluciones, de ocurrir, son una especie de milagro.


Eleutheria Lekona, Matemática aplicada y computóloga (UNAM). Maestría en Matemáticas para la EMS (UNAM). Estudiante del Máster en Filosofía (EEES). Me especializo en filosofía política. Me dedico a pensar y escribir. Escribo ensayo y poesía. Eterna enamorada de los gatos, la Matemática, la Filosofía, el mar y de todo gesto creador. 

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