CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La salida de Javier Duarte del gobierno de Veracruz es algo que desde hace años clamaba la sociedad. Sin embargo, nos preguntamos: ¿por qué hasta ahora? ¿Por qué a 48 días de terminar su mandato? ¿Por qué tanta dilación en medio de la inmensa tragedia humanitaria que vive Veracruz y la ingobernabilidad que desde hace años lo azota?
Las preguntas no sólo son legítimas; señalan a una clase política que durante más de cinco años protegió a Duarte, como continúa protegiendo a otros gobernadores criminales –como Graco Ramírez en Morelos– a pesar de las evidencias que pesaban sobre él casi desde el inicio de su administración. Apuntan también a una clase política muy lejana de la realidad del país y más interesada en administrar y perpetuar el infierno en el que se ha convertido la nación que en sacarlo de él, a una clase política que no ha querido asumir que la extrema violencia que padece México se debe a la complicidad de gobernadores y funcionarios como Duarte con el crimen organizado, a una clase política cuya vocación dejó de ser la custodia de la seguridad, la justicia y la paz de un pueblo, para convertirse en gestora de los intereses más viles: los del dinero y el crimen.
En este sentido habría que decir que si es justo que Duarte haya dejado la gubernatura y se le persiga judicialmente, es injusto y criminal que su salida haya llegado hasta ahora. Duarte no sólo debió haber salido del gobierno de Veracruz desde hace mucho; también, desde hace mucho, se le debió haber enjuiciado políticamente y se debió haber creado un gobierno de hombres y mujeres de alta moralidad que pudieran salvar la vida social y política de Veracruz. No haberlo hecho permitió, en primer lugar, que cientos de ciudadanos fueran asesinados y desaparecidos durante su administración y que se cavaran cientos de fosas clandestinas de las que está plagado Veracruz –¿cuántas de ellas, como sucede en Morelos, fueron hechas por la propia administración de Duarte?–. Permitió, en segundo lugar, los graves actos de corrupción por los que ahora se le acusa, 3 mil 300 millones de pesos desaparecidos a través de decenas de empresas fantasma, vínculos con el crimen organizado y uso de recursos ilícitos. En tercer lugar, su extemporánea salida hace imposible un gobierno que pueda salvar del infierno a Veracruz: la salida de Duarte no resuelve las redes de corrupción y de complicidad con el crimen organizado que su gobierno fortaleció y que se remontan a la administración de Fidel Herrera, un gobernador impune y premiado con un consulado en Barcelona. En esas condiciones, Miguel Ángel Yunes lo único que hará es lo mismo que Duarte hizo cuando asumió el poder: administrar y hacer más profundo el infierno para desgracia de Veracruz y del país.
La salida de Duarte, aunque justa y tardía, no resuelve, por desgracia, nada. Mientras a Duarte no se le atrape, se le juzgue y se le encarcele, además de por corrupción y asociación con el crimen organizado, por violaciones a derechos humanos y por haber llevado a Veracruz a un grado de criminalidad sin precedente; mientras no se enjuicie y se encarcele a todos aquellos funcionarios de su gobierno y de la pasada administración (incluido Fidel Herrera), el destino de Veracruz será el mismo de Guerrero con la salida de Ángel Aguirre, el encarcelamiento de José Luis Abarca y María de los Ángeles Pineda, y con las administraciones de sus sucesivos gobernadores, desde el interinato de Salvador Rogelio Ortega hasta la jefatura de Héctor Astudillo: la continuación del horror.
Lo que sucede en el país –y de lo cual es ejemplo el caso de Javier Duarte– muestra no sólo las profundas responsabilidades que la clase política tiene con la violencia, las violaciones a los derechos humanos y la criminalidad que nos azota. Muestra también el poco interés que las autoridades tienen en resolver la tragedia. Creer, como ha sido la ancestral política del priismo y de las partidocracias contaminadas por él, que sostener a gobernadores y altos funcionarios criminales para conservar el poder y, después, cuando dejaron de ser rentables, simular castigarlos, resuelve un problema que compromete el destino entero de los seres humanos y de la vida social y política de la nación es pecar de imbecilidad, es creer que con una aspirina se erradica un cáncer virulento. Si en el pasado funcionó, hoy en día es muestra de la simulación criminal de nuestra clase política y de la necesidad que tiene el país de una refundación nacional. Continuar por la vía de las complicidades, de la simulación y de una justicia tardía y selectiva es llevar a México a una violencia y a un horror más extremos que, con un costo mayor e inimaginable de vidas, tardaremos generaciones en recomponer. Es mantener a la justicia secuestrada. “Los partidos políticos –dijo recientemente Tomás Calvillo (sinembargo.mx, 12 de octubre)– están atrapados y su lógica se acota al juego electoral. Si queremos que tenga sentido su quehacer se necesita una gran sacudida ciudadana, que evidencie el poder de la energía social para convertirse en parteaguas de un periodo donde la confusión, el miedo y la desesperanza pretenden convertirse en dominantes.”
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.