11/09/2010

La trivialización de los derechos indígenas: de Chihuahua a Yucatán




Magdalena Gómez

Mientras los espacios oficiales pretenden engañar con cuentas alegres, se hacen visibles los casos de violación a los derechos de los pueblos indígenas que a lo largo y ancho del país el Estado mexicano ejecuta con absoluta impunidad.

Ya las siglas resultan irrelevantes, sea Semarnat, CFE, CDI, SRA, unas por acción, otras por omisión; sin embargo, se asienta día a día la razón de Estado que se consolidó en 2001 con la contrarreforma indígena. Si de algo sirvió el debate nacional en torno a los derechos colectivos y a la insuficiencia de los individuales para defender a los pueblos, fue para que el Estado diseñara su modelo gatopardista, que le ha permitido introducir en la Constitución frases que en el mismo texto anula, o regodearse como el activo promotor de una Declaración de la ONU sobre derechos de los pueblos indígenas, sin que asuma a escala interna su aplicación en lo que de fondo entraña. Y en ello algunas agencias de la propia Naciones Unidas siguen la tendencia, por ejemplo, a reducir sus análisis a la muy grave situación de las personas indígenas.

Es conocido el impulso al enfoque de desarrollo humano que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo ha planteado en América Latina, sólo que en el caso indígena se olvida de dar el giro hacia el desarrollo de los pueblos. Recientemente se presentó el Informe sobre desarrollo humano de los pueblos indígenas en México, subtitulado como El reto de la desigualdad de oportunidades. Al margen del muy fuerte contenido sobre el grado de exclusión de las mujeres y los hombres indígenas en el país y de las evidencias de que las políticas públicas no contribuyen a la superación de la pobreza multidimensional, el PNUD no oculta su enfoque. Al contrario, lo reitera al señalar que el informe fue elaborado conforme a una concepción basada en las capacidades de las personas. La danza de los millones asignados transversalmente no está modificando la exclusión indígena ya ancestral, sin que los poderes del Estado coloquen el acento en las facultades de pueblos y comunidades para ejercer de manera directa recursos públicos para impulsar su desarrollo en un marco de autonomía.

Mientras, los pueblos siguen afectados por las decisiones que verdaderamente importan a los intereses del Estado. Recurren a mecanismos jurídicos para defenderse; sin embargo, prevalece la lógica de favorecer a los otros y los otros son los mestizos, como dicen los rarámuris. Los chabochis alegan derechos sobre territorios indígenas originales una vez que la reforma agraria constituyó ejidos en favor de los otros encima de quienes mantenían la posesión desde tiempo inmemorial. Es el caso de la comunidad indígena de Coloradas de la Virgen, asesorada por la Alianza Sierra Madre, donde tras un juicio de amparo en 2009 logró la suspensión de la autorización de aprovechamiento de explotación forestal al ejido Coloradas bajo control mestizo otorgado por Semarnat, delegación Chihuahua, en 2007, en tanto no se resuelva el juicio donde los rarámuris reclaman privación de derechos. Desde 1969 fueron reconocidas como ejidatarios personas que nunca tuvieron ni tienen hasta la fecha posesión de las tierras, menos aún resultan ser sucesores de los auténticos indígenas rarámuris beneficiados con la resolución presidencial de dotación de ese año.

Sin embargo, sin mediar razón jurídica, la contraparte mestiza ha iniciado trabajos con dos motosierras y maquinaria pesada, lo cual constituye una provocación a la paciencia ancestral que los posesionarios originales han mostrado.

En el otro extremo del país encontramos que en Yucatán la existencia de pueblos y comunidades asentadas en las inmediaciones de antiguos cascos de haciendas henequeneras ha generado una serie de conflictos en torno a la propiedad de las viviendas, donde por generaciones han habitado ex trabajadores y descendientes de trabajadores que en su momento laboraron en dichas empresas. Un alto porcentaje de la población es indígena maya.

Es el caso del pueblo de Cucá, que defiende el grupo Indignación, cuya existencia es muy anterior a la creación de la hacienda henequenera. Bien dicen ellos que no fue el pueblo el que se construyó en las cercanías de la hacienda, sino, por el contrario, la hacienda la que se estableció cerca del núcleo de población original conocido hoy como Santa Cruz, pero que algunos de los habitantes más antiguos nombran Cukiljá. Hoy enfrentan la amenaza de reubicación forzosa. Podríamos continuar con la numeralia de violaciones en diversas entidades donde el marco jurídico de los derechos de los pueblos pareciera destinado a servir al Estado de discurso autojustificatorio. Pese a ello, son los pueblos los que insisten en alegar sus derechos colectivos ante tribunales y crecientemente acuden a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que ya tiene consigo un amplio numeral de agravios. Están claros: para superar la pobreza de sus integrantes necesitan sobrevivir como pueblos.


Libertad de expresión: castigos oficiales

Editorial La Jornada
Ayer, en una asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa realizada en la capital yucateca, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, tras opinar que el crimen organizado es el mayor riesgo al ejercicio del periodismo, aseguró que su gobierno no acosa a nadie por razones ideológicas o políticas y que se puede criticar abiertamente al Presidente o al gobierno, incluso en el exceso del escarnio o la burla.

Sin ignorar que, en efecto, las organizaciones delictivas constituyen, más que un obstáculo, una amenaza constante e innegable al ejercicio periodístico –sobre todo en las regiones que se encuentran bajo control de los cárteles de la droga y de sus grupos de sicarios–, es pertinente apuntar que, desde antes de que esos estamentos criminales adquirieran el poder que hoy ostentan, los gobiernos estatales, algunos municipales, así como los cacicazgos informales, han sido y siguen siendo un factor de intimidación y represión de la libre tarea informativa, y que los periodistas de medios locales suelen encontrarse a merced de represalias del poder con mucha más frecuencia que sus homólogos que trabajan para medios nacionales. Calderón también omitió mencionar que los propietarios de los medios, con sus complicidades con el poder público y sus intereses empresariales, suelen ser el primer filtro de censura y el primer obstáculo para que los trabajadores de la información puedan realizar su labor sin cortapisas.

Por otra parte, es inexacto afirmar que el gobierno federal respeta plenamente la libertad de expresión. Si bien la actual administración no ha incurrido en acciones abiertamente represivas o persecutorias, no ha dejado de recurrir, para premiar actitudes obsecuentes y castigar voces críticas, a la distribución discrecional y patrimonialista de la publicidad oficial.

Las partidas presupuestales correspondientes a la propaganda gubernamental son, no tendría que hacer falta decirlo, dinero público, y como tal, su asignación tendría que estar sujeta a la aplicación de normas establecidas, a mecanismos transparentes y a criterios confiables y conocidos por la sociedad: la proporcionalidad, por ejemplo, entre el porcentaje de publicidad que se asigna a un medio y la circulación, la penetración, el impacto y la credibilidad de éste, así como un principio de equidad entre medios electrónicos –a los cuales se otorga actualmente la abrumadora mayoría de los recursos publicitarios– y los medios impresos. Pero la actual administración ha optado por mantener en la opacidad el manejo y la distribución de ese dinero público; ello le ha permitido asegurar la subsistencia de publicaciones incondicionales –aunque carezcan de lectores– y, también, perjudicar a los medios informativos críticos.

Por más que éstos no dejen de realizar su tarea ni de ejercer el derecho irrestricto de la libertad de expresión –conquista de la sociedad y de los propios informadores, y no graciosa concesión del poder público–, las autoridades sí que disponen de instrumentos para presionarlos y para intentar incidir en su línea editorial.

Tal situación, resabio del hegemonismo antidemocrático priísta, ha de ser superada. El Ejecutivo federal debe emprender la regulación de sus fondos de publicidad, manejados hasta ahora de manera arbitraria y facciosa, y manejarse con transparencia en este terreno.

El Aaiún: la barbarie del ocupante

El régimen de Marruecos lanzó, en las primeras horas de ayer, un violento asalto policial y militar contra el campamento de Egdeim Izik, instalado hace tres semanas en los alrededores de El Aaiún, capital ocupada de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), por unos 20 mil saharauis para protestar por la discriminación y la miseria en que los tiene sumidos el Estado ocupante. Tras la destrucción del campamento, el gobierno que encabeza Mohammed VI emprendió la represión y persecución sistemáticas de los saharauis en esa ciudad, donde los enfrentamientos se generalizaron. El férreo cerco informativo impuesto por Rabat ha impedido que el mundo se haga una idea precisa de los saldos de muertos y heridos en esos hechos. Significativamente, Marruecos decidió aplastar la protesta de Egdeim Izik pocas horas antes de que se iniciara en Nueva York una nueva ronda de negociaciones entre representantes de la RASD y del régimen de Rabat, bajo el auspicio del representante especial de la ONU para el Sáhara Occidental, Christopher Ross. La violencia represiva de Marruecos parece, pues, orientada a torpedear las gestiones diplomáticas, las cuales hasta el presente le han sido desfavorables.

Ha de recordarse que la antigua colonia española permanece parcialmente ocupada por Marruecos desde 1975, y que esa ocupación ha sido resistida con las armas por el Frente Polisario, reconocido por la mayor parte de la comunidad internacional como legítimo representante del pueblo saharaui. La RASD, proclamada en febrero de 1976, hubo de enfrentar la continua expansión militar de Marruecos hasta que en 1991, con el auspicio de la ONU, se logró un cese del fuego. La población saharaui que reside en la porción ocupada ha sido sometida a una represión regular, a una discriminación sistemática, a la negación de sus derechos básicos y a una suerte de limpieza étnica vía los asentamientos masivos de ciudadanos marroquíes en el territorio de la RASD.

El atropello perpetrado por el régimen de Rabat es una afrenta intolerable al derecho internacional y a los principios de convivencia pacífica y de derecho de las naciones a la autodeterminación. La comunidad internacional –empezando por el Estado español, responsable de haber librado a los saharauis a la atrocidad marroquí, y por Estados Unidos, principal soporte militar de la cruenta monarquía alauita– debe reaccionar y adoptar medidas de presión diplomática, e incluso sanciones económicas, contra Rabat. Ha de lograrse el retiro incondicional de Marruecos del territorio de la RASD y permitir que los saharauis construyan, en libertad y paz, su propio futuro.

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