5/04/2011

Malas lecciones desde Estados Unidos



Lorenzo Córdova Vianello

El asesinato de Osama bin Laden a manos de grupos especiales de la Marina estadounidense fue festejado por muchos como un gran suceso. Sobre todo en Estados Unidos, pero no sólo ahí, las expresiones de júbilo, celebración y euforia patriótica fueron equiparables a las de las fiestas nacionales de ese país. A la par es frecuente escuchar y leer expresiones de celebración del suceso, así como del elogio de la precisión quirúrgica con la que la operación fue llevada a cabo.Me hago cargo que estas líneas van en contra del sentido generalizado sobre el hecho (al menos en la parte occidental del mundo) y que muy probablemente se me tache de asumir un mero y vulgar sentimiento de antiamericanismo.

Por eso mismo creo que tengo que comenzar enfatizando mi rechazo y condena al terrorismo y a toda la lógica en la que sus actos se fundan. Pueden encontrarse infinidad de explicaciones para ese fenómeno, pero ninguna, desde mi punto de vista, puede justificar algo que es total y absolutamente injustificable.Sin embargo, lo anterior no puede fundamentar que cualquier actuación es lícita para combatir el terrorismo. Hasta en la guerra hay reglas y esa que es la expresión más nítida de la violación generalizada de los derechos fundamentales establece en sus normas ciertas conductas que son vinculantes para los Estados parte en el conflicto (como, por ejemplo, las que rigen el trato de los prisioneros y que prohíben, entre otras cosas, la tortura).

Tampoco el así llamado estado de excepción en las democracias constitucionales admite cualquier acto de violencia por parte del poder público para enfrentar sus causas; hay reglas que deben seguirse y ciertos derechos que no pueden suprimirse o restringirse.En la mentalidad que desde el 11-S se ha impuesto de manera hegemónica en Estados Unidos (y en buena parte del mundo), incluso prestigiados constitucionalistas, como Bruce Ackerman, antes comprometidos irreductiblemente con los derechos, han aceptado que la democracia constitucional tiene límites y que hay ciertas circunstancias en las que es aceptable que los derechos fundamentales sucumban o sean suprimidos ante lo que Michael Ignatief definía como la lógica del “mal menor”. Para mí, sin medias tintas, eso es inaceptable.

O asumimos que el fenómeno del terrorismo se enfrenta desde las trincheras de la democracia constitucional, o entonces estamos irremediablemente acercándonos hasta mimetizarnos con eso que queremos combatir.Al parecer —según lo sostenido por el Daily Telegraph, citando documentos de WikiLeaks—, los datos del mensajero de Bin Laden que permitieron a la CIA dar con el paradero del líder de Al-Qaeda fueron obtenidos mediante tortura, práctica que, por cierto, una vez más fue defendida en días recientes como una práctica útil y válida por el ex vicepresidente Dick Cheney quien dijo que está convencido, pese a los desmentidos de la Casa Blanca, que fue determinante para localizar al criminal más buscado por los Estados Unidos en la última década.Por otro lado, está el operativo en sí, claramente diseñado no para la captura, sino para la eliminación de líder terrorista.

Más allá de especular cuál será la reacción de Al Qaeda, por un lado, y de no cuestionar la responsabilidad de Bin Laden en uno de los más notorios crímenes de las décadas recientes, por el otro, sí vale la pena pensar una vez más cuáles son los costos y los actos del Estado que estamos dispuestos a aceptar a cambio de seguridad.Y lo anterior viene a cuento para reflexionar, una vez más, sobre lo que en una dimensión interna pero igual o incluso más preocupante está ocurriendo en México. La discusión en torno a la Ley de Seguridad Nacional y su aprobación pospuesta por el final del periodo ordinario, y las múltiples expresiones autoritarias y contrarias a los derechos fundamentales, es sólo el último capítulo de una desafortunada tendencia que ha venido a incrustarse entre nosotros.

Nadie pretende que la defensa y el compromiso irrestricto con los derechos pueda equipararse, ni por asomo, a una apología del crimen o de la impunidad de los criminales. Pero propugnar por la vigencia y el respeto de los principios del Estado constitucional o es el eje articulador de toda la política pública, y en primer lugar la de seguridad, o estaremos permitiendo que la barbarie premoderna y su dinámica se enquiste entre nosotros y eso resulta inaceptable.
Investigador y profesor de la UNAM

EU, residencia de narcos

Editorial La Jornada
De acuerdo con la declaración formulada ayer en una audiencia legislativa en Washington por el comandante Gomecindo López, integrante de la Unidad de Operaciones Especiales de la policía de El Paso, diversos integrantes de cárteles de la droga tienen su residencia habitual en territorio estadunidense, realizan sus negocios en México y luego vuelven a cruzar. La información es consistente con un reciente informe del Departamento de Justicia del país vecino que advertía del riesgo de que narcos mexicanos establecieran su residencia en Estados Unidos para vivir en paz.

El dato es exasperante porque indica, más allá de toda duda razonable, que algunas autoridades policiales de la nación vecina cuentan con información sobre la delincuencia organizada, pero ello no necesariamente se traduce en capturas, lo que es indicativo de la doble cara estadunidense en la guerra contra las drogas impuesta por Washington en diversos países al sur de su frontera, como Colombia y México. Esa información fue la que permitió a las corporaciones policiales detener de manera fulminante, tras el asesinato de un oficial de aduanas de Estados Unidos en San Luis Potosí, el mes antepasado, a varias centenas de presuntos narcos que operaban en territorio de la superpotencia.

Esa tolerancia a la delincuencia organizada mexicana es una pieza más de una serie de indicadores que obligan a sospechar de la honestidad de las autoridades estadunidenses en su participación en el combate a los grupos dedicados al trasiego de drogas ilegales.

Otro elemento en este sentido es la indulgencia de que se benefició el Banco Wachovia una vez que se descubrió que esa empresa realizó, en cosa de dos años, operaciones irregulares por 374 mil millones de dólares que posiblemente constituyeron una colosal operación de lavado de dinero para los cárteles de la droga: a la postre, la institución bancaria hubo de pagar una multa por 160 millones de dólares, equivalente a sólo 2 por ciento de las utilidades que obtuvo con sus transferencias ilícitas.

A ello debe agregarse la participación de varias dependencias del gobierno de la nación vecina en el contrabando de armas de fuego de alto poder hacia territorio mexicano, en una operación denominada Rápido y furioso, que supuestamente tenía como objetivo rastrear ese trasiego letal.

Mientras los distintos niveles de gobierno de Estados Unidos colaboran con el narcotráfico o se hacen de la vista gorda ante sus actividades, y mantienen, así, la paz y la seguridad pública de aquel lado de la frontera, en nuestro país el combate a esa actividad delictiva se ha traducido en decenas de miles de muertes, en una descomposición sin precedentes de las instituciones, en la pérdida de control territorial de diversas regiones por parte del Estado, en la desintegración del tejido social en extensas zonas y en una desesperanza ciudadana cada vez más desoladora.

En esta circunstancia, hay sobrados elementos de juicio para replantear el sentido, el rumbo y los instrumentos de una estrategia de seguridad pública y nacional que ha apostado a la sumisión a Washington y a una colaboración más que dudosa: hasta ahora, el gobierno y la economía del país vecino no han recibido más que beneficios de esa estrategia –utilidades financieras astronómicas derivadas del lavado de dinero, un mercado floreciente para la industria armamentista y, por si fuera poco, una colaboración del gobierno mexicano que se parece mucho a la rendición de la soberanía nacional–. Nuestro país, en cambio, se ha visto sumido en una pesadilla de violencia, escenarios de guerra, degradación, destrucción y sufrimiento humano. Es tiempo de un viraje de fondo en la política contra las drogas, en la concepción de seguridad pública y de seguridad interior, y en los términos de la relación bilateral enttre México y Estados Unidos.

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