La reseña de las varias transformaciones de un régimen de facción a lo largo del tiempo, lo demuestran con claridad meridiana. Repasemos la genealogía de la facción que perdura. Entendida la palabra facción, como grupo que sepulta en la práctica al bien común del pueblo, bien que queda subordinado a intereses de secta, aterciopelados con hábil demagogia.
En el mes de marzo del año 1929, al final de la resistencia cristera contra la barbarie callista de linaje juarista, pro yanqui y anticatólico, Plutarco E. Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Un poco después, inicia la campaña brillante, insólita de José Vasconcelos, rodeado él de tribunos jóvenes como Alejandro Gómez Arias y Germán de Campo, el mejor, asesinado vilmente por los esbirros del sistema.
La campaña vasconcelista fue eclipsada por el asesinato del joven orador Germán de Campo, el fraude oficial y la incomprensión de un país de “opereta trágica”, calificado así por el maestro de América, por el genio de la “Raza Cósmica” y del lema de la Universidad Nacional. Dicho fraude burdo, perfectamente documentado por los historiadores honorables, lo desconoce en 2012, un pseudohistoriador del Colegio de México, oportunista, desmemoriado y acomodaticio.
EL PNR representa la primera transformación que sufre el grupo de revolucionarios que resulta triunfador de la lucha sangrienta y facciosa por el poder mismo en que devino la Revolución maderista de 1910, con sus ideales democráticos hechos pedazos. Dicho PNR fue la nueva piel de tal facción con sus presidentes, muchos peleles del callismo. Facción política que tanto daño ha hecho y sigue haciendo al país en el balance de su irredenta historia.
Parece que marzo ha sido el mes predilecto para los cambios de nombre y de trágicos rumbos. No en balde los fatídicos “idus de marzo” fueron la señal marcada por los videntes para advertir la caída de Julio César ante la estatua de Pompeyo -el vencido en Farsalia- en el Senado romano, a manos de Bruto y secuaces.
En marzo de 1938, el PNR se transforma en el PRM, Partido de la Revolución Mexicana y sus presidentes de la república. Es la segunda transformación de la serpiente política que controla todos los poderes, incluyendo al de la prensa.
Después en 1946, el 4 de marzo para ser precisos según se recuerda, el PRM se convierte en el PRI, Partido Revolucionario Institucional. Se está ante la tercera transformación que dura hasta julio de 2018 con sus respectivos jefes del ejecutivo. En este 2018 acontece la auténtica cuarta transformación de dicha facción política durante el proceso de las elecciones.
Es la cuarta transformación de las variadas facciones del organismo llamado PRI -incluyéndose la zedillista y aquella que subyacía latente en el PRD-. El PRI, heredero del PNR y del PRM, se transforma ahora en Morena.
Morena deja atrás como “despojo vil de las edades”, al viejo zurrón, a la gastada piel, pero el animal político mismo no cambia, sobrevive, queda en lo substancial intacto, pero con una nueva piel reluciente y atractiva para los irreflexivos. Cabe señalar que la fundación del PRD fue un desprendimiento que deja intactas en su momento las estructuras del PRI, con su salinismo y zedillismo victoriosos en los hechos; por ello, no puede ser considerada una transformación.
De nuevo en este 2018, después de una pausa de dos fallidos gobiernos panistas y de un interregno, se vuelve a tener por parte del adaptable organismo político de renovada piel morena, el control absoluto del poder. Habrá que escuchar de nuevo las palabras sabias de Lord Acton: “… y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Adentrase en la genealogía de dicha facción tan alineada hacia el país del Norte, ahora trumpista, es comprender el drama de México y las continuas amenazas a las libertades de su pueblo. En el Siglo XIX perdimos medio territorio, en el XX y lo que va del XXI, la mitad del alma de la Suave Patria.
Y de inmediato tal partido muestra ya su naturaleza, asomando el rostro de siempre: insolencia y frivolidad rosada, improvisación, caprichos y ocurrencias sin fundamento prudencial, demagogia y adulación al pueblo para que se resigne con mendrugos y se entretenga con ilimitada libertad sexual para compensar la muy disminuida libertad política.
Prevalece el desdén por las minorías partidistas, las alianzas de conveniencia con élites de toda índole, y con los arrogantes gobernantes yanquis, las pícaras medianías en los cargos a desempeñarse, el amiguismo designando nulidades en presidencias de cultura y deporte en el Congreso, los sueldos millonarios para los legisladores y la mucha austeridad para los de abajo.
Y lo más grave hasta ahora, junto con el depredador TLC2 y la presumible no abrogación de la antilibertaria Ley de Seguridad Interior: el anuncio del reclutamiento de ¡50 mil jóvenes para engrosar las filas del ejército, la marina y la policía federal! Suena ello a una guardia especial de atroz memoria tanto en México como en el mundo. A esos jóvenes se les debería brindar la oportunidad de servir al país en otros menesteres, en otros oficios y profesiones para engrandecer al país en el campo de la técnica, de la ingeniería, de la ciencia, de las humanidades.
A México le urgen médicos, ingenieros, técnicos, científicos, pensadores, poetas. Bien decía Rilke que el remedio para los pueblos oprimidos y desorientados, era la poesía. No hay auténtico sacudimiento de conciencias libres, verdadera transfiguración de un pueblo, dice Thomas Merton, si los poetas están ausentes, si sus cantos son eclipsados, o simplemente no existen.
Cada una de tales transformaciones ha generado sus presidentes y su estilo de controlar el poder, pero bajo el mismo paradigma político; poder, las más de las veces obtenido mediante la falsificación de la voluntad popular y en esta última transformación, a través del voto en su mayoría, emocional, irreflexivo, por ídolos políticos -tan bien descritos por el filósofo E. Cassirer en su revelador libro, “El Mito del Poder”-, ante el hartazgo derivado de  la funesta pausa panista y del interregno en su ocaso. Los hechos hasta ahora avalan el diagnóstico zapatista de que no hay indicio alguno de cambio político de fondo que beneficie a las mayorías; en lo porvenir, dadas las premisas políticas de la camaleónica Morena y su genealogía, solamente un milagro cambiaría el oráculo zapatista.
Ese paradigma es el del monopolio del poder en una democracia enjuta, paralítica, anémica, de lactantes sin plena conciencia política ni histórica, de espectadores pasivos los más, de consumidores de una mercancía que se vende y compra como pasta de dientes (expresiones de E. Fromm y Chul Han), de una prensa y de sectas de intelectuales que se auto elogian sin solución de continuidad en el tiempo y en el espacio cultural, en general mediocres y zalameras -algunas hasta la abyección al decir que es obligación de un nuevo régimen cometer rosados errores-, salvo contadas excepciones dignas de encomio en ambos sectores. Nada se destruye, solo se transforma, o en términos llanos y coloquiales, en lo esencial, “la misma gata revolcada”.
Hay sin embargo un dejo de esperanza en el México reflexivo, entendida como seguridad de que aquello por lo que se lucha tiene sentido: una genuina transfiguración del microcosmos personal que conduzca a la del macrocosmos nacional, un régimen que sirva al bien común del mayor número posible de integrantes de la nación. Es el ideal de una democracia llena de vitalidad, de autenticidad, de principios, de convicciones, de coherencia, de identidad entre lo que se piensa, se dice y se hace.
Tarea esa de largo alcance, sin duda, contra viento y marea como lo advirtió Marichuy Patricio, la noble indígena. Vale la pena tener presente que naciones como España, tardaron siglos para liberarse de la coyunda, para respirar la libertad. Son válidas las utopías dice Albert Camus, cuando un pueblo noble, pensante, organizado y valiente, las quiere traducir en realidades.