4/01/2020

La montaña mágica, un siglo después



El cuate de la tienda. La vendedora de tortillas. La chica de la lavandería. La peluquera sin clientela. La señora de la limpieza. El conserje orgu­lloso de que su nieto será guarura. Su hija con dos niños pequeños, sobreviviendo con lo del día. El plomero que (¡por fin!) compone el water. La vieja enfermera que me inyecta dicoflenaco, y cuando le dejo saludos a su esposo, contesta, como si nada, ya se murió.
Todos me han dicho: Cuídese, don. Aunque no me atrevo a preguntarles cómo se cuidan ellos. Estúpidamente, les digo: todo lo que sube, baja. En algún momento la pandemia caerá. “ Pos sí…”, responden con resignación.
Realidad distante años-luz de los pensadores mediáticos (¿?). Que difícilmente caerán, porque son inmortales. Y porque parecería que en la muerte, la enfermedad, el miedo de los otros, encuentran subterfugios para aferrarse a su particular visión del mundo. O quizá, un modo de preservar la dignidad profesional. Sobrevivir pensando, pensar leyendo. Hete aquí la cuestión.
Leo: “Hans Castorp fue a ver al difunto. Lo hizo en señal de rebeldía contra el principio del sanatorio de ocultar la muerte sistemáticamente, porque despreciaba ese deseo egoísta de ignorar, de no querer ver ni oír nada de los demás […]. En la mesa había intentado llevar la conversación hacia el fallecimiento del caballero, pero al no encontrar eco en sus compañeros…”
Sigue: “La señora Sthör se mostró casi grosera. ¿A qué venía sacar semejante tema en la mesa? […] El reglamento de la casa protegía a los pacientes para que esas historias no les afectasen en modo alguno…” (capítulo V: Danza de la muerte. La montaña mágica. Edhasa, 2008, p. 423).
Thomas Mann (1875-1955) empezó a escribir La montaña mágica en vísperas de la Primera Guerra Mundial (1914-18). Diez años después, cuando la publicó (1924), habían muerto 60 millones de europeos: 10 millones en la guerra, 1.5 millones por el genocidio turco en Armenia (1915-23), y de tres a cinco millones en la guerra civil rusa, la mitad por epidemias, tifoidea en particular (1917-23). Pero en España, que no participó en la guerra, murieron en tan sólo un año de 40 a 50 millones a causa de la mal llamada gripe española, transmitida por soldados de Estados Unidos (1918-19).
El escenario de La montaña mágica tiene lugar en un sanatorio de los Alpes suizos, ubicado en la ciudad de Davos. Un mundo herméticamente cerrado en sí mismo. Sus pacientes son miembros de la realeza, magnates de la industria y de la alta burguesía más o menos ilustrada, más o menos culta.
En el sanatorio, los personajes matan el tiempo con largas disquisiciones acerca de la democracia liberal, el socialismo, el espiritismo, el anarquismo, la música, la filatelia, las artes plásticas, la filosofía, la ciencia y las ideologías que empiezan a socavar el mundo de ayer.
Hans Castorp ( alter ego de Thomas Mann) es un joven ávido de conocimientos que el autor utiliza para saldar sus diferencias con intelectuales consagrados. De personalidad influenciable, Hans reflexiona, discute con todos y se enamora perdidamente de una condesa que desea comerse a besos, aunque se lo impida el tifus que ambos padecen. Da igual: se comen a besos.
A Bertolt Brecht (1898-1956) le fastidiaban los libros de Thomas Mann. Decía que era un escribano fiel al gobierno, a sueldo de la burguesía. Sin embargo, Georg Luckács (1885-1971, otro marxista que se atrevió a pensar cuando Stalin decía un muerto es una tragedia y un millón es estadística), calificó La montaña mágica de magnífico testimonio de la desarticulación de la conciencia europea en manos del capitalismo (1949).
En 1991, los principales líderes políticos y empresariales del capitalismo, periodistas e intelectuales posmodernos, se reunieron justamente allí, en Davos, al pie de La montaña mágica. Y constituyeron el Foro Económico Mundial para analizar, entre otros asuntos, la salud y el medio ambiente. Eso dijeron…
En las alturas, el sentido de la realidad volvió a confundirse, cumpliéndose la advertencia que Hans recibió de un primo, cuando llegó al sanatorio: “Aquí, la percepción del tiempo es considerablemente distinta de la que impera ‘allá abajo’ […] Tres semanas no son prácticamente nada para nosotros, los de aquí arriba; claro que para ti, que estás de visita y sólo vas a quedarte tres semanas, son mucho tiempo”.
Ahora bien… ¿cómo será el amor en la era del poscoronavirus? ¿Los enamorados se mostrarán certificados médicos antes de comerse a besos? Fieles a la nobleza de sus sentimientos, el día que Hans Carstop y la condesa se despidieron, tuvieron la delicadeza de intercambiar sus respectivas placas pulmonares.

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