4/20/2008

De la apoteosis de la autoayuda

De la apoteosis de la autoayuda


Carlos Monsiváis
20 de abril de 2008

“No sabes lo que me he superado desde que comencé con el curso. Levanté a tal punto mi autoestima, que ya no me importa lo que piensen de mí los no enterados de mi existencia”.

A estas alturas, las ideas que circulan igual entre las masas y las élites no conocen ámbito más fértil que el universo de la autoayuda o self-help, con su diluvio de libros, discos, folletos, cursos, conferencias, videos, consejos, refranes y espacios de persuasión, lo que abarca, entre decenas de miles de títulos y ofertas, a los ladrones del queso, Og Mandino, Carlos Cuauhtémoc Sánchez y lo que aparezca esta semana. En todos los casos, el mecanismo del éxito es típico: si ya no convence la antigua panfletería religiosa (hoy el catecismo del Padre Ripalda no vendería nada), se requieren las tácticas persuasivas que anuncien por ejemplo una revelación estruendosa: los Diez Mandamientos es el primer texto de autoayuda en la historia de la humanidad y lo promulgado por la agencia de Jehová o Yahvé: “A los que tienen claustrofobia recuerden: No matarás”.
Y tan cuantiosa producción dispone de un mensaje nítido: “Tú, cliente de esta promoción que nomás no la haces, si quieres ascender en la escala social devuélvete al ritmo de tus pensamientos en la escuela primaria y quédate allí el resto de tu vida”. Recuerda: “El que no fuere como niño, no entrará al Reino de los Cielos”. El rechazo de la madurez y la exaltación de la receta, son técnicas trasladadas con rapidez de Norteamérica a todos los países porque —sin necesidad de decirlo— se sabe el desenlace: lo victorioso en Estados Unidos es la fórmula infalible en el resto del mundo.

¿Quién no quiere tener éxito? ¿Y quién no quiere memorizar los pasos para conseguirlo? Un país o una persona o un gremio pueden recurrir a la autoayuda a la manera estadounidense y convertir los consejos en la ideología. (Si la toma de conciencia no es rentable, para qué intentarla). Véanse en 2000 las memorias de campaña de Marta Sahagún (El triunfo del espíritu), y se advertirá, en caso de duda, que sin la autoayuda la conversación en México languidecería.
Recuerdo una anécdota, casi seguramente verdadera, del presidente Fox, que al iniciar su gobierno con todo y su gabinete el primero de diciembre de 2000 fue a escuchar a Mr. Coney, un experto en self-help con el tema “Técnicas de negociación en condiciones adversas”, que los instruye con elocuencia:
—Hagan de cuenta que salen a surfear, y de pronto se encuentran en la cresta de la ola y desde allí divisan la playa. ¿Qué hacen?

Los secretarios de Estado se desconciertan, calculan con serenidad (es de suponerse) si es posible instalar escritorios, equipos de computación y teléfonos en tal lugar, y contestan: “Nos dirigimos de inmediato a la playa”. El instructor los mira con piedad:

—De ninguna manera, eso sería lo peor, ustedes deben quedarse donde están y permanecer allí los siguientes seis años. Lo más difícil en la vida es colocarse en la cresta de la ola y nunca hay que abandonar esa posición. Ir a la playa es renunciar a la emoción y la posibilidad de gobernar y es confesar la debilidad.

Quizás le sirva a alguien en el ascenso con precisión científica en la escala social, la fiebre de la autoayuda cumple una función prestigiosa: le recuerda a sus usuarios cuán cerca se hallan de la modernidad al estilo gringo.
Y eso auspicia la gran ilusión: si el país apenas crece, con ayuda de la mentira, al 2001, si la tecnología al alcance no es de punta, si se vive sumergido en la rutina y la escasez, queda el recurso de mudarse a otro tiempo mental que es otro país, que es otra sesión de presunciones donde ninguna realidad se presta a contradecir.
Una vez más, la utopía de la metamorfosis sin cambiar de sitio, el autoayudado se siente promovido por su voluntad a las alturas a las que hasta el momento, por las razones que sean, no lo ha llevado su capacidad.
La autoayuda muda de sitio las responsabilidades del fracaso: “Si no soy lo mejor que pude haber sido, es nomás por mi culpa. Yo tuve la culpa de nacer en el seno de una familia pobre, yo tuve la culpa de salirme de la escuela porque tenía que trabajar, yo tuve la culpa por llenarme de hijos. Soy un individuo libre, y lo que me pasa me pasa porque lo he querido, y por eso si me lo propongo llegaré a la cumbre. Si admití nacer en un país en una fecha determinada, no tengo derecho a quejarme. Y si no me autoayudo nadie más me ayudará”.

* * *

¿Cómo se da ahora la autoayuda en la vida de los poderosos? Basta con leer sus declaraciones, donde el énfasis declarativo viene directamente de los manuales que le aseguran a sus lectores que lo que está ante su vista no es un libro sino una escalera del éxito. Cada uno de ellos es su propio locutor o su maestro de ceremonias, que introduce al gentil auditorio a la presencia de quien ha logrado lo que nadie antes y esto sin esforzarse en demasía.
Los hay con un leve pero dramático sentido del humor como el secretario de Hacienda, Agustín Carstens, que describe la crisis económica del 2008 como “un catarrito” y asegura que el crecimiento de este año no será de 2.1 como dice el FMI, sino de 2.8, algo que seguramente incluirá al país entre las primeras 412 potencias mundiales.
Cuando todavía tenía uso de voz y soñaba con ser el centauro empresario-funcionario, Juan Camilo Mouriño daba por resueltos todos los problemas antes de que se presentaran o que resultasen efectivamente problemas, y en sus afirmaciones y en su lenguaje corporal se afirmaba el fastidio con que luego dijo que ya lo dejaran salvar al país y no le quitaran el tiempo recordándole sus firmas bipolares.

El secretario de Salud se inició con la condena tajante del condón y la recomendación explícita de la castidad, la monogamia y, es de suponerse, el destierro de los deseos impuros, vía artículo 33 constitucional. Ahora, al año de sus exhortaciones al celibato, el secretario se jacta, y hace muy bien, del alto número de condones repartidos, pero todo esto sin tener la amabilidad de indicarnos cómo cambió de opinión, pero eso sí, jactándose en el mejor estilo de la autoayuda del poder de su mandato. Todos presumen, todos se consideran a sí mismos productos altamente valuados en el mercado y todos ignoran a la deleznable autocrítica, que murió el día en que nació la autoayuda.

Escritor

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