5/27/2010

¿Alguien se siente seguro?
Adolfo Sánchez Rebolledo

AFernando Escalante Gonzalbo mi artículo del jueves pasado le pareció, al igual que otros publicados en estos días a raíz del secuestro de Diego Fernández de Cevallos, monótono, confuso, estridente y sobre todo estéril (La Razón, 25 de mayo). Es su opinión, y me parece respetable. Pero insisto en el argumento: la percepción sobre la inseguridad (y el primero en hablar de ella como una apreciación errónea es el gobierno) no se explica sólo a partir de las cifras recogidas por las estadísticas, sean éstas oficiales o no. Más bien, el escepticismo o la desconfianza están marcados por una suerte de cambio de calidad en los delitos y no únicamente por la frecuencia con que se realizan. En ese sentido, la crueldad inusitada que los define es una forma de a) ajustar cuentas e intimidar a los adversarios en la disputa inacabable de los cárteles y, b) una manera de acrecentar la sensación de temor colectivo, que en última instancia se sustenta en la conciencia de la impunidad prevaleciente. Por eso, suponer que la percepción ciudadana sería mejor si la prensa en general dejara de informar sobre estos casos, como algunos han planteado, puede ser una grave salida a una fenómeno preocupante: la sospecha de que en la mal definida guerra (así entre comillas) contra la delincuencia organizada el gobierno está perdiendo importantes batallas. Mejor, supongo, sería revisar si dicha estrategia es la indicada para vencer y convencer. Ese sería, pues, el punto de partida para intentar una nueva narrativa que dé cuenta respecto de los efectos de la delincuencia organizada sobre la sociedad en su conjunto.

En cuanto al tema de la ventaja de la criminalidad al que hice referencia, Escalante reduce el argumento a subrayar la obvia imposibilidad del Estado para prevenir todos los delitos, lo cual es cierto, pero cuando se habla de una guerra y se dan cifras sobre daños colaterales, es lógico que la gente se pregunte si se avanza o se retrocede, que se pregunte por su propia situación. Como sea, si no estamos ante una debacle, como asegura en su artículo Escalante, ¿por qué persiste la percepción negativa? ¿Es únicamente el fruto de la irresponsabilidad de los medios?

Para el autor de una magnifica investigación sobre el terrorismo, es evidente que en ningún caso el Estado pierde la ventaja que por definición le lleva a tales grupos, aun cuando en apariencia se resquebraje el monopolio legítimo de la violencia o la gestión territorial a cuenta de las autoridades políticas formales. Sin embargo, como bien lo sabe el propio Escalante, tampoco el terrorismo aspira a derrumbar al Estado a partir de las acciones violentas aisladas, aunque bajo ciertas circunstancias obtiene gracias a ellas los frutos políticos deseados. Al respecto, por ejemplo, sería interesante revisar el expediente de los conflictos políticos que la acción antiterrorista suscitó en España durante el primer gobierno de Rodríguez Zapatero y los argumentos que las distintas fuerzas pusieron en la mesa para aquilatar mejor el término ventajas. Aquí, por ahora y por fortuna, no existe algo semejante a la narcoguerrilla que bajo disfraces diversos actúa en otros países, pero es innegable que las decapitaciones, los secuestros, las granadas en la plaza pública, los fusilamientos masivos, en fin, cumplen su cometido aterrorizador gracias a la terrible carga simbólica que en ellos se concentra. No ponen en riesgo al Estado, es verdad, pero acrecientan la sensación de inseguridad y la desconfianza secular de la opinión pública en la acción de los órganos de seguridad y en lo que sigue: la impartición de justicia, la impunidad con que se atropellan una y otra vez los derechos más elementales. Y eso es un peso muerto sobre el futuro. Creo, por último, que la acción de la delincuencia organizada en el contexto de un país cruzado por la desigualdad y el potencial conflicto social es una gravísima amenaza para el orden institucional y la quizá utópica convivencia democrática. ¿Alguien se siente seguro?

PD. Aunque los trabajadores del SME han depositado sus mayores esperanzas en la resolución de la Suprema Corte, es inevitable cierto cauteloso escepticismo con respecto a cuál podría ser su veredicto final. Parece irreal, por razones que están más allá del derecho, una voltereta histórica, capaz de poner las cosas como estaban. Pero incluso si se convalidara la extinción, habría seguramente otros aspectos rebatibles del decreto que están ahí en virtud de la abusiva interpretación de la ley realizada por las autoridades, como la anulación de la figura del patrón sustituto u otras contempladas ya sea en la normatividad o en el contrato colectivo de trabajo. A estas alturas la Suprema Corte tendría que leer bajo una óptica muy diferente algunas de las razones invocadas con el fin de justificar la liquidación de la empresa, descargando sobre los trabajadores toda la responsabilidad por las deficiencias notorias de la mala administración que, en rigor y cualquiera que sea la hipótesis, es atribución exclusiva de las autoridades competentes.

Molesta, y mucho, la veta politizada del SME que no sólo incluye severas críticas al Presidente por su política laboral y, en especial, a la intervención del secretario del Trabajo en diversos asuntos que les incumben y perjudican en forma directa, sino también y sobre todo por la denuncia de que bajo el manto de darle solución a un problema –el servicio de energía eléctrica en la capital y otras zonas del centro– se esconde el negocio fabuloso de la fibra óptica, sin hablar ya de lo que significa en el imaginario de los grandes capitales trasnacionales la posibilidad real y cercana de copar el mercado, como ocurría antes de 1967, cuando por la vía de la mexicanización de las empresas extranjeras existentes se nacionaliza de hecho y de derecho la totalidad de la industria. La Suprema Corte tiene la oportunidad de poner orden en un campo donde la Constitución ha sido burlada para mayor gloria de los dueños del dinero y los burócratas que les sirven.

Desesperanza

Orlando Delgado Selley

Como la mancha de petróleo que derramó British Petroleum, se extiende la convicción de que México está en una situación crítica de la que no parece posible que se levante. Poco importan las declaraciones de que en nuestro país el desempleo es sensiblemente inferior al promedio de los países industrializados. Tampoco sirve advertir que existe un bajo riesgo de que las dificultades financieras de gobiernos europeos se trasladen a la economía mexicana. Lo cierto es que cada vez más mexicanos piensan que el país no tiene salida.

Pudiera pensarse –como lo plantea Calderón– que se trata de un asunto de percepciones y que, en consecuencia, hay que revolucionar nuestra actitud, para dejar atrás sombras, prejuicios, dudas, miedos que no nos permiten avanzar. Sin embargo, debe reconocerse que tras las percepciones hay razones objetivas para documentar que no sólo no hay avances sensibles en las condiciones de vida de la mayor parte de los mexicanos, sino que en aspectos importantes las cosas están empeorando.

El asunto de la ocupación y el desempleo es elocuente. Se convoca a conferencias de prensa mensuales para informar que se han creado miles de nuevos puestos de trabajo. En la de hace dos días el dato presentado es que de enero al 15 de mayo se crearon 403 mil 483 empleos en la economía formal y que para todo el sexenio se ha establecido el récord de 710 mil 63 empleos. Al mismo tiempo, el INEGI informa que la tasa de desempleo llegó en abril a 5.4 por ciento de la PEA, es decir, 2.5 millones de personas buscaron emplearse y no lo consiguieron.

El mercado laboral mexicano se caracteriza, entre otras cosas, por puestos de trabajo que tienen una altísima rotación, debido a que su remuneración es baja y a que las condiciones son difíciles. En consecuencia, muchas personas en busca de empleo prefieren ocuparse en el sector informal que tiene una remuneración diaria superior, aunque sin prestaciones, y con horarios de trabajo menos complicados, en espera de conseguir un empleo formal que satisfaga sus necesidades económicas. Esto se prueba al desagregar a la población desocupada: 72.2 por ciento de ésta tiene un nivel de instrucción superior a la secundaria.

Otro dato que debe considerarse es la población subocupada. Casi 10 por ciento de la población ocupada declaró tener necesidad de trabajar más horas, lo que implica que su posición actual es temporal e insatisfactoria y que se mantiene en ella porque no encuentra una posición laboral adecuada. La información no puede dar lugar a consideraciones optimistas. La imagen es precisamente la contraria: las condiciones del mercado de trabajo siguen siendo negativas, lo que se confirma con los miles de mexicanos que han emigrado y los que siguen intentando hacerlo.

El dato central, sin embargo, está fuera del mercado de trabajo. Está en la constatación de la cantidad creciente de personas, particularmente jóvenes, que están involucrados en actividades ilícitas, tanto en delincuencia organizada como en operaciones de pequeños grupos. La delincuencia tiene una presencia extendida en todo el país, en las actividades económicas, en los diferentes sectores sociales. Presencia que va imponiendo su dominio sobre la sociedad. El gobierno puede decir lo que sea, pero el dato duro es que la delincuencia organizada está cada vez más presente en la vida cotidiana de los mexicanos.

Predomina la desesperanza, la convicción de que las cosas no van a mejorar. Durante años se pensó que construir un país democrático permitiría que las condiciones de vida de muchos mejoraran. Es cierto que era pedirle peras al olmo. Al construir mecanismos electorales menos inequitativos se logró que hubiera alternancia, pero perdimos la oportunidad de que eso significara diversidad de opciones de gobierno. En ese resultado los culpables no son sólo los partidos políticos. Lo son también los grandes poderes económicos que, legal e ilegalmente, han actuado para vetar candidatos e imponer a sus favoritos. La desesperanza es también su responsabilidad.

Procuración de justicia o maniobra política

Editorial La Jornada.
La detención de Gregorio Sánchez Martínez, candidato al gobierno de quintanaroense por la coalición PRD, PT y Convergencia, quien es señalado por la Procuraduría General de la República (PGR) por presuntos vínculos con el crimen organizado, enrarece el panorama político nacional de cara a los procesos electorales de julio próximo –en los que se renovarán 12 gubernaturas estatales, entre ellas la de Quintana Roo– y revela la comisión de una serie de irregularidades y la aplicación de un doble rasero en la procuración de justicia, como parte de un patrón de conducta del grupo en el poder al amparo de la llamada “guerra contra el narco” del gobierno federal.

El precedente ineludible de esta detención es la captura e incomunicación, ocurrida hace exactamente un año, de varios alcaldes y funcionarios del gobierno de Michoacán a los que se acusó, sin fundamento alguno y con base en declaraciones de testigos protegidos, de tener presuntos nexos con la delincuencia organizada. Entonces, como ahora, el gobierno federal actuó de forma discrecional e indebida, vulneró el principio de presunción de inocencia de los acusados, e introdujo elementos de tensión entre las distintas fuerzas políticas del país, justo en las vísperas de la realización de procesos comiciales, con lo que se da la impresión de que, más que un acto de procuración de justicia, se trata de una maniobra político-electoral.

Por añadidura, y sin prejuzgar sobre la culpabilidad o inocencia del detenido, el episodio revela una conducta por lo menos parcial y selectiva por parte de la PGR en el cumplimiento de sus tareas básicas como instancia de procuración de justicia a escala federal: la contracara de la detención de Greg Sánchez es la inexplicable suspensión de las investigaciones en torno al secuestro de Diego Fernández de Cevallos, decisión que le ha valido a la produraduría federal numerosos cuestionamientos.

Por otro lado, si son ciertas las imputaciones contra el aspirante perredista al gobierno de Quintana Roo, el episodio en su conjunto deja ver una descomposición generalizada y de suma gravedad en las esferas políticas y administrativas de todos los niveles, y no hay razón para suponer que la penetración de la delincuencia organizada no pueda alcanzar a candidatos y autoridades de otras entidades y de distintos signos políticos y niveles jerárquicos.

En ese sentido, la sociedad tiene elementos de sobra para preguntarse por qué las fuerzas federales no han actuado de la misma manera ante situaciones en que la connivencia entre segmentos de la administración pública y los cárteles de la droga es un secreto a voces: ejemplo de ello es el desembarazo y la ligereza con que el alcalde de San Pedro Garza García, Nuevo León, el panista Mauricio Fernández, ha anunciado acciones fuera de la ley con el supuesto fin de combatir a los grupos delictivos en ese municipio, y su admisión de que ha mantenido contactos con presuntos grupos de delincuentes para consensuar medidas de seguridad en esa demarcación. La tolerancia y la pasividad mostradas por el gobierno federal para con este funcionario contrastan con la dureza injustificada con que el año pasado se detuvo e incomunicó a los alcaldes michoacanos, y con la agilidad y la determinación con la que ahora se actúa en contra del candidato a la gubernatura quintanarroense.

En suma, los elementos de juicio disponibles dejan entrever, en las acciones policiacas comentadas, una doble moral impresentable y un uso faccioso del aparato de procuración de justicia, y ambos hechos atentan contra el decoro y la credibilidad institucional y el más elemental sentido republicano.

Ricardo Rocha
Detrás de la Noticia

Quién era Cabañas, quién Paulette, quién Diego

Del primero nos cuentan que fue un gran héroe futbolístico. Que su imagen se repetía cada minuto como si tratase de incrustarla en nuestros cerebros. Que las palabras que sobre él se vertieron desde las televisiones se amontonaban unas a otras en tal cantidad que pronto se desparramaron desde puertas y ventanas y llenaron calles y plazas. El palabrerío fue tal que las más gigantescas máquinas apenas pudieron empujarlas a los grandes basureros de los alrededores.
Y es que dicen que, ya de por sí famoso, se hizo célebre porque le pegaron un tiro en la cabeza y siguió vivo de milagro. Y eso que el que le disparó era un hombre muy malo en un lugar de malos donde él sin embargo gozaba mucho. Menos mal que de eso ya no se supo porque el doctorcito que lo atendió apenas lo vio llegar en la ambulancia y diagnosticó que se acordaría de todo menos de aquellas horas oscuras de la madrugada. Así que desde entonces se lo llevaron muy lejos y él se fue borrando de nuestros ojos y nuestros oídos hasta que ya costaba trabajo reconocerlo y recordarlo. Y se perdió con los años y el olvido.
El segundo relato es el de la niña Paulette, quien tanto nos conmovió hace tanto tiempo. Primero con su carita de ángel y aquellas grandes letras que nos imploraban ayuda para encontrarla. Luego la memoria apenas nos da para la nebulosa historia de sus padres, tan confusa que daba pena. Y más pena todavía la que provocaba un hombrecillo con cara de duende que se dedicaba a pregonar un día sí y otro también que Paulette ya se había ido, que más bien se la habían llevado y que ya jamás regresaría.
Hasta que un día dicen que la encontraron en donde tanto la habían buscado los hombres y hasta los perros. Que ahí estaba, según recuerdan algunos, como una muñeca rota en un reducto inverosímil. Aunque cuentan también que, con todo y que se trataba de un ángel, de su inocencia salió una terrible maldición que se cernió sobre todos los que jugaron con ella.
Del último de nuestros personajes también cuesta mucho acordarse. Primero porque igual nos lo desaparecieron de un día para otro los poderosos del poder y los poderosos de su familia. Y es que a él de por sí ya lo habían desaparecido quienes se lo llevaron en las sombras de la noche en uno de tantos grandes parajes de su reino aquí en la tierra. Luego nada. Salvo aquella imagen fantasmal que aún describen algunos.
Pero también es difícil traerlo a la memoria porque los más ya no quieren acordarse de él ya que dicen que Diego hizo mucho mal a mucha gente. Además de que se equivocó de siglo con sus grandes barbas, sus numerosos peones y todavía más abundantes dineros que le dieron fama tan mal ganada. Así, hasta que la fortuna le dio la espalda y finalmente desapareció. Y nos dejó tan sólo una amnesia benefactora.
Y no me pregunten qué pasó exactamente en cada caso. Porque todos ocurrieron hace ya mucho tiempo.

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