1/03/2011

Bye, bye 2010


Ricardo Raphael

La habilidad de mi cerebro para reconocer las cosas buenas anda deteriorada. Lo constato ahora, cuando tanto esfuerzo me costó hacer esta lista de momentos luminosos, ocurridos durante el año pasado. Me he vuelto muy veloz para detectar el desastre, lo jodido o lo triste, pero no para hallar lo virtuoso.

(Entre mis propósitos para el año nuevo, traigo como consigna curarme una que otra neurosis).

Con todo, de un material raro pero existente logré hacer acopio para despedirme dignamente del 2010. No pretendo que mi montoncito de recuerdos haga consenso; únicamente se trata de compartir aquí algunos recuerdos que en la música, el futbol, el cine, la política, la televisión, la literatura, y otros pretextos de lo público, me hicieron sentir bien durante los últimos 12 meses.

Sin que el orden importe, comienzo por agradecer aquel gol de Javier El Chicharito Hernández, cuando el segundo tiempo se agotaba. También me sedujo el Hidalgo de Damián Bichir, la película Ágora de Alejandro Amenábar y la conducción del “Danzón número 2” —de Arturo Márquez— que hizo Alondra de la Parra.

Admiré el Quetzalcóatl de la escenógrafa Mónica Raya, me dolió el estómago con Biutiful, de González Iñárritu, y me aguijonearon el alma artículos de Guillermo Sheridan, Rafael Pérez Gay y Sandra Lorenzano.

Fui muy feliz con las bicicletas dispuestas en el camellón, frente a mi casa, y con las bromas culteranas de Nicolás Alvarado y Julio Patán.

Celebré el rechazo unánime que merecieron los asquitos del gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, tanto como la arcada generalizada que provocaron los balbuceos del señor p(r)elado, Juan Sandoval Íñiguez.

Por decencia, conmemoré la liberación de Diego Fernández de Cevallos, y algo de morbosa intriga me provocó el choro posglobalifóbico y precantinflesco de sus Misteriosos (peluqueros) Desaparecedores.

Buena cosa fueron también las derrotas electorales de Mario Marín y Ulises Ruiz, la valentía de don Egidio Torre Cantú y los barruntos de divorcio entre Felipe Calderón Hinojosa y Elba Esther Gordillo Morales.

Mejor aún fue la indiferencia con la que algunos (pocos) vivieron la boda de Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera (la nueva novia de México) y la alarma desesperada —casi personal— con la que ciertos ociosos sufrieron las filtraciones de WikiLeaks (mientras otros andábamos muy incómodos por las uñas mugrientas con que Julian Assange se presentó ante los medios de comunicación).

Aplaudí durante 2010 a los escasos intelectuales mexicanos que explícitamente renunciaron a ser consejeros del príncipe. Y a los periodistas que lograron escaparse de la tentación por pintarlo todo de rojo (narcotráfico) o de amarillo (cochambre).
En Twitter no pude evitar el pleito que se trae @PapelCarbonell con un amigo mío, ni las luminosas partículas de humor que en esa misma red va sembrando una mujer que se hace llamar @The_Sour_Girl.

Twitter se me reveló este año como un lugar donde algunos tímidos logran dejar de serlo; donde algunos ilusionados se vuelven muy cínicos; donde algunos exhibicionistas se convierten en acosadores; donde los voyeristas tiene prohibido aburrirse, y donde uno que otro problemático logra enredarse aun más la vida.

El 2010 fue cuando llegó mi iPad. Acaso sólo por este hecho no voy a olvidarlo. Por obra de este artefacto, como dice Joaquín Sabina: ¡me creí superior a cualquiera! Volví a leer revistas que hacía tiempo no miraba, cometí la osadía de beberme, página por página, varios libros en pantalla de LED y, jugando a la guerra, perdí tiempo valiosísimo reforzando la parte más infantil de mi masculinidad.

Gracias a la novela Mañana brillante de James Frey, este año me dejó una imagen inolvidable de la ciudad de Los Ángeles. Por culpa de Bill Bryson y su delicioso ensayo At Home, obtuve una idea más precisa de la historia de mi casa. Me gustó Invisible de Paul Auster, así como The brain that changes itself, de Norman Doidge.

Durante el año previo escuché hasta obsesionarme las guitarras de Rodrigo y Gabriela y quise más a mi ciudad cuando, durante el otoño, abrió frente a la Alameda el museo Memoria y Tolerancia.

De entre los que conocí o desconocí el año pasado, me quedo con quienes no cerraron la puerta sin antes guardarse la llave, no tiraron el niño al pozo, no apuñalaron su sentido del humor, y con quienes se bañaron más veces de las que se deprimieron.

Ante todo, permanezco muy agradecido con los amigos que, durante el 2010, me ofrecieron ciencia, afecto y humanidad buena.
Analista político

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