1/05/2011

“No fui la niña que quería mi abuela”

Ayaan Hirsi Ali escapó de un matrimonio arreglado en su nativa Somalia emigrando a Holanda

Ahora vive en Washington y trabaja como investigadora del American Enterprise Institute

Ayaan Hirsi Ali

Washington, 04 ene. 11. AmecoPress.- Desobedecí, fiel a mi propio ser y naturaleza, e infringí normas, pero evité el destino de la grasa de oveja Muchas mujeres occidentales han perdido la capacidad de comprender y sentir a otras mujeres de otros países y culturas Uno de mis primeros y más extraordinarios recuerdos de juventud es una conversación con mi abuela.

Tuve muchas conversaciones con ella, o más bien monólogos, pero esta destaca especialmente porque fue cuando ofreció los aspectos más importantes de su enseñanza. Fue cuando entendí cuánto valía yo: aproximadamente lo mismo que un pedazo de grasa de oveja al sol. Estábamos en nuestro jardín delantero. Era un día caluroso, como casi siempre en Mogadiscio.

Nada de particular, con las moscas de costumbre y las hormigas que yo evitaba por temor a sus punzantes y horribles mordeduras. Si se me subían por el vestido ome sentaba sobre ellas accidentalmente, me castigaban con una picadura que me hacía dar alaridos de dolor.

Los gritos y saltos provocaban el disgusto de mi abuela, que incluso me daba algún bofetón. Tenía seis o siete años, tal vez menos, pero sé que no tenía ocho porque mi familia aún no se había ido de Somalia. Como de costumbre, mi abuela me sermoneaba. Ese día, como todos los demás, me estaba reprendiendo para que recordara mi sitio.

“Cruza las piernas – me dijo-.Baja la mirada. Debes aprender a no reírte, y si tienes que hacerlo, asegúrate de no cacarear como las gallinas del vecino”. No teníamos gallinas, pero el ruido de las del vecino chillando y entrando en propiedad ajena me bastó para captar el mensaje. “Si has de salir, asegúrate de ir acompañada y de que andáis lo más lejos posible de los hombres”, recalcó.

Para enfado de mi abuela, le contesté con la pregunta: “Pero, abuela, ¿qué me dices de Mahad?”. Mi hermano Mahad nunca parecía invitado a este tipo de prédicas. Me contestó como la niña torpe que ella resolvió que era yo.

“¡Mahad es hombre! Tu mala suerte es que naciste con una raja entre las piernas. ¡Y ahora, nosotros, la familia, hemos de hacer frente a esa realidad!”, destacó.

Pensé que era otra cosa más que había hecho mal y que no podía corregir. Si tan sólo no fuera tan tonta; si tan sólo entendiera que del defecto de que tanto abominaba mi abuelita tenía yo la culpa… “Ayaan, eres terca, imprudente y haces muchas preguntas. Es una combinación fatal. La desobediencia en las mujeres tiene su castigo, y tú eres desobediente. Lo llevas dentro, en la misma médula. Sólo puedo intentar decirte lo que está bien”, me decía.

Mi abuela señaló un pedazo de grasa de oveja en el suelo. Estaba cubierta de hormigas y las moscas revoloteaban encima, posándose, chupándolo. Era un inmundo pedazo de carne calentándose al sol y del que se escurría una gota de grasa. Me dijo: “Eres como ese pedazo de grasa al sol. Si transgredes alguna regla o costumbre, los hombres no tendrán más piedad que esas moscas y hormigas”.

Mucho ha cambiado en mi vida desde aquellos soleados días con la abuela. Ahora, cuando miro atrás, veo que he demostrado que se equivocó. Desobedecí, fiel a mi naturaleza, e infringí normas, pero evité el destino de la grasa de oveja.


Sentada en un avión, tengo en mi regazo las memorias de Nujood Ali. El título del libro es I am Nujood, age 10 and divorced.Mi lista de lectura incluye otro libro, de Elizabeth Gilbert. Se titula Eat, pray, love: one woman´s search for everything across Italy, India and Indonesia.Asocié ambos libros debido a su descripción del matrimonio y el divorcio, y especialmente de la palabra doloroso.

Nujood tenía ocho años cuando un repartidor se le acercó a su padre en Saná (Yemen). Después de la señal inicial de hospitalidad, el hombre expuso el motivo de su visita: buscaba esposa. Sus dos hermanas mayores ya estaban casadas, así que Nujood era la novia lógica, independientemente de su edad. Su padre aceptó 750 dólares como dote y entregó a su hija de ocho años. Cuando su madre y hermanas intercedieron por ella, diciéndole que era muy joven para casarse, el padre contestó con la excusa utilizada por todos los musulmanes que casan a sus hijas antes de su mayoría de edad: “¿Muy joven? Cuando el profeta se casó con Aisha apenas tenía nueve años”.

De hecho, Mahoma se casó con Aisha cuando tenía seis años. Según las escrituras, el profeta esperó a que Aisha empezara a menstruar antes de consumar el matrimonio. El nuevo esposo de Nujood, Faez, no mostró la misma paciencia.

Con dolorosos detalles, Nujood describe una verdadera pesadilla en su noche de bodas: cómo se escapa, cómo busca ayuda, cómo lucha, cómo la toca y cómo se retuerce para escaparse de sus brazos, cómo llama a su suegra. “¡Tía – grita-,que alguien me ayude!”. Pero sólo había silencio. Describe cómo la agarró, su horrible olor, una mezcla de tabaco y cebolla. Recuerda la infantil amenaza que le lanza – “se lo voy a decir a mi padre”-y la contestación de su esposo: “Puedes decirle todo lo que quieras. Firmó el contrato de matrimonio, me dio permiso para desposarte”.

Cuando Nujood pudo volver a ordenar sus ideas, se dispuso a planear su huida. Recomiendo este relato a todos los que quieran entender las cosas a las que pueden estar sujetas las musulmanas.

En Yemen, el padre de Nujood, su esposo, los jueces, la policía y la sociedad – con pocas excepciones-consideraron que su situación era normal. Y Yemen no es un país único en eso, en absoluto.

Cuando vuelvo a la descripción de Elizabeth Gilbert de un divorcio doloroso, me resulta patente lo que el feminismo ha logrado en Occidente. Gilbert decide divorciarse no porque la hubieran forzado a casarse, sino porque hay algo intangible que su marido no puede ofrecerle. Ella decidió casarse con él y todas las decisiones que tomó fueron voluntarias: casarse, comprar propiedades juntos, incluso intentar tener un hijo. No obstante, aun así se sintió vacía.

El profundo sentimiento de descontento la lleva a abandonar su matrimonio, su carrera, la vida de mujer privilegiada. Se va a Italia para encontrar paz, el placer de la devoción. En Indonesia encuentra otra parte de ella: el equilibrio entre los placeres de comer y orar. En India se topa con un gurú que atiende sus necesidades espirituales.

La historia de Gilbert muestra lo que el feminismo puede lograr en otras partes, especialmente en el mundo musulmán. Pero su historia también demuestra algo más. Las mujeres de Occidente, como Gilbert, que han cosechado aquello por lo que las primeras feministas pelearon apenas guardan parecido con las mujeres como Nujood o conmigo cuando era niña.

No se trata de juzgar a Gilbert. Al contrario, admiro su honradez intelectual y su búsqueda de autoconocimiento. La mujer en que me he convertido en Occidente se siente más próxima a las Gilbert de este mundo que a las Nujood. Pero mientras leo ambos libros me pregunto: ¿qué puede ofrecer el feminismo occidental de la actualidad a las mujeres tipo Nujood?

Muchas veces, mis públicos occidentales me preguntan: “¿Dónde se equivocó el feminismo?”. Pienso que la respuesta está delante de nuestras mismas narices. El feminismo occidental no se ha equivocado para nada – ha cumplido su misión hasta tal punto que mujeres como Elizabeth Gilbert pueden casarse libremente y dejar a sus esposos con la misma libertad, simplemente para perseguir sus propias inclinaciones culinarias y religiosas-.La victoria del feminismo permite que mujeres como Gilbert moldeen sus propios destinos.

Pero esta victoria tiene un precio: un subjetivismo extremo tan completo que muchas mujeres occidentales han perdido la capacidad de comprender y sentir a otras mujeres no sólo del mundo islámico, sino también de China, India y otros países; mujeres cuyo sufrimiento adopta formas casi desconocidas en Occidente, salvo en los guetos de inmigrantes. Están demasiado ocupadas buscando el tapiz de oración o la pasta perfecta como para que les importe un comino un caso de violación infantil en Yemen.

Lo mejor que podemos esperar no es que Occidente invada otros países con la esperanza de emancipar a sus mujeres. Noes realista ni deseable (y sigue siendo nuestro objetivo menos convincente de la guerra en Afganistán). Lo mejor que podemos esperar es un neofeminismo que recuerde a las mujeres de Occidente las fases iniciales de su movimiento de liberación, en los que no sólo comprendieron la subyugación de las mujeres, sino que se dispusieron a desmantelar los propios cimientos de sus jaulas. Para que el sueño de liberación se haga realidad entre las mujeres de Oriente, es imperativo que intentemos quebrar las bases y apoyos de su subyugación, consagrados actualmente en forma de religión y costumbres.

Foto: Archivo AmecoPress

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