3/11/2012

Por la rehabilitación de policías

El presunto feminicida César Armando Librado Legorreta, El Coqueto. Foto: PGJEM
El presunto feminicida César Armando Librado Legorreta, El Coqueto.
Foto: PGJEM

MÉXICO, D.F. (Proceso).- La fuga de El Coqueto (el violador y asesino serial de siete mujeres) y los tres policías que supuestamente lo custodiaban ha desatado todo tipo de exigencias, desde quienes piden la renuncia del procurador del Estado de México hasta quienes proponen cadena perpetua para los policías, si es que los encuentran. “Hay que tener mano dura y poner el ejemplo a los demás policías”, me dice un abogado. Cuando inquiero si existe la posibilidad de que, cuando los detengan, los inscriban en algún programa de rehabilitación, recibo como respuesta una mirada estupefacta y una carcajada. “¿Rehabilitarlos?… ¡Ja, ja, ja!…”.

Mucho hay que comentar sobre el caso, pero me intriga qué provocó la fuga de esos tres policías, ¿negligencia o corrupción? No tengo elementos para desentrañar el sentido de su desaparición, pero considero que su acto muestra cómo ellos mismos se han aplicado violencia al quedarse sin trabajo y ponerse en la mira de la justicia. ¿Cómo interpretar esto?

Leticia Cufré, una psicoanalista y politóloga que trabaja en el Centro de Estudios de la Cultura de la Universidad Veracruzana, y que investiga las relaciones de sentido entre violencia y subjetividad, encuentra que “con frecuencia se describe la violencia como un fenómeno emergente que desorganiza desde el “afuera a una situación previa más o menos estable.” Ella propone invertir esta perspectiva y visualizar la violencia “como parte de la producción social de subjetividad, o sea, verla como una fuerza organizadora” que surge también desde “dentro” de nosotros.

Su perspectiva me sirve, no para bucear en la subjetividad de estos policías sino para tratar de ubicar el sentido de su conducta con una visión más amplia, que abarque el campo social en que están situados. ¿Cuáles son los usos y costumbres de la policía en México? ¿Cuál es la relación entre las prácticas de estos tres sujetos y la institución a la que pertenecen? ¿Qué tipo de capacitación se les dio, qué controles de confiabilidad tienen, cuáles son las condiciones de trabajo y la carga laboral? Es más que probable que sus actitudes –corruptas o irresponsables– simplemente reflejen formas de funcionamiento que existen desde hace años dentro de su corporación. La cultura de la discriminación, la impunidad y la corrupción está en todos los niveles del sector, con independencia de las denominaciones políticas de quienes gobiernan.

A mí me inquieta el destino de esos tres policías. Sin quitarles un ápice de la responsabilidad que tienen, se me dificulta verlos como los únicos responsables de lo ocurrido. Los comentarios de varias personas en el sentido de que hay que “dejar caer sobre ellos todo el peso de la ley” me remiten a lo que hace tiempo acertadamente dijo Ana Laura Magaloni: “El miedo y el deseo de venganza no pueden seguir siendo los ejes rectores del discurso ciudadano en torno a la criminalidad y las políticas para combatirla.” ¿Qué significa fincarles sólo a ellos la responsabilidad de la fuga del asesino serial? Significa usarlos de tapadera como “chivos expiatorios” de una problemática mucho más compleja y preocupante.

Que nuestro país requiere serias reformas judiciales y de seguridad es un hecho más que sabido. Y también lo es el que estas reformas parciales están entrelazadas con una reforma del Estado y con el fortalecimiento del estado de derecho. Lo que no parece estar tan claro es que dentro del indispensable proceso de profesionalización de los policías también debería estar incluida la rehabilitación de quienes transgreden el código de conducta de su función social.

La “rehabilitación” no sólo consiste en volver a habilitar a alguien para un puesto sino que también supone “restituir a su estado anterior a alguien”. ¿A su estado de ser humano decente? En vez de recurrir a la fácil y riesgosa medida de despedir al personal que falla o es corrompido, resulta imprescindible mantener bajo vigilancia a los agentes, pero con un programa individualizado de rehabilitación.

No se ven alternativas claras para abordar el proceso de deterioro social que estamos viviendo, donde las aguas negras de la corrupción de judiciales y policías nos están llegando al cuello. Años de impunidad y desinterés han criado y fortalecido prácticas nefastas en quienes deberían velar por nuestra seguridad. Despedir sin más a este personal es enviarlo a engrosar las filas de la delincuencia organizada, y su “castigo” se revierte negativamente en la ciudadanía.

En cambio, un tratamiento de “rehabilitación” podría evitar que más expolicías engrosen el mundo de la criminalidad. Claro que una política de “rehabilitación”, que apunta a algo sumamente difícil –cambiar conciencias– es compleja y requiere de una sólida inversión económica. Pero a la larga es más costoso (económica y socialmente) endurecer penas o construir más cárceles.

Hay que saber a qué se le tira, y creo que si un objetivo es fortalecer el tejido social, no se puede dejar fuera a los policías. Una gran cantidad de acciones humanas sólo son posibles en la medida en que las personas involucradas se constituyen como parte de un “nosotros”. Tenemos que hacer que los policías sepan muy bien que ellos son parte del “nosotros” de la ciudadanía y no del “nosotros” del crimen organizado.

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