8/08/2013

Opinión: La corrupción no es exclusiva de una clase social


Por Jaime Cerdio  @JaimeCerdio
  


Jaime Cerdio es director de Vinculación con Gobierno y Sociedad de la Secretaría de la Función Pública, exasesor en el Senado de la República. Es licenciado en Economía por el IPN y estudió la maestría en Administración Pública y Políticas Públicas en el Tec de Monterrey; cuenta con estudios en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard.
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Diversos estudios concluyen que la corrupción limita el crecimiento económico y obstruye el desarrollo. Genera tal desconfianza en la relación entre individuos, que vuelve poco competitivas a las economías, entorpece la actividad gubernamental y reduce las posibilidades de bienestar.
La corrupción no es exclusiva de una clase social, las afecta a todas. Algunas de ellas por sus características socioeconómicas son más vulnerables a este flagelo. Mientras que en algunos casos se trata de un impuesto regresivo que se puede absorber, para las clases media y baja por ejemplo, implica el riesgo de disminuir de estrato social y la posibilidad de caer en condición de pobreza o pobreza extrema.
El pasado mes de junio, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó su informe sobre clases medias en México. El documento señala que este sector de la población creció 4% durante la primera década del siglo XXI, al pasar del 38.4% de los hogares mexicanos en 2000 al 42.4% en 2010.
En su momento los datos resultaron alentadores, pues plantearon las posibles directrices del debate que la opinión pública podría seguir en un intento por acertar sobre las políticas públicas de un país que se prepara para ser mayoritariamente “clasemediero”.
No obstante, esta semana el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) dio a conocer los resultados de la medición de pobreza 2012, con lo cual se generó una nueva reflexión y debate.
Del análisis del documento podemos llegar a una conclusión: La política social en México ha sido limitada y se requiere redoblar esfuerzos. Tan sólo entre 2010 y 2012, en términos relativos, la pobreza se redujo de 46.1% a 45.5% de la población total; sin embargo, medio millón de personas se sumó a las líneas de pobreza en ese periodo de tiempo, al pasar de 52.8 a 53.5 millones de habitantes.
No podemos discutir que el desarrollo social y el combate a la pobreza deben ser una prioridad del Estado, pues los mismos datos proporcionados por el Coneval indican que los resultados son escasos y el reto aún es enorme. En este sentido, el análisis en la materia debe realizarse desde una perspectiva más amplia y no atender simplemente aspectos derivados de la evaluación de la política social, sino también de aquellos factores externos que han coartado su eficacia en los últimos 20 años.
Por ejemplo, un aspecto no considerado en los estudios señalados y que afecta considerablemente -desde distintas aristas- el desarrollo del país, es la corrupción. Si nos referimos a la última entrega del Índice Nacional de Corrupción y Buen Gobierno (INCBG) elaborado por Transparencia Mexicana, el índice señala que en 2010 el costo de la corrupción representó el 14% del ingreso de los hogares mexicanos, mientras que en 2001 apenas implicaba el 6.9%.
La cifra también es dramática, pues indica que al menos en los últimos 10 años la corrupción no solo ha afectado la calidad de vida de los mexicanos, sino también ha obstruido la aplicación de las políticas públicas que buscan evitar que las clases sociales caigan en condición de pobreza. Es decir, en una serie carencias sociales y del ingreso.
Pero ¡no es la pobreza! Existen múltiples agentes en torno a ella que reducen el margen de acción y la capacidad tanto del Estado como de los individuos para superarla. Éstos se ubican diariamente en los cientos de programas de desarrollo social en el país, desde los errores en su diseño hasta la corrupción en su implementación.
La agenda política nos obliga a propiciar un mayor crecimiento y desarrollo económico. Por lo tanto, se requiere articular esfuerzos interinstitucionales a partir de un enfoque que garantice la buena operación de las políticas públicas y de los programas gubernamentales, junto con acciones que contribuyan a reconstruir el tejido social-institucional para favorecer su eficiencia y eficacia.

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