5/20/2014

La historia - de ficción- de un autodefensa que se envilece

Carmen  Boullosa

La película Blue Ruin ha recibido las reseñas más favorables. Su tema, que de entrada no me atrae (la venganza), lleva como condimento la “autodefensa” (el Estado es incapaz de proteger al ciudadano y éste toma la iniciativa). El personaje central, un vengador torpe e incapaz que no sabe usar armas y continuo yerra, es interpretado por un actor espléndido. Tras dos décadas de amistad, dos amigos (actor, y director y guionista) se entregaron a esta creación conjunta, pensada desde un principio con los elementos que tenían a la mano para poder ser fieles a su proyecto. La combinación de estos factores —vendetta en la trama, torpeza bélica y bienhechura artística, lealtad entre los creadores— me atrajo.
En la primera escena de Blue Ruin, el protagonista toma un baño de burbujas, cerrando y abriendo la llave de agua caliente con tensión misteriosa. Al escuchar un ruido, como un resorte sale de la tina, recoge sus ropas, se cubre con lo que encuentra, salta desnudo por la ventana del baño, y echa a correr. Es un ermitaño, una especie de teporocho abstemio o de vago sedentario inofensivo que vive a la orilla del mar, duerme en el asiento trasero de su carcacha (un Pontiac azul, de ahí el título, “ruina azul”), se abastece de lo que otros desechan y pesca para comer fresco lo que cocina, al margen de la vida social, sin practicar algún oficio o tener empleo. Con su larga barba, la piel tostada por el sol, alumbrado por el atardecer, por la combustión de su módica hoguera o por la lamparita que ha improvisado adentro de su paralizado coche para leer, rodeado de un paisaje marino que podríamos creer de fines del siglo XIX, el personaje parece un santo contemporáneo. Este hombre ha regresado a convivir con la naturaleza, se ha despojado de su trato con los otros, se ha entregado a la vida de contemplación y pensamiento.
Una mañana, lo despierta una mujer policía, y se lo lleva en su patrulla a la estación. En su oficina, a puerta cerrada, le explica que desea darle ella misma la noticia, antes de que él se entere por otro medio porque teme por su seguridad y no puede protegerlo. Le acerca un periódico con la noticia: el asesino de los dos padres de nuestro ermitaño acaba de ser liberado de prisión. La poli se disculpa por dos motivos: primero por llevarlo a la comisaría con tanto misterio, y segundo porque no entiende cómo la ley ha podido dejar libre al criminal.
El paraíso se ha terminado para nuestro santo. Necesita un arma de fuego. Echa a andar su viejo Pontiac. Comienza el camino de su venganza.
El protagonista necesita dinero y bienes para eliminar a su enemigo. Roba sin violencia, se corta el cabello, se viste sin andrajos, se sienta a comer en un fast-food. No tiene entrenamiento bélico, asesina al recién liberado culpable, por sus torpezas es descubierto e identificado por la familia del muerto y sale herido como un San Sebastián en el que la cámara se regodea desagradablemente.
El santo es reemplazado, no por el héroe, sino por un hombre “común” al que van envileciendo sus propios actos. Su torpeza podría ser su propia redención, pero, ayudado por amigos y enemigos (en todo hogar hay armas de fuego), se transforma en un operador de la muerte. Muy pronto, el ex ermitaño descubre la inocencia del supuesto criminal de sus padres, pero quiere matar a su familia. Ya no es un marginal, él ya pertenece a la lógica ambiente de consunción. Es el hombre roto de su valor, de su sentido, el consumidor, el que termina insensible con su entorno.
La caída del santo (y el insoportable baño de sangre: pasé buena parte de la peli con los ojos cerrados), fuerza a una reflexión que es ya común pero no por esto menos necesaria: ¿por qué el arte ha quedado hechizado por la violencia y la muerte? Jeremy Saulner (el director y guionista) y Malcolm Blair (el actor), han hecho una película exquisita, y repugnante.
De la mano de la vendetta, participamos de la maquinaria que nos convierte a todos en desechables. El hombre sólo encuentra en la civilización y el progreso una siembra de horror y violencia, y el camino a la destrucción, la propia y consecuentemente la de naturaleza. ¿Por qué hacer de esto, además, un entretenimiento?

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