Carlos Fazio
Las
elecciones paramilitarizadas del 7 de junio estuvieron signadas por la
violencia. Una violencia que venía de atrás y remite al poder en un
Estado plutocrático, clasista y racista, y a la vieja forma de hacer
política en México. La vieja política se hace maniquea cuando el mal
que ella misma engendró corre el riesgo de ser su propio germen de
destrucción. Entonces aparecen ideólogos de los oligarcas como Claudio
X. González y sus papagayos en los medios, que pretenden dividir la
sociedad entre buenos y malos, demócratas y subversivos, violentos y
pacíficos, justos y vándalos.
La realidad es otra. La domesticación y uso de la violencia es un
fenómeno político, como es la aplicación de la justicia, la
distribución de los cargos públicos o la administración de la tierra.
Si se lograra organizar una sociedad que fuera capaz de distribuir los
cargos públicos pensando en el bienestar general, de administrar las
tierras y los recursos teniendo en cuenta las necesidades de todos, o
de impartir justicia respetando escrupulosamente la igualdad ante la
ley, difícilmente existiría violencia en su seno. Es una hipótesis
simple que tiene mucho de utópica, pero todo mundo sabe que es la razón
de ser de la abolición de la violencia en la vida de los pueblos.
La vieja política al servicio de los amos de México: los megamillonarios de la revista Forbes,
tiene su razón de ser en la violencia, es ella misma violencia, a causa
del enmascaramiento que crea sobre la verdadera naturaleza del hecho
político. Cuando mucho, los actores de la vieja política corrupta,
delincuencial y mafiosa pueden provocar movimientos de adaptación o de
ajuste, como transiciones de una forma de dominación a otra.
La vieja política despliega una violencia que al carecer de la
fuerza necesaria para organizar la sociedad y regular su vida por medio
de la justicia económica y la libertad política, se convierte en
opresión. En el proceso de restauración autocrática de nuevo tipo en
curso, los ejecutores de la destrucción creativa llaman orden al
desorden, paz al miedo, justicia al hambre y desarrollo al desempleo.
Los que mandan temen perder sus privilegios y recurren a la violencia
institucionalizada, cuyo fundamento está en las estructuras injustas de
la sociedad que la vieja política se empeña en profundizar.
Esa intención de la partidocracia por liquidar el interés general y
público los hace aferrarse al aparato del Estado −con su ejército
permanente, su burocracia, su educación (como instrumento del control
social y promotora del consenso y el conformismo), y unos medios que
actúan como reproductores de la
verdad oficialy la ideología dominante−, y cultivar formas falsas de democracia donde, como decía Marx al analizar la experiencia de la Comuna de París, a los oprimidos
se les autoriza para que una vez cada varios años puedan decidir qué miembros de la clase opresora han de representarlos y aplastarlos en el Parlamento.
Desgajando la violencia de su contexto político, los agentes del
capital plutocrático delincuencial y corrupto han sabido provocar una
tremenda confusión en amplios sectores de la población con respecto al
problema de la violencia. La política no existe sin la violencia,
aunque ella no se reduzca a la violencia. Por más que invoque el
lenguaje del orden y la paz, el objetivo de la plutocracia es la
abolición de la cosa pública y el control y la explotación al máximo de
la población, incluyendo el exterminio de personas sobrantes y
desechables.
La ley
y el orden son instrumentos para legalizar el saqueo y legitimar la
opresión y el terror paralizante. Generalmente, cuando el oprimido se
rebela legítimamente contra el opresor, se le califica de violento,
bárbaro, inhumano, porque entre los incontables
derechosque se adjudica para sí la conciencia dominadora incluye el de definir la violencia, caracterizarla, localizarla. ¿Puede haber libertad y democracia donde hay terror y violencia desde arriba?
Desde comienzos del régimen de Felipe Calderón los militares,
funcionarios a sueldo de fuerza armada estatal y eficaces
administradores de la represión, salieron de los cuarteles y ahora se
muestran remisos a volver a ellos. Durante el régimen autocrático de
Enrique Peña Nieto, los sucesos de Tlatlaya, Iguala/Ayotzinapa,
Apatzingán, Villa Purificación, Ecuandureo/Tanhuato, Tlapa, son otras
tantas expresiones de la violencia institucionalizada. Más allá de los
matices y las adaptaciones en la narrativa oficial, esos hechos exhiben
de manera descarnada un proceso de destrucción creativa y
descomposición social. Y eso es grave, porque, como ocurre en la
coyuntura, suele dar rienda suelta a una campaña ideológica de
intoxicación desinformativa que busca justificar y legitimar la
violencia abierta del sistema contra quienes disienten.
En momentos como el actual, la acción de los poderes fácticos y el
Ejército son acciones para liquidar la República, en tanto son
represivas y destructoras de la nueva política que pugna por alumbrar,
producto de que un sector importante y consciente de la población
quiere decidir su destino. Lo paradójico del caso es que la violencia
desatada por la clase dominante ya no tiene más explicación. La verdad
del sistema se exhibe desnuda y debe actuar sin apoyo ideológico. Así,
desenmascarada, la contrarrevolución convierte la violencia en un fin,
el último objetivo de sus propósitos.
Tras los comicios de ayer, el riesgo es que reaparezca el rostro
diazordacista de Peña Nieto, el que exhibió en Atenco en 2006 y el 1º
de diciembre de 2012; el que mostró en la represión a los maestros de
la Ceteg en 2013. Si perdida la capacidad de diálogo el régimen
instaura de nueva cuenta el monólogo, la violencia hablará por sí sola.
Y reaparecerá el Estado totalitario que desata la violencia y no la
puede justificar, pero al mismo tiempo provoca un alud de sofismas y
mentiras y trata de seducir, persuadir, ablandar a la población, al
tiempo que busca disimular el ejercicio bruto y mudo de la fuerza.
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