4/17/2016

Desierto


Carlos Bonfil
La Jornada
American psycho. En su deliberada apuesta por una narrativa de género, casi en el tono de una serie B y en el extremo opuesto de la búsqueda formal de su primer largometraje Año uña (2007), el realizador mexicano Jonás Cuarón propone en Desierto (2015) un thriller agitado y nervioso sobre el odio racial al que suelen enfrentarse quienes se aventuran, indocumentados, del otro lado de la frontera estadunidense. Inútil será buscar en esta cinta las complejidades sicológicas y los sutiles contrastes emotivos que hicieron de La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, una experiencia tan memorable sobre un tema parecido. Tampoco parece ser el propósito de Jonás Cuarón demorarse en una profunda exploración de las motivaciones de personajes abocados a instintos animales tan básicos como el del exterminio y la supervivencia. Todo ello ubicado en la inmensa soledad del desierto, escenografía ideal de la deshumanización, como lo ha dejado inmejorablemente plasmado el desenlace de cintas clásicas como Avaricia (Erich von Stroheim, 1923) o El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948).
El sentimiento que impulsa a Sam (Jeffrey Dean Morgan), mezquino y alucinado minuteman fronterizo, a cometer las atrocidades que refiere la cinta, no es ni la avaricia ni un espíritu mercenario, sino de modo más perturbador y escueto, el simple odio a lo diferente. Toda su rabia contenida, por agravios reales o desproporcionados, Sam la desata con frialdad metódica sobre un grupo de indocumentados a quienes ejecuta, uno a uno, escondido a lo lejos, disparando su rifle a la manera de un francotirador o un terrorista, o animando a su perro Tracker (rastreador) a que complete para él la faena sanguinaria. Estamos en el terreno de ese desequilibrio mental que con tanto acierto exploró Peter Bogdanovich en Míralos morir (Targets), su debut como director en 1967.
Los mexicanos perseguidos apenas tienen aquí nombre o seña de identidad, semejan un rebaño conducido por su guía coyote al muy probable matadero. La cinta captura, en trazos breves, su temor y su desconcierto, su fragilidad y su sensación de abandono. Sólo uno de ellos, Moisés (Gael García Bernal), pareciera ser dueño de la situación, aunque por muy poco tiempo, antes de sucumbir, a su vez, al terror de sentirse acorralado en la vastedad del desierto por el anónimo cazador de inmigrantes clandestinos.
En el contexto político actual, donde un vociferante y agresivo Donald Trump encabeza las preferencias republicanas en Estados Unidos con un discurso abiertamente racista, apenas queda sitio para disimular, detrás de una corrección política, la evidente diseminación de la paranoia xenófoba. El villano Sam de la cinta es, en su absoluta falta de escrúpulos o presuntas motivaciones, el brazo armado de una ideología ultraconservadora. Su irónica frase inicial, luego de masacrar a los indocumentados, es Bienvenidos a la tierra de los hombres libres. Como el obediente Tracker, él es, también, un perro guardián de los valores y del territorio nacional que confusamente considera amenazados por las hordas salvajes de seres inferiores. No hay medias tintas en ese razonamiento del temor y el odio, y al parecer Jonás Cuarón considera que en su película de acción tampoco hay lugar para ellas. Muy atrás ha quedado ya el lenguaje de matices dramáticos de una película como Frontera (Michael Berry, 1914, todavía inédita en México), donde Ed Harris interpreta a un sheriff esencialmente bueno, convertido, por una revancha sentimental, en un vigilante fronterizo, exterminador de indocumentados.
La estrategia del director de Desierto sería depositar ahora en una película de género (la acción trepidante como anzuelo para la taquilla) la posible eficacia de una denuncia política que un cine, como el documental, suele dirigir a públicos más restringidos. Asistimos ahora a una ficción sin mayores complejidades ni sutilezas, cargada de simbolismo tan obvios como el de un Moisés guiando a su pueblo lejos del desierto hacia la tierra prometida, o de un Sam encarnando al iracundo patriarca del imperio, y que puede permitirse las cosas más inverosímiles en su manejo del género, desde lluvias de balas que apenas rozan al héroe hasta persecuciones hacia el final de la cinta que desesperarían a un jugador de ajedrez. Con su carisma y solvencia histriónica, Gael García Bernal es la pieza central de esta estrategia para volver eficaz y atractiva la denuncia que no dice su nombre, pero que todos identifican con facilidad. Nada garantiza, sin embargo, la deseable fortuna comercial de esta nueva apuesta de Jonás Cuarón. Lo que sí queda claro es que para que una cinta de género alcance el nivel del mejor cine político, nunca están de más ni la complejidad moral y sicológica de los personajes ni tampoco la sobriedad artística del realizador.
Twitter: @Carlos.Bonfil1

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