La demanda judicial presentada contra Sergio Aguayo por el exgobernador de Coahuila, Humberto Moreira, y un recurso judicial similar en contra de Carmen Aristegui, por ejercer su libertad de expresión en el prólogo del libro sobre la “Casa Blanca”, por Joaquín Vargas de MVS, son dos casos emblemáticos de que las cosas van mal en el país.
Y las cosas se complican no sólo por quiénes son demandados, sino porque lo importante aquí es proteger el derecho de la sociedad a saber. La información como derecho no se satisface en escuchar sólo a una parte de la historia que reviste interés público, sino a todas las fuentes con posturas variadas e incluso antagónicas, de suerte que sea el ciudadano el que pueda formase su propia opinión.
De entrada habría que sostener que las demandas judiciales (aunque terminen en absolución) contra quienes ejercen la libertad de expresión sobre temas de interés público tienen un efecto disuasivo con repercusiones de autocensura. En la clásica resolución de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso The New York Times vs. Sullivan se sostiene que “los hombres públicos son propiedad pública” y “la discusión no puede ser negada y el derecho, tanto como el deber de crítica, no debe ser sofocado” (Id. en 263-264, 72 S. Ct. en 734, L. Ed. 919 y n. 18)

Me llama la atención cómo se vive ahora un grave retroceso en el derecho a la libre deliberación pública. Las demandas contra Sergio y Carmen son, en verdad, insostenibles, razón por la cual es difícil no pensar que se trata de un acto de intimidación revestido de aparente legalidad.
Por lo que se refiere a la demanda contra Sergio Aguayo, habría que recordar que Moreira, aunque no sea ya gobernador, sigue siendo una persona pública, como lo ha reconocido la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) al sostener que: “Sería irrazonable y totalmente contrario a los principios que rigen el derecho a la libertad de expresión en una sociedad democrática, vedar el escrutinio de las funciones públicas por parte de la colectividad respecto de actos o periodos concluidos”. (Amparo directo en revisión 3111/2013. Felipe González González. 14 de mayo de 2014).
De igual forma es atendible lo que la SCJN ha señalado, y que blinda las expresiones de Sergio, al recordar que: “La jurisprudencia de esta Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido que las expresiones e informaciones atinentes a los funcionarios públicos, a particulares involucrados voluntariamente en asuntos públicos, y a candidatos a ocupar cargos públicos, gozan de un mayor grado de protección. Tales personas, en razón de la naturaleza pública de las funciones que cumplen, están sujetas a un tipo diferente de protección de su reputación o de su honra frente a las demás personas, y correlativamente deben tener un umbral mayor de tolerancia ante la crítica. Ahora bien, a fin de determinar si cierta expresión sobre algún funcionario o candidato a ocupar un cargo público tiene relevancia pública no se requiere que un determinado porcentaje de la población concentre su atención en la controversia o que los líderes de opinión se refieran a ella, pues el mero hecho de que la expresión esté relacionada con el control ciudadano sobre su desempeño hace la información relevante”. (Amparo directo en revisión 3123/2013. María Eugenia Olavarría Patiño. 7 de febrero de 2014.)
Por cuanto hace a la demanda contra Carmen y lo que afirma en el prólogo del libro ya referido, conviene recordar los alcances de las expresiones “figura pública” y la noción de “veracidad”. El demandante Joaquín Vargas es, sin lugar a dudas, una “figura pública” por la definición dada sobre ese concepto por el artículo 7, fracción VII de la Ley de Responsabilidad Civil para la Protección del Derecho a la Vida Privada, el Honor y la Propia Imagen en el Distrito Federal, que dice: “La persona que posee notoriedad o trascendencia colectiva, sin ostentar un cargo público, y aquellas otras que alcanzan cierta publicidad por la actividad profesional que desarrollan o por difundir habitualmente hechos y acontecimientos de su vida privada”.
De igual modo, la SCJN ha interpretado que: “La proyección pública se adquiere debido a que la persona de que se trate, su actividad, o el suceso con el cual se le vincula, tenga trascendencia para la comunidad en general; esto es, que pueda justificarse razonablemente el interés que tiene la comunidad en el conocimiento y difusión de la información. En esa medida, las personas con proyección pública deben admitir una disminución en la protección a su vida privada, siempre y cuando la información difundida tenga alguna vinculación con la circunstancia que les da proyección pública”. ¿Habría alguien que en su sano juicio podría afirmar que el señor Joaquín Vargas carece de “trascendencia para la comunidad”?
Por otro lado, cabe reiterar que “veracidad” no es sinónimo de “verdad”, según lo ha interpretado la SCJN abrevando de la interpretación del Tribunal Constitucional de España, la cual señala que: “Ahora bien, para que se actualice ésta (la real malicia) no es suficiente que la información difundida resulte falsa, pues ello conllevaría a imponer sanciones a informadores que son diligentes en sus investigaciones, por el simple hecho de no poder probar en forma fehaciente todos y cada uno de los aspectos de la información difundida, lo cual, además de que vulneraría el estándar de veracidad aplicable a la información, induciría a ocultar la información en lugar de difundirla, socavando el debate robusto sobre temas de interés público que se persigue en las democracias constitucionales. Entonces, la doctrina de la ‘real malicia’ requiere no sólo que se demuestre que la información difundida es falsa sino, además, que se publicó a sabiendas de su falsedad, o con total despreocupación sobre si era o no falsa, pues ello revelaría que se publicó con la intención de dañar”. (Amparo directo en revisión 3111/2013. Felipe González González. 14 de mayo de 2014).
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