9/10/2017

Mar de Historias : Las flores de Siam



Cristina Pacheco
En la calle de Siam el acento de color provenía del portón rojo marcado con el número 88. Abierto, dejaba ver dos hileras de viviendas y un terraplén. En su centro se alzaba un montículo alimentado con ladrillos y piedras sobrantes de remodelaciones y derrumbes. Por la mañana era solario de lagartijas y arañas; en la noche, madriguera de ratas.
Formaban parte de la vecindad cuatro accesorias externas. La D, la más amplia, carecía de azotehuela y por lo mismo de espacio dónde tender la ropa. Poco funcional para una familia, quedaba mucho tiempo desocupada. La última vez estuvo vacía casi un año, hasta que la rentaron un hombre y tres muchachas.
La curiosidad que desde el primer momento despertaron los nuevos inquilinos aumentó horas después, cuando un camión de mudanzas descargó frente a la D un mobiliario inusual en el barrio: lámparas de pie, taburetes, camas con cabecera alta, una pequeña barra, una Victrola RCA, un refrigerador y una lavadora.
II
Durante los primeros dos o tres días, las muchachas no salieron a la calle; luego sí, al atardecer y seguidas por su acompañante, a quien llamaban Tito. Muy alto, impecable, con lentes negros, iba calibrando las expresiones admirativas provocadas por la esbeltez y los atuendos de sus pupilas: blusas de escote profundo, faldas ligeras, sandalias que dejaban ver sus uñas pintadas del mismo tono que embellecía sus labios.
Los niños considerábamos artistas de cine a las recién llegadas. Nuestras madres tenían una opinión menos favorable y nos advirtieron que, de tener contacto con esas mujeres, nos exponíamos al mismo peligro que si tocáramos los cables de la luz con las manos mojadas.
Por la música y los visitantes nocturnos a la accesoria D fue sencillo deducir cuál era la relación entre Tito y las tres muchachas. (Supimos sus nombres gracias a la curiosidad de mi primito Alfonso: Constanza, Lucila y Margarita.).
En un barrio donde tantas personas sobrevivían al margen de la ley, nadie las censuró por su oficio.
III
Todo iba bien, hasta que un domingo, las recién llegadas hicieron algo que desagradó a las mujeres, en especial a Abigaíl, experta en componer huesos y en preparar ungüentos contra torceduras y reumas.
Recuerdo la escena y me parece verla. Era la una de la tarde. Mi familia y algunos de nuestros vecinos regresábamos de la misa de once. Al entrar en la vecindad vimos a Constanza, Lucila y Margarita tendiendo sus batas y sus prendas más íntimas sobre el montículo, en el terraplén. Abigaíl, quien consideró ofensivo aquel despliegue, se acercó a decirles que al menos no exhibieran su ropa interior. Margarita la encaró: Oiga, si no tenemos azotehuela dónde tenderla, ¿quiere que sequemos nuestros calzones a soplidos o cómo? Constanza y Lucila celebraron el desplante. Abigaíl, enfurecida, juró que no descansaría hasta que aquella gente se fuera.
Se hizo costumbre que los domingos por la mañana Constanza, Lucila y Margarita salieran a tender su ropa sobre el montículo. Risueñas y murmuradoras, parecía divertirlas que los jóvenes deportistas, entre pase y pase de balón, le echaran miraditas a sus ropas ligeras y adornadas, pero no a ellas.
IV
La estancia de las muchachas entre nosotros duró unos cuantos meses. Un sábado, a mediados de septiembre, estábamos adornando el portón de la vecindad con festones tricolores cuando de pronto vimos pasar a Constanza y Lucila. Llevaban a Margarita a rastras y cubierta con una sábana. Tito corrió hasta media calle para detener un libre. Por la ventanilla le dio al chofer instrucciones y un billete. El coche arrancó. Tito estuvo mirándolo alejarse y luego, apresurado, regresó a su vivienda.
Quedamos atónitos, preguntándonos qué le habría sucedido a Margarita. Alguien dedujo que tal vez un accidente. Otro mencionó la palabra aborto. Abigaíl dijo que bien podía tratarse de un intento de suicidio, porque esas mujeres siempre terminaban mal.
V
Contra lo que e
sperábamos, Tito y las muchachas no volvieron ni para recoger sus pertenencias. Al cabo de varias semanas, un hombre corpulento que manejaba un coche gris se ocupó de organizar a los cargadores que vaciaron la accesoria D.
A la mañana siguiente, en su ventana apareció el letrero de Se renta y todo regresó a la normalidad. El montículo en el terraplén volvió a ser, en el día, sólo escondite y solario de lagartijas y arañas; por la noche, madriguera de ratas.
P.S: Olvidaba decir que durante largo tiempo seguimos hablando de Constanza, Lucila y Margarita. Por nuestros rumbos todos las conocían como las flores de Siam.

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