6/06/2020

Complicidades


Imagen cortesía de Segob
La cuarentena no ha sido favorable a los derechos de las mujeres: el potencial del movimiento feminista tan visible el 8 y 9 de marzo parece velado tras los efectos, devastadores o desgastantes, de la convivencia familiar en el espacio privado, con una movilidad restringida. El aumento de las violencias machistas, por un lado, y la negligencia o incapacidad gubernamental ante una situación de riesgo previsible, preocupan e irritan. La acumulación de agravios de todo tipo que hemos presenciado, aun a distancia, en estos meses, nos obliga a cuestionar de nuevo  no sólo el vacío institucional ya conocido sino también la indiferencia social que favorece la impunidad sistémica, institucionalizada, de crímenes atroces o de “violencias comunes.  Nos obliga también, como en otras coyunturas, a contener la desesperanza y a buscar otras salidas, otras formas de resistencia.
Mucho se ha discutido en estos días la llamada campaña “Cuenta hasta 10” con la que la Secretaría de Gobernación pretendía disminuir o detener, suponemos, la violencia familiar. Más allá del reciclaje de una mala campaña de hace décadas, de la revictimización que implica responsabilizar a quienes son violentadas del maltrato que las azota, sorprende el desconocimiento de la dinámica de la violencia, de pareja o familiar, y la incapacidad de recurrir a los múltiples estudios sobre prevención que se han hecho aquí y en otros países.
Hacer una crítica de lo más evidente no basta, sin embargo, lo más grave es que, en pleno ascenso de las pandemiasdel COVID y de la violencia – se quiera validar un concepto de la familia y de la sociedad, derivado de un imaginario oficial plagado de falsos ideales familiares de los años 50, ya entonces cuestionables.
Quienes así contribuyen, por acción o por omisión, al intento de suplantar realidades dolorosas con melodrama o moralina, olvidan que la negligencia no elimina su responsabilidad.
Al mismo tiempo que las autoridades siguen frustrando las expectativas ciudadanas de transitar hacia una vida sin ( tanta) violencia, las redes sociales y los medios nos  han confrontado con casos y escenas  que nos recuerdan cómo la indiferencia social también contribuye a perpetuar y agravar la violencia contra las mujeres. El caso más sonado es el del notario 102 del Estado de México sorprendido en la calle maltratando a una mujer, cuyo nombre ha quedado protegido pero a quien, pese a sus súplicas de auxilio ante la evidente brutalidad del agresor, nadie protegió y de la que ya no sabemos nada. Podemos aplaudir a quien grabó y difundió el hecho pero ¿por qué los demás testigos no intervinieron? ¿Por qué les bastó oír que ella era “su esposa” para “no meterse”? ¿Acaso eso implica que mujer es propiedad del hombre? ¿Y que por tanto la puede arrastrar o matar? ¿Y qué sucederá con otro que en realidad parece cómplice?
Estas preguntas pueden parecer retóricas porque sabemos que en el derecho mexicano la mujer fue tutelada (y maltratada con justificación legal y social) largo tiempo. No lo son porque ese guión obsoleto ya no vale, porque las feministas lograron importantes cambios legales como el reconocimiento de la igualdad, y la incorporación de México a convenios internacionales como Belém Do Pará, que obligan al Estado a instrumentar políticas públicas para prevenir, sancionar y erradicar la violencia machista y a eliminar los estereotipos, es decir, a cambiar de tajo la educación formal e informal.  
Tampoco son preguntas vanas porque cuando Diana Raigoza denunció, en agosto de 2019, que había sido acosada delante de testigos que no intervinieron, ella misma escribió en su página de FB: “¿Tenemos que esperar a que pasen actos de mayor gravedad para empezar a reaccionar, gente?”. Ante su feminicidio a puñaladas el 24 de mayo no basta con pedir justicia. Urge actuar contra la crueldad y la indiferencia.
La violencia extrema que vivimos favorece la tolerancia hacia ésta, pero ser testigos mudos nos hace cómplices. ¿Podemos  y queremos vivir en este tipo de sociedad?

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