Felipe Ávila*
Juana de Asbaje Ramírez de Santillana nació en una familia criolla en San Miguel Nepantla, en las faldas del Popocatépetl, el 12 de noviembre de 1648 o de 1651, según distintas fuentes. Fue hija de Isabel Ramírez y Pedro Manuel de Asbaje. Sus padres no estaban casados, por lo que fue registrada como hija natural, pues su padre no la reconoció ni se hizo cargo de ella. La ausencia de la figura paterna y tener una madre que no le brindó mucha atención, la marcó de por vida. Creció en la casa de su abuelo materno en las haciendas de Nepantla y Panoaya. Juana fue una niña solitaria, que jugaba y se entretenía sola, que tenía curiosidad por conocer todo, por saber cómo funcionaba el mundo y qué ocurría dentro de su mente. Así, aprendió muy pronto a conocerse y valerse por sí misma, a tomar sus decisiones y realizar sus deseos.
Sabemos muy poco de sus primeros años. No obstante, nos dejó pasajes donde contó su infancia. En la famosa Respuesta a Sor Filotea,
que escribió en 1691 y que es la mejor autodefensa que hizo, ya madura,
de su vida y de su vocación por el saber y el escribir, Sor Juana
rememoró: No había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando
mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en
una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la
travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el
deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije
que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era
creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y
ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la
experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo
supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por
entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me
azotarían por haberlo hecho sin orden
.
Más adelante nos cuenta que no comía queso, pues había oído que volvía tontos a quienes lo ingerían. Dice también que cuando tenía seis o siete años se ilusionó con ir a la Universidad de México, recinto al que sólo podían asistir los varones. Ingenuamente le pidió a su madre que le permitiera ir disfrazándose de niño. Ante la negativa materna, la precoz niña no tuvo más remedio que aprender ella misma, sirviéndose de la biblioteca de su abuelo, que se convirtió en su refugio y en la puerta con la que empezó a conocer el mundo y a conocerse ella misma. Su inteligencia le permitió aprender latín muy rápido. Se impuso una estricta disciplina. Se ponía metas de aprendizaje y cuando no las cumplía, como castigo, se cortaba cinco o seis dedos de pelo, pues no le parecía justo que su cabeza estuviese adornada de cabellos cuando estaba ausente de saber.
En 1656 murió su abuelo materno, quien había sustituido a la figura del padre ausente; poco después murió su abuela. La niña quedó huérfana emocionalmente. La vida familiar se complicó. Su madre tuvo un nuevo compañero, Diego Ruiz, quien se instaló en la casa materna y con quien procreó otros tres hijos. La niña se quedó más sola, con un padrastro y una madre que no la atendían, lo que acentuó su soledad, de la que escapaba leyendo y pensando, enriqueciendo su mundo interior.
Su familia la instaló con su tía materna en la Ciudad de México. Ahí estuvo varios años de los que casi nada sabemos. Esos parientes tampoco quisieron hacerse cargo de ella. Tenían buenas relaciones políticas y decidieron llevarla a la Corte como ayudante de la joven virreina, Leonor Carreto. La joven de 15 años maravilló a la Corte con su belleza, simpatía e inteligencia. Fue la preferida de la virreina, con quien estableció una profunda amistad. La virreina amaba las letras, por lo que se dio entre ellas una relación en la que se juntaron la afinidad de gustos e intereses, así como la admiración y el cariño recíprocos. Se volvieron amigas inseparables.
* Director general del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México
No hay comentarios.:
Publicar un comentario