10/26/2010

Modelo de negocio

Pedro Miguel

No se equivocaba Jeffrey Max Jones Jones cuando, hace justamente un año, postulaba que el narcotráfico es un negocio modelo (es decir, arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo) e instaba a los hombres de empresa del sector agropecuario a aprender de los barones de la droga, quienes han logrado definir el mercado con el gobierno en contra y sin subsidios. La única falsedad en la que incurrió el entonces subsecretario de Fomento de la Secretaría de Agricultura fue en ese último dato, porque, por medio de los programas gubernamentales Procampo y Aserca, el gobierno federal subsidia (y lo seguirá haciendo, según dijo en marzo de este año el aún subsecretario de Desarrollo Rural, Ignacio Rivera Rodríguez) a esa actividad que, en efecto, resulta paradigmática de los buenos negocios en la economía neoliberal: altas tasas de utilidad, expansión constante, innovación, mercado competitivo, desregulación, reducción de costos y recurso intensivo al outsourcing. Pero la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud, y el régimen de Felipe Calderón no aguantó tanta transparencia de intenciones: tras ruborizarse por las claridosas palabras de Jones Jones, la administración lo puso de patitas en la calle.

Pero desde mucho antes, y hasta la fecha, la gerencia en turno del régimen oligárquico ha estado trabajando duro para crearles y multiplicarles a los empresarios beneficiados por el neoliberalismo extremo –narcos y otros– oportunidades de negocio: ya sea malbaratando propiedad pública, programando gastos innecesarios e insultantes, permitiendo la explotación inmisericorde de los trabajadores, dejando de cobrar impuestos o incrementando las condiciones de persecución y sordidez necesarias para el florecimiento del tráfico de cosas ilegales, el desgobierno se ha mantenido fiel al precepto de acelerar la concentración de la riqueza en unas cuantas manos, imponer la ley de la jungla en la economía e impulsar la venta de todo lo vendible.

Tras los homicidios de 14 muchachos en Ciudad Juárez, el fin de semana, de los de otros 13, en Tijuana, y de la mayoría de las decenas de muertes violentas ocurridas en el país en estos días, subyace un afán de lucro equiparable al que desembocó en los asesinatos corporativos perpetrados en Pasta de Conchos en febrero de 2006, al que animó la intentona de privatización de la industria petrolera en abril de 2008, al que condujo al robo de los recursos de Luz y Fuerza del Centro en octubre de 2009, al que provocó el saqueo de Mexicana de Aviación o al que se pretendió hacer con la llamada licitación 21, hace unos días: reducir costos, incrementar la competitividad, maximizar las utilidades. Es más barato matar que negociar, más se gana licitando que preservando, menos se gasta en saquear que en restructurar.

No sean cursis: las vidas humanas son un insumo más en el vasto proceso de acumulación. Lo de menos es que sean de mineros, de chavos enfiestados, de adictos, de niños, de señoras que van pasando, de ancianos o de indígenas. Calderón no se cansa de repetir (lo dijo, por ejemplo, en febrero y abril de 2007, en enero de 2008, en agosto de 2010, y lo reitera cada vez que puede) que su pretendido afán contra la delincuencia costará vidas, y lo dice siempre en tiempo futuro, como quien planifica un programa de inversiones. Sería injusto negar que el tsunami de sangre que ha provocado ya rinde frutos: los narcos, los secuestradores, los funcionarios corruptos y los vendedores de armas hacen fortunas como nunca y hay, en consecuencia, carretadas de dinero disponible para que las instituciones financieras hagan la lavandería a gran escala. Y que no se escatime el logro de la derrama de riqueza, pues en estos años se han multiplicado los puestos de trabajo. Para todos hay: desde los delictivos sicarios y descuartizadores hasta los honestos embalsamadores y los músicos que se contratan para acompañar cortejos fúnebres. El neoliberalismo, llevado a sus últimas consecuencias, está operando el milagro de reactivar la economía.

El negocio principal, el que imprime dinamismo al resto de las actividades productivas, es una aportación de los administradores actuales de la oligarquía mexicana (hay que ir pensando en postularlos para el Nobel de Economía del año entrante): la destrucción del país.


Delincuencia y distorsiones mediáticas


Se divulgó ayer un video en el que el abogado Mario González Rodríguez, secuestrado hace unos días, realiza declaraciones que involucran a su hermana, la ex procuradora de Chihuahua, Patricia González, en numerosas actividades delictivas, y que la presentan como instrumento al servicio del cártel de Juárez. De inmediato la videograbación ha generado un revuelo mediático próximo al linchamiento; diversas voces del ámbito político han exigido la inmediata investigación de lo dicho por el plagiado, y no ha faltado algún político prominente que dé por buenos sus señalamientos.

En automático, se ha pasado por alto una circunstancia brutal: que las palabras de González Rodríguez fueron pronunciadas en el curso de un secuestro y que, al pronunciarlas, el declarante se encontraba en un estado de total indefensión ante sus captores (varios de los cuales aparecen en el video apuntándole con fusiles de asalto) y que lo dicho en la grabación carece, por tanto, de toda verosimilitud, así como de cualquier valor probatorio. Más grave aún, el coro súbito de indignaciones contra Patricia González pretende ignorar que semejante confesión, así como su posterior difusión, pudo ser el móvil central de los secuestradores, y su propósito, el de causar un escándalo como el que, efectivamente, se ha producido.

Es vergonzoso que, teniendo a la vista la comisión de un delito evidente –la privación ilegal de la libertad de González Rodríguez–, la opinión pública sea conducida a prestar crédito a una declaración que, evidentemente, fue extraída bajo presión y, acaso, mediante tortura. Al reproducir en forma masiva el video, convertir su contenido en noticia relevante y formular juicios condenatorios con semejante base, no sólo se falta a los principios éticos que debieran modular el ejercicio informativo, sino se presta un servicio a un grupo de secuestradores que, sin duda, publicó la videograbación como parte de una táctica cuidadosamente calculada, y que buscaba crear precisamente el efecto que ha conseguido.

No es la primera vez que, por estas vías, la delincuencia organizada logra colocarse como generadora de opinión y como protagonista mediática, lo que incide en un descrédito institucional aumentado y en una profundización de la incertidumbre y la zozobra ciudadanas.

Algo semejante ocurre con la tendencia de las autoridades y de los medios a concentrar la atención que generan masacres, como las perpetradas el pasado fin de semana en Ciudad Juárez y Tijuana, en la búsqueda de razones circunstanciales como la posible pertenencia de alguna de las víctimas a un grupo delictivo, en el primer caso, o la ejecución de una venganza por un decomiso de droga. El propio titular del Ejecutivo federal puso el ejemplo en febrero pasado, cuando con ocasión del homicidio múltiple perpetrado en Villas de Salvárcar, afirmó que las víctimas eran pandilleros (lo cual, para colmo, era falso), como si ese hecho atenuase la gravedad de lo ocurrido. La atrocidad de asesinar de golpe a una quincena de personas –independientemente de que fueran adictos, estudiantes, policías o delincuentes– se ve eclipsada, e incluso atenuada, por especulaciones y filtraciones acerca de los móviles para tales actos, y se soslaya el contexto general en el que ocurren: la impunidad, la inoperancia de las instituciones encargadas de garantizar los derechos fundamentales y el naufragio de la estrategia de seguridad pública y de combate a la delincuencia.

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