12/24/2011

La seducción de un hombre que lee


María Teresa Priego



“Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara”, Piglia cita a Foucault, quien a su vez cita a Flaubert.

Un hombre lee. Hay escenas más seductoras. No muchas. El placer de atraparlo en flagrante lectura. Lee en la fila para tramitar credenciales del IFE. La folie Baudelaire. Leyó de pie más de dos horas. Pegué la nariz en su libro. Casi se lo pedí prestado. Languidecíamos al borde de un acto ciudadano. Me contuve. ¿Justo ese título con referencia a la locura en un trámite que atraviesa la identidad? Igual ya lo leía cuando perdió su IFE. Casualidad. Yo traía Nunca te prometí un jardín de rosas. Habla de psicosis. Seguro también fue una casualidad. No leí ni una línea. Una no puede leer, chacotear en la fila y espiar al mismo tiempo a un hombre que lee. Son ocupaciones muy concienzudas.

Esa presencia abstraída. Ausente. No he leído ese libro. A ratos el lector se mueve tantito. Casi imperceptiblemente. Leerá acerca de una ciudad de frío. Supongo París. Acá hay un solazo. La cola va para largo. Podría desencorbatarse, retirarse el saco. Desesperarse. Ir tras una bolsa de chicharrones. La realidad no es lo suyo. Está allí, sólo de nosotros y nuestra vulgar ansia de Coca Light y comprobante de domicilio. Habitante de una dimensión que nos excluye. Esa calidad de hombres lectores que caen en trance. Los más seductores. Los poseídos.

En el cementerio de Montparnasse. Miré a un hombre que leía sobre una tumba cubierta de musgo. Su libro. Sus cabellos largos y entrecanos. Vi sus manos. Me pregunté cómo serían sus ojos si me miraba a mí y no al libro. Le pregunté “¿Y usted, qué lee?”. Y por la tumba de Vallejo. Es la más recóndita del cementerio. Respondía a contrapelo. A él le daba la gana seguir leyendo. Una no está acostumbrada a esos desaires. Supe que lo suyo era la literatura y no el duelo. Le pedí que me leyera una página. Un día nos casamos y tuvimos un hijo. Leímos juntos muchísimas páginas.

En una embajada miré a un hombre que leía. Su libro. Apoyado en una pierna. Un zapato desmesurado junto al libro. Su espalda. Era ancha. Tomé el sofá frente a él. Lector-excluyente, de los de a de veras. “¿Y usted, qué lee?”. La biografía de Erasmo de Zweig. Me invitó a un cocktail, para explicarme más. Un día nos casamos y tuvimos dos hijos. Leímos juntos muchísimas páginas.

El psicoanalista Pommier habla de las constantes en las elecciones amorosas. “Hay un leit motif”. Lo que se repite. Cada persona sigue a través de la vida sus significantes esenciales. Disimulada compulsión. Hombre. Libro. Lector. Más allá de las columnas del Non plus Ultra. Imaginario. Viajero. Viaje. “Comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que un sueño”. (Piglia)

Una se convierte en astuta catadora de lectores. Para la universidad era evidente: no confíes demasiado en un hombre que exclama: “Yo leo”. Menos si la siguiente frase era: El lobo estepario. Hay frases de sillones de aeropuerto. En ellas no florecen pasiones de a de veras. Tampoco es cuestión de detener la respiración ingenuamente ante un hombre que lee a un autor ya en la terna del Premio Nobel, justo al día siguiente de que se dieron a conocer los nombres. No sé. Puede resultar sospechoso.

Cuando una siente el imán ante el lector absorto es bueno corroborar que el libro no esté al revés, las páginas no estén en blanco, que no sea una portada de Anagrama, con interior de las últimas facturas de su contabilidad. ¿Sabido es? No todo barbado que fuma pipa es psicoanalista. Ni todo el que se pasea con un inmenso portafolio escribe partituras o es pintor.

Recuerdo a un Marlon Brando del altiplano. Dije: “¿Vamos a Gandhi?”. Sus frases partieron nuestro mundo posible en partículas irreconciliables. “¿Gandhi? ¿A qué?”. Me pareció que su mirada perdía profundidad, sus orejas se hacían largas y picudas. Su dulzura sonó sádica. “¿A qué?” La deserotización que una puede sentir ante un hombre que implacablemente no lee nada sólo es comparable con la que provoca un hombre que arrastra por el mundo la certeza de leer demasiado. Los extremos se tocan. Eso debe de ser.

Un hombre lee. Así nomás. No los que “se cultivan”, como si acariciaran almitas de hortaliza. No los que acumulan pomposamente “saber” como si acariciaran almitas de archivero. Tampoco los que declaman bibliografía entre la entrada y el postre, con énfasis de Finnegan’s Wake en la lengua original durante el plato de resistencia. Sino los otros. Esos cabezones que leen lisa y poéticamente porque no podrían no hacerlo. Porque no leer es un modo de vida que jamás se les ocurriría.

Andarían por el mundo desamparados sin sus libros. Sentirían las manos vacías y el alma pelona sin sus libros. Entran a las librerías como al recinto de todas las promesas. Acumulan libros encima del refrigerador, junto a la bañera, debajo de la cama. Los mejores amigos. Los mejores amantes. No digo que mi afirmación inmediata anterior sea verdad. Digo, que a pesar de que la vida haya intentado probarme que con frecuencia no es verdad, sigo pensando que en ese punto yo tengo la razón y la vida tiene que reconsiderar.

Dos hombres leen en la fila. El Baudelairiano, y un joven con Los detectives salvajes. Es hijo del lector del cementerio de Montparnasse. Cuando pregunté a su futuro padre “¿Y usted qué lee?” ¿Lo imaginé a él? ¿Supe que esos significantes libro-lector nos seguirían pegados a la piel? Seducción. Leit motif e identidad.Escritora

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