3/12/2013

Sus primeros 100 días



Pedro Miguel

A cien días de asumir la Presidencia, Enrique Peña Nieto ofreció resultados a la oligarquía que lo impuso en el poder y al resto de la sociedad le ofreció un repaso de sus promesas de campaña. En lo inmediato, Peña logró uncir a la formalidad política del país –una cáscara rajada y cada vez más precaria– al proyecto de gobierno: un gobierno fuerte instituido sobre la base, según se quiera ver, de acuerdos y consensos o bien de negociaciones para repartir prebendas y cuotas entre tres franquicias electorales, las mayores, que se representan muy bien a sí mismas; consiguió, además, imponer una reforma educativa privatizadora y contraria al sentido constitucional de la enseñanza gratuita; por añadidura, empezó a gestionar la agenda de venganzas políticas de su mentor, Carlos Salinas, mediante el encarcelamiento de Elba Esther Gordillo y el descobijo de Ernesto Zedillo, a quien Calderón dejó en herencia una solicitud de impunidad ante la justicia estadunidense; asimismo, el régimen se apresta a establecer nuevas reglas de arbitraje y mediación entre los consorcios que se reparten el grueso de las telecomunicaciones del país con el propósito de impedir enfrentamientos entre éstos, mas no para democratizar en modo alguno el acceso a los medios ni para desmontar la red mafiosa que vincula a los concesionarios con las facciones principales de la clase política. La apertura, en todo caso, no será hacia la sociedad sino hacia los capitales mediáticos extranjeros.

Fuera de esos logros, que constituyen buenas medidas de afinación y ajuste para que el régimen oligárquico siga funcionando, el resto es una andanada de promesas huecas y gestos demagógicos y ofensivos, como esa cruzada contra el hambre –que es en realidad un perfeccionamiento de los mecanismos electoreros para cambiar comida por votos para candidatos oficialistas–, o como la transformación del 70 y más en una limosna para mayores de 65 años, una imitación reducida, devaluada y atrasada de la pensión universal para adultos mayores que propuso López Obrador en 2006. La medida es esclarecedora por cuanto constituye un ejemplo de lo que Peña y su grupo consideran un piso básico de bienestar social en el que todos los mexicanos tengan cubiertas sus necesidades elementales: 17.50 pesos diarios, es decir, 38 centavos de dólar por encima de la línea trazada a tontas y a locas por el Banco Mundial, hace ya algunas décadas, para definir el umbral de pobreza extrema.

Particularmente patética es la alharaca peñista sobre las medidas contra la delincuencia y la violencia, habida cuenta que esos dos fenómenos se mantienen en los mismos niveles a los que fueron llevados por el calderonato y, lo más triste, que no hay perspectiva alguna de que amainen porque son expresiones de la extremada descomposición del régimen político y de la doctrina económica imperante.

Otro logro de entre los enumerados es que se está trabajando en una Ley Nacional de Responsabilidad Hacendaria y Deuda Pública para prevenir el endeudamiento excesivo de algunas autoridades. Se sospecha que algunas entidades gobernadas por priístas se endeudaron en forma obscena en 2011 y 2012 justamente para sufragar los astronómicos gastos de campaña del orador; la promesa, entonces, es tapar el pozo una vez que se ha ahogado en él la democracia.

Entre la repetición de promesas de campaña que se oyen mal en boca de alguien que se ha mandado a hacer tarjetas de presentación con el título de presidente de la República, Peña tuvo un detallazo para con los jefes del PAN y del PRD: les agradeció que se hayan comprometido con los cambios que necesita el país. El gesto fue como exhibir las cabezas disecadas de los respectivos dirigentes en el salón de trofeos del Palacio de las Cooptaciones. Lo gracioso es que ahora las piezas expuestas dicen con voz lloriqueante que cómo es posible que ahora resurja el poder absoluto y el autoritarismo, o bien que no ha cambiado nada, y que no, que qué barbaridad, que esto no tiene nada que ver con lo que ellos mismos firmaron.
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