2/10/2014

Cura para pederastas

 Lydia Cacho


¿Cómo erradicar la pederastia? Esa debería de ser la pregunta después de los fuertes intercambios epistolares entre el Vaticano y la ONU, aunadas a columnas periodísticas de indignación frente a la bizarra postura del Papa Francisco ante los miles de abusos sexuales cometidos por representantes de la Iglesia.

Hay un error de aproximación frente al fenómeno criminal de abuso sexual de niñas y niños. Resulta doloroso e indignante que una persona adulta, con poder frente a alguien a su cuidado o tutela, sea capaz de imponer sus impulsos libidinales con el uso de la violencia, la amenaza, la coerción o el condicionamiento a los afectos, al cobijo o a la alimentación. De allí que muchos busquen venganza. Una venganza inútil e imposible y una justicia inacabada y por tanto poco útil para la sociedad.

De tanta violencia, dolo e hipocresía, no pueden quedar sólo las cenizas de miles de denuncias catárticas. Porque si algo hemos aprendido, gracias a la valentía de hombres y mujeres que han evidenciado abusos sexuales, es que la petición de perdón es sólo el primer paso. Aunque pueda significar un logro importante para el resarcimiento emocional de la dignidad de las víctimas, es apenas un paso pequeñísimo, y puede ser también una trampa que abone al ocultamiento de un delito que las sociedades han normalizado a lo largo de los siglos: lo inmoral aceptado como inevitable. Propongo que hablemos de resarcimiento del daño, de proteger jurídicamente el Interés Superior de la Infancia, de crear estrategias reales de sanación, de justicia integral, de transformación cultural; esa y no otra, debería de ser nuestra meta cuando llevamos al debate público la pederastia, tanto clerical como civil.

No importa si son directores de cine cuya fama les blinda tras violar a una adolescente, o enamorar a su hija adoptiva para casarse con ella. No importa si es un líder religioso que arropado por los más ricos ha creado una escuela que en público pregona la moral, y a puerta cerrada viola a sus estudiantes bajo el fuero del poder Vaticano. O si es un padre de clase media, empresario y bien esposo, que cada noche se mete a la habitación de su pequeño para repetir el ritual abusivo que en su propia infancia vivió en silencio. O un albañil que considera natural ser el primero en desvirgar a sus hijas púberes antes de que otros se las apropien como si fueran objetos.

Todos los casos de abuso sexual infantil y adolescente denunciados remueven otros miles ocultos bajo el terror, dejando tras de sí un desgate emocional que en general carece de repercusiones positivas más allá del desahogo. Se transforma en un pregón inagotable de impunidad y frustración reiterada.

Sabemos que grupos católicos han invertido grandes sumas de dinero en la construcción de centros de “rehabilitación” para sacerdotes pederastas, como Casa Alberione en Jalisco, la Fundación Rougier en el Estado de México, la Casa Damasco en el Distrito Federal y ahora la Casa Emaús en Coahuila. Lo cierto es que no hay un solo modelo en el mundo que haya demostrado científicamente que en los pedófilos cambien sus comportamientos con terapia; si algo sucede es que logran hacerles sentir culpables y ocultar con mayor fiereza sus pulsiones sexuales.

Tras la reciente petición de disculpas del Vaticano, debería llegar una gran inversión para el resarcimiento del daño, el apoyo económico sostenido a cientos de centros especializados en atención a niñas, niños y jóvenes víctimas de violencia sexual. La inversión en desarrollo de modelos terapéuticos sistémicos efectivos, que intervengan con la familia y la comunidad de las y los afectados. Modelos cuyo impacto directo en el reconocimiento del daño causado sean también útiles en la prevención del delito de abuso sexual. Nadie les creerá su arrepentimiento por ocultar los delitos ni al Papa Francisco ni a los Legionarios de Cristo, mientras no demuestren, con hechos, que están dispuestos a ser parte de una solución de justicia integral.

Cuando hablamos del interés superior de la infancia, nos referimos, además de la enunciación jurídica, al interés superior de la humanidad. Porque desarrollar un proceso de pedagogía social que nos permita crear una cultura de protección, defensa y respeto a la niñez es simple y llanamente asegurar que en el futuro la humanidad sea más compasiva, más ética, más íntegra, más afectiva y democrática. Pero sobre todo una sociedad en que nadie justifique el abuso de una niña o niño para proteger intereses políticos, económicos o religiosos. La dignidad de las víctimas siempre debe estar por encima de la fama pública de los victimarios.
 @lydiacachosi
Periodista

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