2/10/2014

Más pobreza y precariedad laboral


 

En 2013, 1 millón de mexicanos se incorporó a las filas de los pobres y miserables. Cuando termine 2014, otro millón habrá dejado la clase media y se acomodará en la clase baja. Así, al finalizar este año se contarán casi 89 millones de personas en situación de pobreza y pobreza extrema

Primera parte

Rosario Robles, secretaria de Desarrollo Social y quien se dice “contenta” por los resultados de la Cruzada Nacional contra el Hambre durante el primer año del peñismo, tiene ante sí una misión titánica. Cuesta arriba. Es una especie de recreación posmoderna de la condenación de Sísifo. Plagada de enormes e incontables peñascos que su ingrato jefe, al alimón con Luis Videgaray, se empeña en arrojarle en su empinado camino. La tarea de la secretaria –mejor conocida por sus hazañas, su travestismo político-ideológico, sus relaciones con Carlos Salinas Gortari y Carlos Ahumada– es desgraciada. A contrapelo con las medidas neoliberales que aplica su patrón.
Mientras Robles jala la carreta asistencial hacia delante, su caudillo tira hacia atrás, con más fuerza, hacia el abismo, donde la descomposición del tejido social ya es insoportable, como se percibe en Michoacán o en cualquier otro rincón del país, merced a la abjuración de las funciones rectoras del Estado en el bienestar y el desarrollo, y la pérdida de su monopolio de la violencia, la seguridad y el orden públicos.
La funcionaria se afana escenográficamente en socorrer a algunos mexicanos en pobreza. En aliviar sus cuitas; manipular corporativamente sus desesperanzas y necesidades, y narcotizar sus rencores con las limosnas asistencialistas. Pero las políticas públicas del gobierno federal ensanchan el piélago de pobres y miserables, generosas para quienes ambicionan acrecentar sus fortunas, por medios lícitos e ilícitos, y avaras y falaces contra los que cargan los costos de las desmesuras de la acumulación capitalista global neoliberal.
Tiene sentido que el presidente Enrique Peña apremie la marcha de la Cruzada Nacional contra el Hambre, en especial en la Meseta Purépecha y en Tierra Caliente, asoladas por la traslapada delincuencia pública-privada. Aun cuando el esfuerzo esté, por definición, condenado al fracaso. Serán inútiles los 683 pesos repartidos mensualmente entre 250 mil familias de la Corte de los Milagros –parecida a la recreada por Víctor Hugo, no a la cortesana de Ramón del Valle-Inclán, conocida por sus vicios y excentricidades– para la adquisición de una canasta de 13 productos básicos, varios de ellos alimentos chatarra; las pensiones a los viejos por 550 pesos; los 333 comedores comunitarios, y demás minucias caritativas, para contrarrestar los onerosos saldos sociales arrojados durante el primer año del peñismo, los cuales serán repetidos en el segundo y en los restantes del sexenio.
Porque es probable que al menos 1 millón de personas más hayan sido arrojadas a las fauces de la pobreza y la miseria en 2013, sumándose a los 86.9 millones de 2012 (53.3 millones de pobres moderados y extremos, según la taxonomía del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, más 33.5 millones de “vulnerables por carencias sociales”). En 2010 habían sido 85 millones. En 2014, como veremos más adelante, se agregará otro millón de personas a esa ominosa estadística. No hay escapatoria.

Para las pretensiones primermundistas de la oligarquía y de la elite política de la derecha clerical y neoliberal priísta-panista, México arrastra los peores estigmas que lo ubican entre las naciones más atrasadas del planeta y entre las que son víctimas de las plagas más aviesas del capitalismo, como es el caso de la corrupción sistémica. En materia social, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) registra al país con los resultados más execrables en 2012. Mientras que naciones como Argentina, Bolivia, Ecuador o Venezuela, cuyos gobiernos democráticos desertaron de la internacional neoliberal, mostraron una reducción sensible en sus niveles de pobreza e indigencia en 2012, o si se prefiere desde 2005, como se observa en el Cuadro 1, México presentó un aumento “de pequeña magnitud”, dice diplomáticamente la Cepal en su trabajo Panorama social de América Latina 2013, equivalente a “alrededor de 1 millón de personas”, el cual supera al deterioro contabilizado por la modesta República Dominicana. En el resto de los países de la región se mantuvo sin cambios o disminuyó apreciablemente.

En la presentación del informe anual citado, la señora Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal, señaló que prácticamente la mitad de los niños y adolescentes del país viven en situación de pobreza, ya que sus familias no perciben el ingreso necesario para cubrir el nivel mínimo de bienestar. Bárcena estima que entre 2010 y 2012, la población que se ubica por debajo de la línea de bienestar y con carencias sociales pasó de 59.6 millones a 60.6 millones de personas.
La diferencia en las estimaciones de la pobreza y la miseria es metodológica. Se explica por las definiciones teóricas y las variables utilizadas para definirlas. Ellas determinan las desigualdades en los enfoques analíticos y los resultados alcanzados, condicionados, además, por los intereses ideológico-políticos de los evaluadores. Unos pretenden explicar esos fenómenos desprejuiciadamente. Otros, para tratar de esconder las causas económicas y políticas que provocan la desigual distribución del ingreso y la riqueza nacionales. Sin embargo, todas coinciden en un aspecto: dependen fundamentalmente del salario percibido por un trabajo, y ambas se han hundido a escala mundial con el ciclo neoliberal. El resto de los ingresos sólo compensan al salario.
Recientemente, en una conferencia dada en el semillero de los Chicago boys del país que han asaltado al Estado y lo han convertido en un laboratorio del neoliberalismo y en una tierra de pillaje familiar y para los oligarcas de las corporaciones locales y trasnacionales, el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), el alma mater de Pedro Aspe, Agustín Carstens y Luis Videgaray, entre otros, el llamado “Ángel de la dependencia”, José Ángel Gurría, secretario general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), puso el dedo en la llaga en otro estigma mexicano: la brutal desigualdad en la distribución del ingreso, una de las más obscenas a escala mundial.
Según Gurría, el ingreso medio de la décima parte de familias mexicanas más pobres cabe 25 o 26 veces en el que percibe el 10 por ciento de las familias más acaudaladas del país. Si se compara las más opulentas de las que integran la OCDE, cabe nueve veces, lo que manifiesta el alto grado de concentración del ingreso y la riqueza que priva en México. En Estados Unidos, el ingreso de la décima parte de familias más pobres cabe 14 veces en el de los más ricos. En Brasil esta proporción es de 50 veces y en Sudáfrica de 100 veces, lo que deja mal parado a Nelson Mandela (Roberto González Amador, La Jornada, 10 de enero de 2014). México y Brasil presentan la peor desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina.
Gurría dijo que dicha concentración internacional y en México se aceleró a raíz de la crisis sistémica iniciada en 2008. Lo que dolosamente omitió decir es que lo anterior fue estimulado por las políticas anticrisis instrumentadas por los gobiernos nacionales, incluyendo a México, y diseñadas por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los dirigentes de la Unión Europea. Normalmente, en las épocas de crisis, en la que destruye y se reduce la riqueza de las naciones, siempre renace la disputa por su redistribución entre las clases sociales. Los gobiernos neoliberales y los organismos internacionales que velan por esa forma de acumulación de capital han forzado la redistribución de abajo hacia arriba, a través de la reducción de los salarios nominales y reales, el desmantelamiento de las prestaciones sociales y el Estado de Bienestar, las políticas fiscales regresivas, la reorientación de los subsidios de las mayorías a las minorías, las privatizaciones y la inflación, entre otros instrumentos. El objetivo ha sido restablecer las bases de la acumulación privada de capital y la tasa de ganancia, a costa de la pobreza y la miseria de la mayoría de la población mundial.
En ese sentido, la concentración en México, la riqueza y la miseria no son la expresión del fracaso del neoliberalismo como suponen diversos analistas. Por el contrario, es la evidencia de su éxito. Además, ese proceso forma parte de la naturaleza del sistema, al margen de que sea justo o injusto. Sólo se atenúa o se agudiza por épocas. Esto depende de la relación de fuerzas entre el trabajo asalariado, el capital y las elites que controlan el Estado.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía estimó que en 2012 existían 31.6 millones de hogares, así que el 10 por ciento de los más ricos y más pobres equivalen a 3.2 millones. En sentido estricto, empero, los primeros, la oligarquía, son unas cuantas decenas de familias. Entre ellas destacan las 35 exaltadas por la revista Forbes.
Sin embargo, a la burguesía y la elite política neoliberal no les quitan el sueño los estigmas, porque sobre los lomos de los pobres y miserables descansan las fortunas de las 35 oligarcas familias: las de Slim, Alberto Baillères, Germán Larrea, Ricardo Salinas, Eva Gonda Rivera, María Asunción Aramburuzabala, Del Valle, Servitje, Jerónimo Arango y Emilio Azcárraga Jean, entre otros.
La historia social de 2013 no fue diferente a la conocida entre 1983 y 2012. Las razones que explican el mayor deterioro en las condiciones de vida de las mayorías en el primer año peñista y en periodo de referencia son las mismas: una pérdida en el poder de compra de los salarios reales; el menor número de empleos formales creados con relación a los requeridos, en su mayor parte caracterizados por los bajos ingresos pagados; el aumento del desempleo abierto, que afectó principalmente a los jóvenes cuyo futuro ha sido mutilado (personas de 14 a 24 años de edad) y a los individuos con un mayor grado de calificación (educación media superior y superior), lo que evidencia que la instrucción ha dejado de ser un elemento en la movilidad social, evidentemente para los que asisten a las instituciones públicas, y del número llamado trabajadores “desalentados” (aquellos que están disponibles pero que desistieron de buscar empleo y los que ya ni siquiera lo buscan por considerar que no tienen posibilidades de encontrarlo) y de quienes se ven obligados a sobrevivir en la informalidad; la reducción de la ocupación asalariada legal, subordinada y remunerada, y el alza de los empleos por cuenta propia, toda vez que el mercado laboral los excluyó o les ofrece condiciones de trabajo degradadas.

Las causas también son iguales: la contención gubernamental y empresarial de los salarios que impide deliberadamente la recuperación de su poder de compra real; la recesión económica, producto de la contracción de la demanda externa (las exportaciones, el motor de una economía orientada hacia fuera, dependiente de la dinámica del mercado internacional, en particular el estadunidense) e interna (consumo e inversión privada reprimidos forzosamente, por medio de los bajos salarios y el alto costo del crédito bancario, medidas necesarias para reducir la inflación y reorientar la producción hacia el exterior); el ejercicio tardío del gasto público; y la contrarreforma laboral que ha agravado la inestabilidad en el empleo.
El incremento previsto de pobres en 2014 se explica por razones similares a las citadas previamente: la permanencia de la misma política salarial y el mediocre crecimiento interno y externo estimados, complementadas con los efectos inflacionarios y depresivos en los ingresos de la población de la miscelánea fiscal recientemente aprobada y el posible despido de miles de trabajadores electricistas y petroleros debido a la reprivatización y transnacionalización del sector energético.

La pobreza por decreto

La pobreza y la miseria no son una “deuda social”, susceptible de saldarse en el tiempo, como quieren verla algunos políticos y analistas, con el objeto de tratar de ocultar la realidad. Esa apreciación es una descarada y estulta mentira.
Además de ser un resultado lógico del funcionamiento del capitalismo, la pobreza y la miseria han sido impuestas por decreto. Son una conditio sine qua non para la acumulación de capital neoliberal y la consecuencia de ese proyecto de nación por naturaleza excluyente.
Una estrategia de desarrollo que descansa en el mercado interno requiere y estimula la expansión de la demanda efectiva. Es decir, del consumo local, por medio del gasto público, el aumento del poder de compra de los salarios, la ampliación del empleo formal y la inversión pública y privada, esta última asociada a la reducción del costo del crédito, y en menor medida por las exportaciones. El ritmo de esas variables determina la tasa de crecimiento de una economía. Revísese, por ejemplo, el caso argentino de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
En una economía orientada hacia fuera, integrada y subordinada al mercado mundial globalizado, la dinámica productiva depende de la demanda externa más que de la local. La movilidad de los capitales estimulada por la desregulación de las economías nacionales posibilita la inversión trasnacional o multinacional que aprovecha las “ventajas comparativas” de los bajos salarios, el desmantelamiento de las leyes laborales, la abundancia de recursos naturales, las relajadas normas ambientales o los subsidios fiscales otorgados por quienes se pelean por atraer a los depredadores. Esos elementos permiten reducir los costos de producción, aumentar la productividad y competitividad, y evadir las presiones de los trabajadores y doblegarlos con el fantasma del cierre de empresas, el del desempleo y la pobreza.
La productividad y competitividad de la producción descansan en el desarrollo tecnológico, el cual modifica la composición orgánica del capital, es decir, la relación entre la masa de capital invertida en medios de producción (que aumenta) y la invertida en fuerza de trabajo (que se reduce), lo que con el tiempo implica una menor capacidad de absorción de mano de obra y una tendencia decreciente de la tasa de ganancia, así como la desvalorización del trabajo.

Como un país cada vez más atrasado, la incorporación de México en la internacional neoliberal ha descansado esencialmente en la desvalorización del trabajo asalariado. En el deterioro deliberado de los factores que determinan el nivel de vida de los trabajadores: los salarios y las prestaciones sociales; la estabilidad laboral y el gasto público social no asistencialista.
La fijación anual de los salarios no está determinada por la libre negociación entre las empresas y los sindicatos, mediada por un Estado que garantice un ingreso mínimo digno a los trabajadores. Los aumentos son impuestos por el gobierno y los empresarios, en complicidad con los dirigentes sindicales controlados corporativamente por el Estado, que actúan en contra de los intereses de los trabajadores. Estos últimos han respaldado el desmantelamiento de los derechos constitucionales de los asalariados a través de la reforma neoliberal.
La política salarial no busca la mejoría del poder adquisitivo real de la principal fuente de ingreso de los trabajadores. Por el contrario, ha sacrificado a los salarios en nombre de la inflación y la competitividad de la producción. La ortodoxia monetarista subordina su aumento a la estabilidad de los precios. Busca reprimir el consumo para reducir el nivel de la inflación. Por ello, el alza salarial es igual o similar a la inflación esperada y no la alcanzada. Mucho menos se propone elevar los salarios por encima de la meta de precios, con el objeto de que recupere su poder de compra perdido desde 1977. El desfasamiento entre la inflación programada y la alcanzada no ha conducido a un ajuste adicional en los salarios, al menos para evitar su deterioro. Por otro lado, el ajuste estructural, la competitividad y la productividad económica, así como la atracción de la inversión extranjera directa, también se apoya en los bajos salarios mexicanos, uno de los peores del mundo. La escasa creación de empleos formales, el alto número de trabajadores excluidos del mercado laboral y el temor al desempleo de los ocupados, han garantizado los bajos aumentos en los salarios nominales, por debajo de la inflación y, por añadidura, la reducción de los costos de producción y en las presiones sobre el nivel general de precios.
Entre 1976, cuando se inicia la aplicación de las políticas fondomonetaristas de estabilización, y 2012, el poder de compra de los salarios mínimos se desplomó en 76.6 por ciento, si se mide por el Índice de Precios al Consumidor, o de 75.8 por ciento si se deflacta por las cotizaciones de la canasta básica. En el ciclo neoliberal (1983-2012) la pérdida en ambos casos es de 71.9 por ciento y 76.8 por ciento. Con el primer año de Peña Nieto la brecha se amplió otro poco, a niveles cercanos al 77 por ciento desde 1976, por lo que el poder adquisitivo de los salarios mínimos es similar al conocido a finales de la década de 1940 y principios de 1950.
Si Enrique Peña tuviera la voluntad por mejorar el bienestar de las mayorías, impulsaría alzas salariales por arriba de la inflación, hecho que contribuiría, además, para impulsar el crecimiento económico y la creación de empleos formales. Pero ello implicaría afectar las ganancias empresariales y un mayor nivel de inflación. Ello es posible. Todo depende cuál sea la prioridad, los compromisos y los intereses del gobierno. En Argentina apostó al bienestar de la población y los salarios reales se duplicaron entre 1983 y 2013. En México Enrique Peña se aferró al neoliberalismo.

El salario mínimo para 2014 fue fijado en 63.58 pesos diarios en promedio. Mensualmente será de 1 mil 907 pesos con 40 centavos. De acuerdo con el Observatorio de Salario Justo, de la Universidad Iberoamericana Puebla y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), el salario mínimo que recuperaría el poder de compra de 1976 sería de 6 mil 984 pesos mensuales, 233 pesos diarios. Si se aspira a que un trabajador pueda satisfacer sus necesidades básicas, de alimentación, material, social, cultural y educativa, entonces debería de ser de al menos de 280 pesos diarios, 8 mil 412 pesos mensuales, monto que, empero, resulta insuficiente.
Por su parte, los salarios contractuales, que habían perdido el 50.1 por ciento de su poder de compra real entre 1975 y 2012, lo ampliaron a 50.5 por ciento en el primer año peñista (ver gráfica 2).

Para 2014 se espera un mayor deterioro salarial debido a los aumentos en los impuestos directos e indirectos, el alza de las tarifas de los bienes y servicios públicos, el traslado de los gravámenes de las empresas a los consumidores finales por medio de la inflación. De hecho, el aumento de precios se tragó el alza salarial, incluso antes de iniciarse el año en curso.
En una perspectiva más amplia, la información proporcionada por la Cepal muestra que los salarios medios reales pagados en México son los peores de América Latina. Apenas superan a los vigentes en países como Guatemala o El Salvador (ver gráfica 3).

La comparación del salario mínimo real por hora pagado por los países miembros de la OCDE en 2012 deja igualmente a nuestro país en la peor posición. El más alto corresponde a Australia con 16 dólares reales estadunidenses (al tipo de cambio y los precios reales de 2012). En Canadá es de 9.8 dólares, en Estados Unidos de 7.1 dólares. El antepenúltimo y penúltimo lugar corresponden a Hungría y Chile con 2.3 dólares y 2.2 dólares. En el último lugar se ubica México con 56 centavos de dólar (ver cuadro 2).

La misma historia se repite con los salarios medios reales de la economía. De acuerdo con la OCDE, el más alto se pagó en Suiza: 90 mil dólares estadunidenses anuales en 2012. En Canadá fue de 58 mil dólares. En Estados Unidos de 55 mil dólares. El penúltimo lugar lo ocupó Polonia con 13 mil dólares. El último fue México, con 9 mil dólares (ver gráfica 4).
En la siguiente entrega veremos qué tipos de empleos se crearon durante el primer año peñista y lo que se espera en 2014.
*Economista
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