Abel Barrera Hernández*
Las imágenes de los
despliegues de fuerzas antimotines estatal y federal, así como de
fuerzas armadas en el estado de Guerrero dan cuenta de la magnitud en la
regresión a las prácticas más autoritarias de una democracia de
casillas que se quiere imponer con violencia por encima de conflictos
sociales no resueltos.
En el marco de la jornada electoral de este domingo, los gobiernos
estatal y federal buscan a toda costa restringir y reprimir las
distintas expresiones de descontento social ante un sistema político
sumamente cuestionado por los altos niveles de colusión con el crimen
organizado e impunidad frente a violaciones graves de derechos humanos.
El escenario que se vislumbra no es el de la consolidación de un
régimen garantista del pleno ejercicio del derecho al voto, sino el de
uno que impone la restricción de garantías de un sector amplio de la
sociedad civil, que se ha organizado en un movimiento que ha cuestionado
el sistema de partidos amafiados con grupos criminales y ha llamado a
la sociedad guerrerense a no salir a votar.
Los riesgos de esta violencia que se vislumbran a dos días de la
jornada electoral no se encuentran en los grupos del movimiento social
que han dejado claro su posición frente a las propuestas partidistas que
no ofrecen ninguna condición para arribar a un cambio y a mejores
condiciones ante la violencia generalizada y que no garantizan que sus
candidatos estén desvinculados de los grupos de la delincuencia
organizada. Para la sociedad, los riesgos inmediatos están en los grupos
vinculados a los partidos políticos coludidos con bandas criminales y
que acechan a la población; estos grupos han generado una mayor
polarización, reflejada en hechos como los sucedidos en Tlapa durante la
semana y que alcanzaron su momento cúspide ayer, cuando la policía
estatal reprimió a integrantes del Movimiento Popular Guerrerense (MPG) y
de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación del Estado
de Guerrero (Ceteg) en una acción de protesta contra las elecciones.
Durante los hechos, la fuerza de seguridad estatal permitió y respaldó
la acción violenta de un grupo de personas armadas vinculadas con
distintos partidos políticos, que agredieron a los manifestantes, lo que
tuvo como resultado al menos dos decenas de heridos, dos de gravedad.
Estos hechos de violencia se han vuelto reiterativos en los lugares de
mayor confrontación política, dando pauta para que los grupos del viejo
régimen vuelvan por sus fueros en estos momentos donde amplios sectores
de la población demandan cambios estructurales.
En ese mismo escenario, es particularmente preocupante la situación
de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, donde los
estudiantes y padres de familia de los jóvenes desaparecidos
forzadamente en Iguala son víctimas del acoso y hostigamiento de las
fuerzas de seguridad, las cuales mantienen sitiada a la institución con
retenes de policía estatal y federal, así como de las fuerzas armadas,
en las tres vías que conectan a la ciudad de Tixtla. No sólo impiden el
paso libre a los estudiantes y familiares, sino a la prensa y otros
grupos de la sociedad civil que buscan documentar y observar la
situación actual de la normal y la cabecera de ese municipio.
Sin embargo, el riesgo mayor –a mediano plazo– es la consolidación de un narcogobierno en
los distintos municipios del estado, como el de Abarca en Iguala, ese
que las madres y padres de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa
han venido denunciando desde que tres de sus hijos fueron ejecutados y
43 más desaparecidos por elementos de la policía municipal coludidos
con el crimen organizado, bajo la complicidad de autoridades estatales y
federales que tenían registro de lo que pasaba en la región. Este
riesgo es cada vez más tangible para la sociedad guerrerense debido a
que las autoridades se niegan a investigar las relaciones entre esos
grupos criminales con las más altas esferas del gobierno estatal y
federal, así como con las distintas fuerzas de seguridad, incluido el
Ejército.
Son estos grupos políticos intocables los mismos que, por medio de
sus partidos políticos, se negaron a pronunciarse sobre estrategias
reales que tengan como objetivo combatir las causas estructurales de la
colusión y la violencia generalizada que afecta a la población.
Por eso, el proceso electoral que se desarrolla hoy se lleva a cabo
en medio de cuestionamientos y un contexto social polarizado, que
deviene de meses de falta de diálogo. La violencia que se suscitó en la
ciudad de Tlapa es un mal augurio, porque ante la falta de legitimidad
de los partidos políticos de cara a una sociedad indignada y crítica han
optado por alentar la formación de grupos de choque para enfrentar al
movimiento que se ha pronunciado públicamente contra el proceso
electoral. Lo más grave y sumamente peligroso es que estos grupos
cuenten con el respaldo de las fuerzas de seguridad que están
consintiendo que la violencia se desborde y que enturbien aún más el
ambiente de crispación social que ya existe. De igual forma, el
despliegue aparatoso de las fuerzas federales y del Ejército son una
real amenaza para que la violencia se enseñoree nuevamente en nuestro
estado.
En ese marco, hacemos un llamado a las autoridades para que la
tentación de la regresión autoritaria, que privilegia el uso de la
fuerza para contener el descontento social, no nos coloque en el
despeñadero de la represión.
*Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Guerrero
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