La Jornada
La conflictividad
registrada en los últimos años en México entre diversos grupos de la
sociedad y el Estado u otros actores a quienes éste les genera
afectaciones en sus vidas, parece incrementarse, y difícilmente vemos
que las instancias oficiales logren disminuirla y evitar las violaciones
a derechos humanos que acarrea. Por el contrario, es alarmante que sea
tan generalizada y constante la información que circula en medios, redes
sociales y plataformas de comunicación sobre casos en los que se
registran agresiones a personas y grupos por agentes de seguridad del
ámbito civil y militar. Hemos visto, por ejemplo, los recurrentes actos
de represión y violencia contra las maestras y maestros de la
Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), un caso en
que la mano dura del autoritarismo de este siglo XXI se hace muy
evidente.
En él se ha evidenciado que a la par del uso de la fuerza en contra
de los integrantes de la CNTE se activan mecanismos mediáticos de
criminalización contra los docentes, dirigidos al consumo del grueso de
la población, que en ocasiones lamentablemente desaprueba en
consecuencia todas las manifestaciones de la Coordinadora, lo que se
debería revertir. Pero luego de dirigir gran parte de la opinión pública
en sentido negativo contra los maestros, sigue sin reparo alguno el uso
de la fuerza pública, y nos damos cuenta de que antes de proteger la
integridad y derechos de quienes se manifiestan, se utiliza, por
ejemplo, para expulsarlos de la Ciudad de México, reprimirlos y
hostigarlos en su derecho a protestar, disentir y hacer exigibles sus
derechos, así como a transitar por el país de manera libre y segura. El
caso de las y los profesores se inscribe en un contexto de evidente
retroceso en el respeto y garantía de derechos relacionados con el uso
del espacio público con fines de manifestaciones políticas. Con base en
la documentación y monitoreo de la situación de la protesta en
México, tan sólo en la última decena de meses hemos registrado por lo
menos un acto de hostigamiento, agresión y violencia por semana. Es
decir, en diversos lugares del país conocemos de un conflicto cada
semana que no se resuelve por las vías institucionales, al que los
gobiernos no dan respuesta oportuna, en los que no hay diálogo, y en los
que, frente a la exigencia de derechos en las calles, la respuesta del
Estado es la violencia contra quienes son precisamente titulares de esos
derechos que se reclaman.
Qué paradoja que el Estado desvíe su poder, y que en lugar de
garantizar derechos, los violente sistemáticamente para mantener sus
privilegios y estatus. Sólo con repasar cotidianamente los diversos
medios de comunicación o revisar las acciones de denuncia que hacen
organizaciones defensoras de derechos humanos –por ejemplo, el Frente
por la Libertad de Expresión y la Protesta Social– es evidente que
existen hoy algunos estados de la República donde se registran en mayor
medida este tipo de violaciones a derechos humanos. Encabezan desde
luego la lista: Veracruz, Oaxaca, estado de México, Guerrero y Chiapas,
aunque en la revisión detallada se coloca en primer lugar a la Ciudad de
México. Es importante este dato, en tanto que esta ciudad es sede de
los poderes de la Unión y alberga gran parte de la actividad política
del país; es por lo tanto un centro político de toma de decisiones y
debate. Las autoridades federales y de la ciudad no deben obviar estas
consideraciones, ya que para la vigencia de derechos es necesario que la
ciudad sea concebida como lugar propicio de gran importancia para
procesos de exigibilidad de derechos. La expulsión de las y los
profesores de la Plaza de Santo Domingo, el pasado 21 de mayo por la
madrugada, cuando los obligaron a subir a autobuses de forma ilegal y
arbitraria, representó un agravio casi sin precedente. No se recuerda
este tipo de actos violatorios de derechos humanos, por lo menos desde
la década de los 70, en plena guerra sucia. Preguntémonos,
pues, si estamos en retroceso o no en estos tiempos. En este sentido,
resulta también significativo que en diversos casos son exigencias de
derechos que se relacionan, por ejemplo, con el agua y la vivienda, o
con derechos laborales lo que está en el centro de las disputas.
Sobresalen también los conflictos vinculados a la tierra y los
territorios, en los que el despojo es el fondo del asunto. Es indudable,
igualmente, que la actuación de las fuerzas policiacas y militares está
cada vez más coordinada y presente en el campo de la seguridad,
encaminada al control social, y desdibujando las fronteras entre asuntos
de seguridad nacional y pública.
Este uso del Ejército es palpable sobre todo en estados donde
la militarización está presente, por desgracia, en la vida cotidiana de
las personas, como en Guerrero y Oaxaca. En el periodo mencionado se
registra además el uso de gases lacrimógenos y balas de goma en media
decena de casos. Lo que en medio de esta crisis de derechos humanos se
nos devela es una conflictividad, producto del desconocimiento y
exclusión de los titulares de derechos y principales actores en la
realización de la vida de este país; es decir, toda persona, comunidad o
grupo, y la formulación y ejecución de un modelo de país que no se
corresponde con las necesidades reales de la población. En este
contexto, el caso de las y los profesores de la CNTE exige una actitud
dialogante e incluyente por parte del Estado. Sin un diálogo en el que
se escucha y se propone, y sin apertura de las autoridades, la
conflictividad entonces es mayor, las violaciones a derechos son todavía
más preocupantes, y el autoritarismo de nuestros tiempos se asienta sin
impedimento alguno en nuestro país. Contrarrestemos ese panorama
desolador.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario