7/05/2020

Minería: opulencia y miseria

Editorial La Jornada 
Al menos 162 mineros murieron sepultados por un torrente de barro a causa de las fuertes lluvias en el norte de Myanmar. El número total de fallecidos se desconoce, pues en la inundación de la mina de jade a cielo abierto en la que trabajaban sólo fue posible rescatar los cuerpos que salieron a flote. El accidente cobró notoriedad internacional por la gran cantidad de víctimas, pero dista de ser un evento excepcional en la minería del jade en la zona de Hpakant: apenas el año pasado, 50 personas murieron en un alud de tierra, y durante 2015 más de 100 perdieron la vida en incidentes de este tipo.
El denominador común entre los trabajadores que extraen esta piedra semipreciosa es ser migrantes de comunidades étnicas marginadas, quienes reciben pagas miserables por ejercer su labor en condiciones de semiclandestinidad. La situación de vulnerabilidad delos trabajadores queda ilustrada por el hecho de que se vieron obligados a continuar sus la-bores, pese a las advertencias de las autorida-des locales con respecto a las lluvias. Esta pre-cariedad contrasta con las fabulosas ganancias que se embolsan quienes controlan el negocio de miles de millones de dólares del tráfico de jade.
Como se ha dado cuenta en este espacio, lo dicho sobre la minería en la nación del sudeste asiático se replica en todas las latitudes donde tiene lugar esta actividad extractiva, y de manera notoria en México. En efecto, históricamente la minería se ha caracterizado por ser un negocio en el que los extremos de la miseria, la explotación y el sufrimiento humano producen cantidades desmesuradas de riqueza a las personas o corporaciones que ejercen el usufructo sobre los minerales arrancados del suelo.
Desde las minas de cobre en Chile o en Cananea, Sonora; las de plata y estaño en Bolivia; las de diamantes en la República Democrática del Congo, hasta las de simple carbón en Pasta de Conchos, Coahuila, la desmedida sed de ganancias de las compañías mineras devasta el medio ambiente y, en razón de una negligencia criminal de los más elementales requisitos de seguridad, genera recurrentes tragedias humanas de las que Myanmar es el ejemplo más actual.
Lo anterior no pretende cuestionar la importancia de la minería para el desarrollo de las actividades humanas, pues resulta evidente que la vida contemporánea sería inimaginable sin los insumos provistos por la extracción y transformación de minerales. Pero debe remarcarse la urgencia de que este negocio sea objeto de una estricta regulación tanto a nivel de las prácticas aceptadas por la comunidad internacional como en las respectivas legislaciones nacionales. Una de las tareas primordiales de ese esfuerzo regulatorio debe ser sin duda la abolición efectiva del trabajo infantil, al cual se recurre bajo la racionalidad perversa de que los niños pueden circular con mayor facilidad por los estrechos socavones de los tiros mineros, además de que están dispuestos a realizar trabajos extenuantes por una paga menor que los adultos.
En suma, si la minería es una industria imprescindible, es imperativo encontrar un modelo sustentable, que minimice hasta donde sea posible los impactos sociales y los daños ambientales, al mismo tiempo que garantice la seguridad y una justa retribución a los trabajadores.

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