7/11/2020

Rita Macedo, Mujer en papel



María Teresa Priego

Mujer en papel” es la biografía a dos manos de Rita Macedo, homenaje lleno de amor, tristeza, dolor, enojo, de una hija que adora a su madre 

El 6 de diciembre de 1993 la actriz Rita Macedo se encerró en un carro afuera de su casa y se pegó un primer tiro en la cabeza. No fue mortal. Reunió sus fuerzas y disparó  una segunda vez. Esa mañana se había despedido de su hijo Luis. Había escrito una carta  que intentó extenderle a su hija Cecilia. Se sentía agotada. En muchas ocasiones antes había hablado de esa muerte elegida. No hubo razón para suponer que ese sí sería el día. Cuando Cecilia se fue a trabajar la hizo prometer que esperaría su regreso. En el estudio de televisión donde trabajaba, Cecilia escuchó el sonido de un celular. Vio la expresión de Otto Sirgo cuando se le acercaba. Entendió. Esta vez, su madre no cumplió su promesa de esperarla.
En ese mismo 1993, Rita Macedo escribió una parte de sus memorias, se sentía llena de energía. Quería recordar, aprehender, narrarse. Escribía, dice Cecilia, con una letra difícil de descifrar que su hija traducía y pasaba a la computadora. Un día se detuvo. Llegado el capítulo Rita y Carlos ya no pudo continuar. Cecilia guardó la montañita de hojas en una carpeta. Las recuperó 20 años después. Tuvo ya la fuerza de releer los textos de su madre, fue leyendo las cartas que su padre Carlos Fuentes le escribía con dibujitos. Entre ellos se decían “gnomos”. El padre enviaba esos personajes regordetes y en pijamas que los representaban. Como no pudo publicar las cartas de su padre (pertenecen a quien las envía, no a quien las recibe), decidió continuar el texto de Rita narrando los hechos a partir de las cartas, como le sugirió la viuda de su padre, Silvia Lemus. “Mujer en papel” es la biografía a dos manos de Rita Macedo. Es también, el homenaje lleno de amor, tristeza, dolor, enojo, de una hija que adora a su madre
“Ma, aquí va… Te lo debía… Te lo mereces… Y que pase lo que pase”, escribe Cecilia. Lo que “pasa” en la lectora es un torbellino que arrastra al viaje. Rita se narra con una honestidad conmovedora. Por muchos años se llamó Conchita. El desamor y el egoísmo de su madre, “mamá Julia”. Los internados. La crueldad de sus palabras: “Eres tonta, tonta”. “Quién iba a pensar que Rita iba a ser actriz, cuando era chiquita nadie daba un quinto por ella”. Cuando Julia le dice esta frase a Carlos Fuentes, hacía mucho tiempo que su hija era una gran actriz. La rivalidad de Julia por su hija. Por el talento de Rita, dieron bastante más que “un quinto”, grandes directores de cine de su época. El público que llenó los cines y los teatros para verla. Sus amigas y amigos. Los hombres que la amaron. Sus hijos y sus nietos. Tantísimas personas que nunca la conocimos y que hoy, somos además, sus lectoras.
Las primeras veces que escuché hablar de la vida de Rita Macedo y de Cecilia fue por Chaneca Maldonado. Les tenía un gran cariño. Hablaba con mucha ternura de la inteligencia y el talento de Rita y del de su hija Cecilia. Mientras leía, en varias ocasiones tuve el impulso de llamarla para hacerle preguntas. Pero Chane ya tampoco está. Cecilia publica en el libro una foto que agradecí mucho: nos regresa a Chane joven, junto a sus amigos de esa época, supongo que es en esa casa de Galeana de la que Rita nos habla. A pesar de su desamparo, a pesar de su continua sensación de no ser valiosa y de una mano muy dura para juzgarse a sí misma (no desprovista de un gran sentido del humor), Rita Macedo llegó a donde quiso estar. Le gustaba aprender y aprendió.
No oculta los tumbos de su recorrido, los describe con una cierta ingenuidad. Fue a como fue, y punto. Se casó con el padre de sus dos hijos mayores: Julissa y Luis. No pudo encontrar allí lo que andaba buscando. Soltó amarras por ese anhelo de “algo más” que no le quedaba claro en qué consistía, pero que en algún lugar tenía que existir. Estudió en la escuela de actuación de Saki Sano. Julissa se quedó con su papá. Ella regresó a casa de su madre con Luisito. “Mama Julia” idéntica a ella misma, la corrió de la casa. “Empaqué, le encargué a mi hijo Luis y me mudé a un hotel. Yo iba a mostrarme de cara limpia al mundo. ‘Los hombres’”, me dije, “se expresan y viven con más espontaneidad que las mujeres’ y yo iba a ser igual”. Era muy joven, no tenía dinero, estaba sola. Vivió un periodo siniestro y breve en Hollywood. Una muchacha muy bella abriéndose camino en un mundo en el que los hombres eran amos y una mujer era antes que nada un cuerpo. “¿Igual”, lo que se dice “igual” que un hombre? El abismo de la diferencia construída se le estrelló sin piedad en la cara. 
Regresa a México. Julio Bracho se la encuentra en un pasillo y le dice:“¡Tú eres Rosenda!”. “No, yo soy Conchita”. “Aquí te traigo a la Rosenda ideal”, le dice al gerente de la casa productora. Un contrato para tres películas. Cuando firma el contrato Bracho le indica: “Pon en el  contrato Rita Macedo, así te llamarás desde ahora”. Esta seguridad material le permite recuperar a Luisito. “Yo quería ser una mujer de mundo como Eva Perón, que había pasado de actriz a primera dama”. Tuvo su primer papel estelar en “La casa colorada”, junto a Pedro Armendáriz. Se hizo amiga del fotógrafo Gabriel Figueroa. “Vestido de charro, Pedro era la imagen perfecta del macho mexicano”. Alguna vez escuchó a Julio Bracho decir: “Rita es tan dúctil como una plastilina, pero si se le deja libre a sus propios recursos, está perdida”. Quizá Rita lo creyó. Pero Rita no fue “plastilina” en las manos de nadie. Una fierecita adentro suyo no se lo permitía.
Con su habitual sentido del humor cita lo que escribió un reportero de ella: “Los ojos de Rita Macedo están llenos de las ideas que su conversación no tiene”.  Quién le iba a decir, a ese pasmado, que hablaba de la mujer que un día recorrería las capitales del teatro para elegir obras y comprar sus derechos para traerlas a México. La que deslumbraría a Luis Buñuel, cuya película “Los olvidados” había sido una revelación para ella. La que ganó un Ariel. La misma que después reunía alrededor de su mesa a tantas de las más fascinantes personalidades de su época. “Yo ya no sabía si quería ser respetada, rica o amada. Lo único de lo que estaba segura es de querer ser una buena actriz”.
Rita tuvo amantes sin entender muy bien cómo ni por qué, “después de muchos fracasos, llegué a la conclusión de que la frigidez era lo normal para mí”. Hasta que apareció “el Ministro”. Se enamoró. “Supe por primera vez lo que era un orgasmo”. Comenzó a viajar, descubrió los libros de arte, la música. Rita era como una esponjita. “En desorden y piano piano, empecé a adquirir un barnicito de cultura”. Decidida, estudiosa, trabajadora. Talentosa. Ensayaba incansable sus papeles. La vida que siempre había deseado se le aclaraba poco a poco. A Luisito podía ya  ofrecerle “un jardín y un perro boxer”. Podía intentar que Julissa pasara tiempo en su casa, “ella pensó toda la vida que la había abandonado intencionalmente y para siempre”. Pero, “El Ministro” tenía sus crisis de celos y una familia en otro lado. Esa extraña y naturalizada doble vida en la que “la amante” es el trofeo de un hombre “poderoso,” que termina viviendo como un adolescente que ya no se esconde de su mamá, sino de su esposa.
Rita abrió una boutique de alta costura. Si bien nunca fue un negociazo, le permitió andar siempre elegantísima con los vestidos que ella misma diseñaba. Le encantaba coser. Lo hizo toda su vida. Se casó con un señor Palomino de breve y triste memoria, pero con el que viajó mucho. La “barnizadita” continuaba. El señor Palomino amaba a su perro más que a nadie. “Pablo temía que los comunistas se apoderaran del mundo. Él decía que los aristócratas no nacieron para trabajar y quería que yo, la plebeya lo mantuviera”. Sus elecciones con respecto a los hombres le resultaban con frecuencia un misterio: “Natassia Filippovna tenía un carácter tan imprevisible y autodestructivo como el mío”, escribió.
“Una noche de función, Ernesto se me acercó durante el intermedio para dejarme saber que entre el público estaba mi amiga Maka, la hermana de Pablito, Maruca, y que las acompañaba el ya renombrado autor Octavio Paz y otro amigo de él”. Un hombre aparece y le dice: “¡Felicidades!”. “En ese momento quedé petrificada, fulminada, loca de amor por él”. Así comienza su historia con Carlos Fuentes. Él le entregó el manuscrito de “La región más transparente”, la novela que le dedicó. “¡Por fin encontré al hombre de mis sueños!” Esa historia ante la cual su escritura se detiene en ese año 1993. A partir de ese momento, es Cecilia quien escribe, justo ella, el mejor legado de la historia. 
Las indecisiones de Fuentes. Su escritura. Su gusto por el trabajo de Rita. Sus exigencias y su ternura. Su amor por su hija Cecilia, su apoyo a Julissa. La fama que va llegando y la casa que se llena cada vez más de invitados. Las “históricas” fiestas de los Fuentes Macedo. Las ciudades en las que vivieron juntos. Los continuos paseítos amorosos del escritor. La necesidad de Rita de aceptarlos por miedo a perderlo, a sentirse excluida. Fuentes le cuenta sus aventuras. Ella se convierte en su “cómplice”, escucha nombres, detalles. En algún momento le dice que ahora sí se enamoró de otra, y ya se va, pero el tiempo pasa y no sucede. Jean Seberg visita México, le pregunta a Rita cuántos años tiene de casada”.Fuentes se va tras ella al sureste. Rita se siente en la cuerda floja. Pero,  la “princesa” elegida por Fuentes no fue ella. También eligió su muerte, Jean Seberg.
A pesar de todo lo que tiene que atender, a pesar de sus inseguridades y sus miedos, Rita nunca ceja en lo que es el centro de su vida: ser actriz de cine y de teatro, ser productora. Estudiar. Seguir trabajando. Apoyar la carrera de Julissa. Acercarse a Luis. Proteger a Cecilia. Un día una de las “princesas”, “llegó para quedarse”. Hay mucho de conmovedor y de magnífico en la vida de Rita. A sus primeros abandonos se sumó el abandono de “el amor de su vida” y todo sumado provocó un desastre interior.Pero pocas mujeres han seguido su deseo como ella. Contra viento y marea. Sobre todo, pocas mujeres de su generación. Fueron pioneras de la libertad, caminando a tientas. Avanzando a trompicones en un orden que no estaba dispuesto a concederles sino lugares subalternos. Ella realizó sus deseos. Ella convirtió a la desamparada Conchita que tartamudeaba y se tropezaba con sus propios pies, en la deslumbrante e inolvidable  Rita Macedo.


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