7/11/2020

Niñez enclaustrada: ¿”daño colateral”? I


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CIMACFoto: César Martínez López
En la ultima semana se han reiterado desde el gobierno denostaciones contra las críticas a la política pública (o falta de ella) y a las decisiones que afectan el presente y futuro de nuestra sociedad. Al parecer, el choque de la realidad y los retos que hoy enfrentamos no bastan para fracturar el imaginario oficial y poner en cuestión prioridades previas. Por ello, habrá que insistir en que continuar con la austeridad, por un lado, y con megaproyectos depredadores, por otro, tiene ya y tendrá un costo humano inconmensurable.
Además del empobrecimiento masivo, la pérdida de miles de vidas por COVID-19 y/o negligencia institucional ha causado duro daño emocional en miles de familias. Afecta también a una sociedad que, pese a todo, no puede acostumbrarse a sumar muertes (por violencia, feminicidio o enfermedades prevenibles) sin perder algo de su humanidad. A estos daños, visibles, se añaden, para la mayoría, los efectos inmateriales de la incertidumbre, el miedo y el encierro indefinido.
Para las mujeres, como sabemos, “quedarse en casa” ha significado convivir más tiempo con el agresor, sin contar con las mismas posibilidades de apoyo y denuncia que “antes”. Aunque la Red Nacional de Refugios y otras organizaciones han visibilizado el problema y promovido iniciativas para ayudar a las mujeres violentadas y prevenirla, la violencia feminicida aumenta.
A medida que se prolonga la cuarentena sin alternativas al “quédate en casa”, otras víctimas en potencia, menos visibles, enfrentan un riesgo creciente de maltrato. Niños, niñas y adolescentes han sido ignorados como sujetos de derechos, cuyo bienestar mental y físico no debe sólo garantizarse sino promoverse. Para millones de éstos, no ir a la escuela, no convivir con otros familiares o ni siquiera con su padre o madre (separados) significa estar en aislamiento, sentirse desconectados de su comunidad de referencia, en etapas en que la socialización entre pares es clave para el desarrollo emocional.  
Significa también, para muchos, quedar a la merced de la buena o mala voluntad de quienes los tienen a su cargo y, a su vez, sobrellevan bien, mal, o fatal, la cuarentena.
El maltrato infantil no es un fenómeno nuevo, ni se adscribe a una clase o a un género, ni puede achacarse ahora sólo al efecto de la cuarentena aunque ésta lo agudice. Según estudios internacionales citados por la OMS en una nota reciente (8 de junio), 25 por ciento  de la población adulta mundial refiere haber sufrido maltrato físico en la infancia y una de cada cinco mujeres y uno de cada 13 hombres habrían sufrido abuso sexual infantil.
En México, según la Encuesta de Niños, Niñas y Mujeres (ENIM 2015), citada en un estudio de UNICEF (2019), 63 por ciento de niñas y niños entre 1 y 14 años habían sufrido algún tipo de disciplinamiento violento en el hogar y las mujeres tendían a ser más maltratadas que los hombres.
El maltrato infantil puede incluir negligencia y abandono o formas directas de violencia que van del maltrato psicológico al maltrato físico, que puede provocar lesiones, hasta la muerte. Mientras que el infanticidio no es común, la violencia psicológica es frecuente y profundamente dañina. Cuando se da en el hogar, una de las dificultades para enfrentar estas violencias es su ocultamiento: quemaduras y fracturas se justifican como accidentes; lo que es un mal social dañino se oculta todavía como “problema privado” que  atañe sólo a la familia o, peor, sólo al niño o niña y su madre o padre agresor. También lo acallan la idealización de la madre, la reticencia a hablar de mujeres violentadoras (cuando suelen ser violentadas), y la añeja visión de hijas e hijos como entes subordinados. La intervención social queda fuera.
Así, quienes deberían recibir protección de la sociedad, las instituciones y el Estado han quedado a la deriva.
20/LMP/LGL

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