1/22/2009

México, rehén de “capitalistas estúpidos”









Capitalistas estúpidos
Joseph Stiglitz

La restauración del poder adquisitivo es la clave del enigma
Keynes, Saturday Evening Post, 11 de octubre de 1930

El apoyo del poder adquisitivo es la tarea más importante de cualquier plan si se quiere que funcione, el punto de ataque que tiene más posibilidades. El gobierno debe de poner dinero en las manos a quienes puedan gastarlo y los negocios funcionen y obtengan utilidades. Eso no significa hundir al rico, sino salvarlo. Si eso es inflación, el país necesita inflación

William T. Foster, economista, 1931

El problema consiste en utilizar al gobierno para lograr un aumento del poder adquisitivo. La época del individualismo sin control ha pasado; la economía sólo puede sobrevivir bajo un sistema capitalista modificado, controlado y reglamentado por el gobierno

Marriner Eccles, banquero de Utah, 1933

La elite mexicana es un ejemplo nítido de cómo la desmesurada voracidad de la burguesía por acumulación de capital, el ignominioso fundamentalismo neoliberal del calderonismo y la desvergüenza del Congreso, de los panistas, priistas y los mercenarios perredistas y de otros partidos, posturas llevadas hasta el extremo, se transforman en una estulticia. Recientemente, el Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz denominó como “capitalistas estúpidos” a los “empresarios” que, como sanguijuelas y bajo el amparo del “mercado libre” –“como si algo semejante hubiera existido alguna vez”, agregan Michael Hudson y Jeffrey Sommers, profesores de economía de la Universidad de Missouri (Kansas City) y Raritan Valley College (Nueva Jersey)– y el gobierno, desde Ronald Reagan hasta el baby Bush, el junior, desangraron a la economía estadunidense hasta derrumbarla y colocarla en deflación.
En la peor crisis, sólo comparable con la depresión de la década de 1930, por la parálisis del crédito, la insolvencia de pagos, el desplome de la producción, la quiebra masiva de empresas, el alto desempleo, el costo fiscal que implicará reparar los daños después de la orgía financiera y el tiempo que tardará para recuperarse el imperio. Japón, con un colapso similar, tardó 10 años en salir de ella.

El calificativo de Stiglitz es adecuado para aplicárselo a las elites mexicanas, debido a su desempeño ante la recesión en que se hunde el país.

Ante un escenario mundial actual definido por la recesión inflacionaria (un fenómeno normal y cíclico del capitalismo, de breve duración, ocasionado por la sobreproducción o el mal manejo económico y caracterizado por la caída de la producción, el alza del desempleo y los precios, que puede superarse con la baja de los réditos y el aumento del gasto público), la deflación (la recesión y la caída de los precios por falta de demanda) y la desaceleración, que ya afecta al menos a dos terceras partes de los países, y el fantasma de la depresión (caída fuerte de la producción, inversión, precios y salarios, quiebra masiva de empresas, altísimo desempleo, miseria generalizada, degradación social, pérdida de la confianza, ineficacia del recorte de los réditos hasta 0 por ciento y del abultado gasto público para hacer reaccionar a la economía; la más reciente se inició en 1929 y sólo pudo salirse de ella en la década de 1940 con la Segunda Guerra Mundial), casi todos los gobiernos desempolvan las políticas y los instrumentos keynesianos. Rememoran el new deal, de Franklin D. Roosevelt. Reducen al mínimo los intereses. Gastarán billones de dólares sin desdoro en obras públicas, rescate de empresas, creación de empleos, sin preocuparse por la magnitud del déficit fiscal, la deuda estatal pública o la inflación. Desesperadamente buscan superar la recesión, la deflación y la depresión por medio de la ampliación de la demanda, el consumo, el poder adquisitivo, la inversión, luego del nuevo y brutal fracaso –otro fue la recesión de 1929– de una de las máximas de los fundamentalistas economistas neoclásicos, orgullo de los neoliberales: la “Ley” de Say: la producción crea su propia demanda y equilibra perfectamente al mercado; si nos preocupamos por la producción, el consumo se cuidará a sí mismo.

Dice el profesor Paul A. Samuelson, ésa es la “macroeconomía de la depresión”: “Los miles de millones de dólares de nueva producción y salarios” que con un enorme gasto estatal deficitario aplicó Roosevelt contra la depresión, “para salvar al capitalismo” y que casi logró el pleno empleo. “Gasten así, recordando que en tiempos como éstos la deflación puede convertirse en un enemigo peor que la inflación. Ningún economista sensato lamenta hoy que Roosevelt rompiese las promesas electorales de ‘equilibrar el presupuesto’ que hizo en 1932. Sólo después de que hayamos iniciado la recuperación habrá llegado el momento de que los bancos centrales vuelvan a ‘centrarse en la inflación’. Cuando llegue el feliz día de la recuperación, sospecho que los niveles de precios estarán hasta un 10 por ciento por encima de los de 2007. Es una pena. Pero habrá sido el precio necesario de salvar a la economía real y a las clases medias. Ésa fue la grandeza de Roosevelt” (“Acordaos de la economía real”, El País, 16 de noviembre de 2008). Hasta Dominique Strauss y Olivier Blanchard, director del FMI y su economista jefe, abogan por gastos fiscales para estimular la economía “si queremos impedir que esta recesión se convierta en una gran depresión” (Blanchard).

Los economistas no ortodoxos como Keynes, Kalecki, William T. Foster, Torstein Veblen, Gardiner C. Mans, Rexford G. Tugwell, el banquero Marriner Eccles, entre muchos, proponían esas medidas –que enferman a los fundamentalistas– frente a la depresión de la década de 1930: mantener el flujo adecuado de ingresos monetarios a la población; crear empleos, seguros contra el desempleo, subsidios a la población, no sólo a los productores; impuestos redistributivos del ingreso; obras públicas; castigar la especulación; regular mercados; intervención pública. Crear demanda para estimular la oferta y las utilidades. Es decir, restaurar todo lo que destruyó la contrarrevolución neoconservadora.

Sólo la elite mexicana se mantiene patológicamente fiel al desacreditado fundamentalismo económico. Dicen que en la antigua Grecia los dioses cegaban a los que iban a morir. Pero podría agregarse que antes los vuelven “estúpidos”, para usar la expresión de Stiglitz. Seducidos por el mito del laissez fire imponen “el credo individualista de cada cual para sí mismo y que el Diablo se lleve a los demás, responsable de los apuros en que se encuentra en la civilización occidental”, como dijo en 1931 Charles Austin Beard, historiador.

A los empresarios los ha cegado su voracidad. Felipe Calderón y sus chicago boys cultivan la insensata necedad neoliberal sobre la razón. Los efebos del Congreso convirtieron la virtud en mercancía. Ellos han quitado sus derechos constitucionales a los trabajadores. Como en la antigua Grecia, los han convertido en ilotas (siervos modernos), en esclavos-mercancía o simple ganado, en siervos por deudas. Siguen el consejo de Jenofonte: los tratan como animales domésticos, desprovistos de facultad para deliberar sobre su propio destino. Para ellos sólo existe trabajo, disciplina, castigos y un poco de comida.

El priista Manlio Fabio Beltrones, presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado de la República, que sueña colocarse en la testa la principesca corona en 2012, dice que a finales de enero realizarán un foro para ver qué se puede hacer ante la crisis. Es decir, siete meses después de iniciada la recesión, cuando se han desplomado la producción, las ventas y las exportaciones. Cuando la tasa media de desempleo, en 32 ciudades, se ubicó en 4.9 por ciento, hasta noviembre de 2008, su peor nivel desde 1997 (5.4 por ciento). Su total llegó a 1.9 millones en septiembre, 162 mil más que en diciembre de 2007 y que, quizá, en este enero sean poco más de 300 mil. Que la inflación de 2008 fue superior en 50-57 por ciento al aumento de los salarios mínimos y contractuales, gracias a la devaluación de poco más de 20 por ciento y el aumento de los bienes servicios públicos. Que en 2009 la primera será de al menos 5 por ciento, contra una alza de los segundos de entre 4.6 y 6 por ciento (2.34 pesos diarios más en promedio). Que con los neoliberales calderonistas se han contraído los salarios reales (gráfica 1) y que el poder de compra es similar a la década de 1950. Que el total de subempleados, desempleados e informales sumen 16.7 millones de personas, 1 por 2.6 ocupados (43.6 millones) o por 4.6 de la Población Económicamente Activa (77.4 millones), o 21.6 por ciento y 38.3 por ciento del total en cada caso. Cuando los dos programas económicos para 2009 han sido abortados antes de nacer, debido a la incertidumbre en las variables claves: precios del petróleo, ingresos fiscales, la inflación, la paridad, las cuentas externas. Cuando casi con seguridad se tendrá que recortar el gasto público y el crecimiento se desplomará a niveles entre 0 y 2 por ciento, en el mejor de los casos.

Pero ¿qué prisa pueden tener en el Congreso si han legislado en contra de la sociedad, como cerberos del sistema (se negaron a controlar la usura bancaria, cedieron ante los intereses de las televisoras, reprivatizaron la industria energética, aprobaron una ley contra el crimen que viola la Constitución)? ¿Qué les preocupa si son groseramente remunerados, mientras las mayorías están condenadas a la miseria y son arrojados al desempleo? En diciembre se pagaron obscenas compensaciones. La dieta neta de un senador en 2008 fue de 125 mil pesos mensuales; la de un diputado, de 77.9 mil pesos, sin considerar prestaciones. Para que un trabajador de salario mínimo obtenga esos ingresos que no incluyen otras prestaciones necesita trabajar 6.8 y 4.2 años, en cada caso. Desde los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se reproduce la insultante desigualdad social. La elite política es tan voraz como los empresarios. ¿Qué se puede esperar del “foro”, si desde el Congreso se ha legitimado el proyecto neoliberal, si el energético fue una simulación para legalizar la apertura al capital privado?
Ante la parálisis de los motores económicos, las exportaciones, el crédito y la demanda interna (consumo e inversión pública y privada), la recesión inflacionaria y el desempleo –para usar las palabras del economista William T. Foster (1931)–, “el gobierno sigue comprometido con la economía del pecado original; actúa como si la depresión y la miseria estuvieran predestinadas y fuera imposible evitarlas”. Carece de programa y sólo se preocupa por la inflación con una política de precios paradójica. Por un lado, aumenta las tarifas de los bienes y servicios públicos por encima de la inflación que afecta el consumo privado y la cadena productiva, retira subsidios a la población, que pierde poder de compra y los amplía a los empresarios. A noviembre de 2008, la tasa anualizada de los precios al consumidor (INPC) subió 6.2 por ciento y la canasta básica 7.4 por ciento; la gasolina de alto octanaje, 8.8 por ciento; la electricidad, 9.1 por ciento; el gas, 9.8 por ciento; el agua, 14.8 por ciento, y el impuesto predial, 19.4 por ciento. Es decir, dichos bienes fueron mayores en 41 por ciento, 41.1 por ciento, 58 por ciento, 137 por ciento y 211 por ciento respecto del INPC. A los precios empresariales los dejaron elevarse como se les pegó la gana (cuadro 1). Es el “libre mercado”. En cambio, gobierno, empresarios y líderes sindicales impusieron la “ley del hierro” al alza salarial de 2009. Hasta allí no llega el “libre mercado”. Por otro lado, el banco central mantiene altos los réditos reales –tres o cuatro veces más alto que en Estados Unidos– que afectan los costos financieros de las empresas, impiden bajar la inflación, comprometen la capacidad de pagos de los deudores que todavía no caen en cartera vencida, e impiden la inversión, la producción, el crecimiento y el empleo.

Las políticas calderonistas de astringencia monetaria, fiscal, de precios y salarial están trasladando el ingreso de los trabajadores al gobierno y los empresarios. Son responsables de la redistribución inequitativa del ingreso, la desigualdad, la miseria, el desempleo, la incapacidad de la economía para crecer, el descontento que se asoma entre los pescadores (Steinbeck, Las uvas de la ira) y la inseguridad, signo ominoso de la descomposición social. La delincuencia es brutal, pero es más generosa que el gobierno y los empresarios. El calderonismo y los otros gobiernos neoliberales muestran su descarnada cara frente a la justicia social y justicia penal: son responsables de los crímenes que alienta la pobreza, pero no enfrentan sus causas. Sólo reprimen sus manifestaciones y tratan de aterrorizar a los potenciales transgresores, sus propias víctimas.

Otros gobiernos se vuelven keynesianos. El nuestro es fiel al credo neoliberal. Son los últimos cruzados. Frente a la recesión, la acción calderonista es comparable a la del gobierno estadunidense culpable de la gran depresión de la década de 1930. Calderón se parece a Herbert C. Hoover, que en la primavera de 1929 decía que “la economía del país tiene una base sólida y próspera”, que “a la vuelta de la esquina aguardaba la abolición de la pobreza”. Después vio el inicio del derrumbe como una crisis pasajera y no hizo nada para tratar de atajarlo. Agustín Carstens emula al infame Andrew Mellon, secretario del Tesoro, que decía a Hoover: “Liquida la mano de obra, las acciones, los granjeros, los bienes raíces”. Su única cura consistía en dejar que las fuerzas económicas siguieran su carrera descendente. Guillermo Ortiz emula a Roy A. Young, de la Reserva Federal, que cuando empezaba el colapso elevó los réditos para frenar la expansión monetaria, catalizando el colapso y el inicio de la gran depresión.

Los “estúpidos capitalistas” imponen la ley de la jungla para tratar de salvarse. Tratan de compensar el aumento de los costos de producción y las menores ventas y ganancias trasladando su costo hacia la población, por medio de mayores precios, aunque refuercen la caída de las compras, la producción y su rentabilidad. Imponen un bajo aumento salarial para 2009, pese a que saben que la mayor inflación esperada profundizará la pérdida de su poder adquisitivo como ocurrió en 2008 y que se ampliará con el mayor desempleo y la crisis del crédito. Dicen mentirosamente que los salarios deben aumentar según la “productividad”. Pero como se ve en las gráficas 2 y 3, la productividad manufacturera por persona ha aumentado entre 1994 y 2008, las remuneraciones medias reales y el costo unitario de la mano de obra han bajado. La primera tuvo un aumento acumulado por 27 por ciento, la otra 10 por ciento y el costo cayó 19 por ciento. Gracias al deterioro de los salarios reales y el recorte de las prestaciones sociales.

La avaricia empresarial y calderonista es suicida. La economía necesita consumidores, no ascetas. No hay héroes con estómagos vacíos. La credibilidad y legitimidad de un gobierno y un sistema pasa por el estómago. La pobreza y la miseria alientan la tensión social que se agrava si no hay igualdad democrática; refuerza la lucha de clases; engendra a los disidentes que, cuando se quejen los estómagos asaltarán los templos y despedazarán a sus creadores. Eso es sabido desde la época de Pericles, el creador de la democracia ateniense y el primer keynesiano.

Calderón prometió empleo y bienestar. Pero, como decía Pericles: a un déspota sólo le basta con triunfar. ¿Quién puede confiar y respetar un gobierno que traiciona a sus votantes, que opera al margen de las mayorías y sólo para una minoría?

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