3/10/2010

Estas ruinas que ves.....



Pobreza y salud
Arnoldo Kraus

Los expertos en materia económica explican que la pobreza no es solamente un problema monetario; aseguran que los esquemas sociales deben modificarse para afrontarla. Las dádivas no sirven. Cambiar la sociedad sí sirve. Pocos países han conseguido modificar esa conducta. La mayoría fracasan porque imperan la corrupción, el robo, la impunidad y la deseducación de los políticos. En ese entramado México es adalid: nuestra nación suma la bazofia previa y agrega el determinismo casi genético de la mayoría de nuestros políticos, que dice: el país no importa. Lo que importa es descartar al rival político aunque las ideas sean buenas.

A pesar de lo avanzado del siglo XXI, sigue siendo difícil saber, si es la ralea política que dirige el mundo la culpable de la pobreza o si es la miseria la responsable de atraer a esos insensatos personajes para que sigan aprovechándose de ese mal. Las consecuencias de la pobreza son ilimitadas. La falta de educación, la violencia, la menor oportunidad de acceder al mercado de trabajo y la insalubridad son, entre otras, algunas de las consecuencias más visibles. Esos tropiezos son un cáncer muy agresivo: determinan la imposibilidad de romper el círculo vicioso de la pobreza. Dentro de esos descalabros el binomio miseria y falta de salud representa uno de los grandes fracasos de la humanidad. Quienes sostienen que la salud es un derecho humano tienen razón. Los gobiernos que no cumplen con esa obligación delinquen. Y no sólo delinquen. Condenan a sus gobernados a miserias cada vez más extremas.

Otros expertos, en esta ocasión en materia de salud, han demostrado las consecuencias devastadoras del binomio miseria e insalubridad. No hay renglón en la vida que no sufra las consecuencias negativas de esa asociación. Me limito a dos ejemplos.

Desnutrición. La desnutrición es una de las epidemias humanas más detestables. Aunque hay demasiadas razones para entender el desabasto alimentario, la realidad ofrece otro panorama: en la actualidad se produce suficiente alimento para nutrir a la población mundial. Ni las guerras, ni la desertificación, ni el nuevo fracaso de la humanidad en la reunión de Copenhague, que a la postre es un triunfo de las mezquindades políticas de China, Estados Unidos y buena parte de Europa es razón suficiente para justificar la epidemia de desnutrición que asuela al mundo.

Lo cierto es que las excusas de los países productores de alimentos pesan más que las muertes por inanición. Dos datos: mil millones de seres humanos, la sexta parte de la población, son víctimas de desnutrición, nunca tantas personas habían padecido hambre. De persistir la situación actual, en 2050, 25 millones más de niños sufrirán hambre. Las consecuencias de la desnutrición son devastadoras. El círculo es infernal: las familias postergan el cuidado de la salud, la insalubridad se asocia a enfermedades crónicas muy difíciles de costear, los niños dejan de acudir a la escuela y dejan de jugar, y, en algunas comunidades, los padres procrean más para que los hijos se encarguen de ellos cuando envejezcan. Cuando la pobreza posterga necesidades ingentes como las descritas el futuro es mera entelequia. Bien dice el editor de la revista The Lancet (31/10/2009): “Si la desnutrición fuese una enfermedad como la gripa A/H1N1, y la comida no procesada –que es la mejor que se puede ofrecer a los pobres para que ellos la preparen de acuerdo con sus posibilidades– fuese una medicina, o una vacuna, ambas recibirían mayor atención de la comunidad”.

Crudo y desolador ejemplo del binomio insalubridad y pobreza es lo que sucede en países como Afganistán, donde el número de muertos por desnutrición y miseria es 25 veces mayor que los causados por violencia. Estados Unidos es uno de los responsables principales: ha dedicado más de 99 por ciento de su inversión a gastos militares y sólo uno por ciento a desarrollo agrícola.

Enfermedades crónicas. Las enfermedades crónicas son muy complejas, tanto por el desgaste humano que implican como por el incremento en su frecuencia. Entre otras razones, la mayor longevidad, los malos hábitos higiénicos y dietéticos, la miseria y algunos trabajos son causas del aumento de esas patologías.

En 2009 la Organización Mundial de la Salud informó que cuatro de cada cinco muertes secundarias a enfermedades crónicas ocurrían en países pobres; además, ya que muchos de los afectados son jóvenes, las familias dedican buena parte de sus ingresos para tratarlos, lo que deviene en mayor pobreza. Ejemplo de ese entramado son las enfermedades cerebrovasculares, cuya frecuencia es cuatro veces mayor en Latinoamérica que en Estados Unidos. En los países pobres la gente joven fallece prematuramente porque carece de recursos económicos para costear los tratamientos asociados a esas enfermedades, como son los niveles elevados de colesterol o la hipertensión arterial.

La desnutrición y las enfermedades crónicas tienen solución: disminuir la pobreza. Lo que no tiene solución es la plaga que dirige el mundo: un político es peor que otro.

Peor es factible
Luis Linares Zapata

Varios síntomas de arraigados males afloran con frecuencia inusitada en la vida organizada de México. Apuntan hacia tiempos difíciles y desconcertantes, mucho peores a los que hoy mismo aquejan al cuerpo social. El crimen organizado enciende, cada día, fogatas de violencia incontrolada incinerando comunidades y regiones enteras; la degradación política de amplios segmentos de la elite partidaria y del gobierno, en sus varios niveles, aflora sin medida ni pudor; y el encubrimiento de la pedofilia, practicada por destacadas figuras religiosas, privadas y públicas, abre enormes grietas en el cuerpo social. Los mecanismos para la defensa y depuración de tales males, en cambio, son escasos y débiles. Con inusitada frecuencia caen ante el empuje de oscuras pasiones e ilegítimos intereses que los arrollan y pervierten desde sus meros fundamentos. Los resultados que arrojan, por tanto, no podían ser mejores y la declaratoria de una decadencia bastante esparcida y agravada se impone por derivada necesidad.

El fenómeno perverso incrustado en la persona del cura Marcial Maciel es de tal manera grotesco que alcanza rasgos incomprensibles para los individuos, aún medianamente sanos, que exigen un lugar apacible y moderado en el presente nacional. La conducta desviada y las tropelías del sacerdote conforman una colección de enfermedades de variada tipología, todas dignas de manicomio. Pero sus delitos no habrían podido ser perpetrados en la escala conocida y, menos aún, quedar impunes sin haber recibido la cobertura de la que Maciel gozó a lo largo de su truculenta vida de predicador moral. Un amplísimo conjunto de malformaciones colectivas e individuales lo protegió en sus andanzas. Violar seminaristas por docenas a los que se agregan, ahora se sabe, sus propios hijos. Pervertir cuerpos y conciencias de incontables infantes adicionales es una malhadada hazaña que no puede pasar desapercibida, menos todavía quedar archivada en las trastiendas de la vergüenza ajena sin recibir el castigo correspondiente. Sus excesos, malversaciones, fraudes e imposturas requirieron de una serie de complicidades que van desde la fingida ceguera de los integrantes de su propia congregación hasta el auxilio de incontables obispos o cardenales. Maciel precisó, en sus pendencias, de púdica ceguera por parte de conspicuos funcionarios que no dudaron en archivar cualquier intento de investigación judicial. Acaudalados hombres de empresa actuaron como sus fervientes patrocinadores. Poderosos pontífices romanos, uno de triste memoria a quien se empeñan en canonizar, el otro de cuestionable presencia desde que esparcía hartas condenas como estricto guardián de la fe, extendieron sus bendiciones a Maciel. El posterior arrepentimiento de Ratzinger fue, ciertamente, tardío. Un enorme tinglado de complicidades difícil de imaginar pero cierto, profundo y duro como una columna de cemento armado. Todo ello matizado con fanatismos masivos.

Similar entramado se conjunta alrededor de los traficantes y productores de narcóticos, contrabandistas, extorsionadores, secuestradores y demás runfla de criminales de escala que azuelan a los mexicanos de hoy. Poco de esto puede entenderse sin la cobertura de una capa inmensa de servidores públicos, lavadores de dinero, jueces y traficantes de influencia que les dan protección y facilitan sus correrías. Librarse de tan nefasta maraña de malvivientes, algunos disfrazados de exitosos negociantes, encumbrados políticos, de elegantes funcionarios y hasta gobernantes de fama y posición, exige, para la depuración concomitante, de una respuesta organizada de la sociedad. Individuos, grupos y organismos que puedan sobreponerse al miedo, la desmovilización y el manipuleo de medios de comunicación e instituciones que deberían impartir justicia. No es, ni será, tarea fácil ni exenta de penas y trabajos duros y dilatados superar esta trágica etapa de la vida nacional. Pero se puede triunfar hasta el grado de fraguarse una convivencia eficaz y constructiva que abra los espacios para las oportunidades de crecimiento y el desarrollo de las mayorías. Para empezar tales trabajos habría que empeñarse en solicitar y apoyar, con el voto e informada conciencia, a quienes propugnen por un cambio cualitativo del modelo de gobierno, uno que se esfuerce por dar a las juventudes, hasta ahora ignoradas, un lugar adecuado y les abra horizontes de oportunidades.

Sin embargo, ante tales deseos y esperanzas renovadoras, se levantan ominosos indicios que caminan por rutas contrarias para la sanidad de la política y la República. El convenio signado por encumbrados personajes del PRI y el PAN, respaldados por funcionarios, (uno federal y el otro estatal) un gobernador semioculto y hasta el mismo señor Calderón, es signo inequívoco de la degradación del quehacer público. De forma y maneras similares a las arriba descritas coberturas y trastupijes que arropan al narcotráfico o la pedofilia, tal conciliábulo requiere de un aparato justificatorio que disfrace, diluya responsabilidades y mentiras. Ahora quieren presentarlo, en aras del pragmatismo, como tareas consustanciales con la política de gran nivel. Al convenio, un grosero atentado contra libertades y derechos ciudadanos, rayano en delincuencia organizada, se pretende mandar al olvido y los perdones de las elites que insistirán, con usual cinismo, en mirar hacia el futuro. Pero la indignación debe dar lugar a la más cruda condena y ésta a la exigencia de saldar cuentas con los oficiantes del desaguisado. Los funcionarios y partidistas abajo firmantes de tan inicuo pergamino son simples criminales electorales y así debe considerárseles, ni más ni menos. Sus acuerdos en lo oscurito presagian lo de siempre: tentativas para nulificar el voto y contrariar, por sus propias pistolas y espurias ambiciones, la voluntad del pueblo. Un aspirante a candidato presidencial, autor de la iniciativa del canje de no alianzas por impuestos (Peña Nieto) queda nulificado moral y éticamente para la crítica de su pequeña historia. El otro gobernador, (Ulises Ruiz) inquieto ante su posible persecución en caso de ser derrotado es, quizá, un caso de mayor trascendencia negativa para la dirigente Paredes y el señor Calderón que le oyeron sus plegarias por impunidad. Pretendieron dar salida airosa a un sujeto acusado de haber violado, de manera sistemática, los derechos humanos de sus coterráneos (SCJN) Este sainete es un depurado ejemplo de la decadencia elitista.

Olas expansivas del caso Maciel

Carlos Martínez García

Se han querido poner a buen resguardo, pero el tsunami los alcanzó. Las olas expansivas desatadas por el caso del pederasta y fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, van a continuar haciendo estragos en las cúpulas nacionales e internacionales de la Iglesia católica.

Cuando en 1997 Marcial Maciel fue denunciado públicamente por algunos de los muchos que en su infancia y/o adolescencia habían sufrido abusos sexuales del legionario mayor, los obispos Norberto Rivera, Juan Sandoval Íñiguez y Onésimo Cepeda increparon duramente a reporteros y analistas que solicitaban su punto de vista sobre el asunto. Dijeron entonces que el tópico podía reducirse a intereses aviesos de enemigos de la Iglesia católica, interesados en debilitarla y desacreditarla ante la opinión pública. Creyeron que con su ira desatada iban a tender un manto de silencio suficientemente denso como para que Maciel saliera bien librado.

Los buenos oficios protectores en favor de Marcial Maciel se extendían hasta Roma. Allí Juan Pablo II no permitió que el grueso expediente contrario a la cabeza de la Legión de Cristo pasara de los archivos a la toma de acciones concretas contra uno de los favoritos en el afecto del Papa. En varias ocasiones Juan Pablo II encomió, y puso de ejemplo, a Marcial Maciel y su orden religiosa ante otros sectores de la Iglesia católica, dado que nutrían las filas de la organización con un importante número de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes y contribuían generosamente con recursos financieros a las arcas vaticanas.

Al poder clerical detrás de él, Marcial Maciel le añadía el poder del dinero representado por empresarios que gustosos se sumaron al boicot comercial contra medios interesados en difundir las historias de abusos. Desde aquel 1997 La Jornada se distinguió por hacer frente a las presiones y dio seguimiento al caso. Lo hizo, y lo hace, de tal manera que por lo publicado en sus páginas los interesados pueden conocer el asunto desde sus orígenes, desarrollo y últimas consecuencias en días recientes. Ningún otro medio impreso, radiofónico o televisivo ha sido tan constante en difundir información sobre el caso.

Los denunciantes de 1997, Félix Alarcón Hoyos, José Barba Martín, Saúl Barrales Arellano, Alejandro Espinosa Alcalá, Arturo Jurado Guzmán, Fernando Pérez Olvera, José Antonio Pérez Olvera y Juan José Vaca Rodríguez, prosiguieron en la causa de evidenciar en distintos frentes los terribles daños ocasionados a ellos por Maciel y en noviembre enviaron una extensa carta a Juan Pablo II.

En la misiva refieren las reacciones que en la cúpula clerical católica mexicana, y particularmente entre los legionarios de Cristo, levantaron sus declaraciones señalando a Marcial Maciel como contumaz pederasta. Informan a Karol Wojtyla que se continuaba construyendo “una conspiración de silencio, de vergonzoso encubrimiento y de una nueva e injustísima victimización contra nosotros por parte de personas de la jerarquía católica romana, de funcionarios ya informados del Vaticano y de altos miembros de la Iglesia mexicana. […] Después de que en los días 14, 15, 16 y 17 de abril [de 1997] aparecieron en el diario La Jornada más detalladas revelaciones sobre [nuestro caso], el obispo ‘emérito’ Genaro Alamilla, sin conocernos de nada, sin saber si decíamos la verdad o no y sin escucharnos, nos ofendió ante los medios públicos y descalificó, sin conocimiento alguno de causa, nuestros testimonios, llamándonos mentirosos y resentidos”.

Las siguientes líneas debieran ser bien leídas por Hugo Valdemar, vocero de la Arquidiócesis México, que en días pasados retó a quienes piden explicaciones sobre la actuación histórica en el caso Maciel del cardenal Norberto Rivera Carrera para que demuestren que el alto clérigo protegió de alguna manera a Maciel. En noviembre de 1997, los autores antes mencionados de la carta a Juan Pablo II afirmaron: “El mismo arzobispo de la ciudad de México, monseñor Norberto Rivera, nos difamó públicamente, como consta en la edición de La Jornada del 12 de mayo de 1997. […] Siendo mexicanos casi todos los ex legionarios que hicimos las revelaciones y siendo monseñor Norberto Rivera Carrera el pastor eclesial correspondiente más inmediato a la mayor parte próxima de nosotros, jamás nos convocó para poder conocer de nosotros mismos nuestra versión completa de los hechos manifestados y cuestionarla bajo cualquier procedimiento jurídico: canónico o, si procediera, del derecho positivo correspondiente. No, simplemente, y faltando a una de sus funciones de epískopos o supervisor (pues si el padre Maciel Degollado no depende de él, varios de nosotros, como fieles, sí), prefirió ofendernos ante cámaras y grabadoras y tomar partido incondicional por la parte poderosa, a la que señalamos como victimaria de nuestros cuerpos y de nuestras almas, antaño, y, ahora, de nuestro nombre y prestigio de hombres de bien”.

Su prepotencia impidió ver la turbiedad de las aguas a quienes en 1997 desdeñaron las pruebas contra Maciel. Con el tiempo las pruebas crecieron exponencialmente, y ellos continuaron con la teoría de que todo era un complot contra la Iglesia católica. Hoy el oleaje ya los alcanzó con tal fuerza que les ha despojado de sus ropajes, si no ante las instancias judiciales, sí frente a la opinión pública.

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