12/26/2011

CINE: La piel que habito




Carlos Bonfil

Después de haber sido durante décadas el gran niño terrible –provocador, irreverente, maestro de la parodia y el desenfado humorístico– del cine español de la era posfranquista, Pedro Almodóvar explora en sus cintas más recientes temáticas que juzga serias y trascendentes, a partir de guiones que también considera complejos y significativos, para aterrizar en su creación más reciente, La piel que habito, en una sofisticación muy convencional y en un cliché cultural digno de un manual de autoayuda: el arte es garantía de salud.

En la muy truculenta trama –mezcla de thriller y cine de horror– que propone hoy el cineasta manchego, a partir de Mygale, relato policiaco del francés Thierry Jonquet, aparece Vera (Elena Anaya), un bello personaje transgénero que vive recluido en la clínica del sombrío profesor Robert Ledgarde (Antonio Banderas). Luego de perder a su esposa (en un accidente automovilístico del que sale desfigurada, desgracia que la precipita al suicidio) y a su hija (quien luego de una supuesta violación termina en una clínica siquiátrica para morir poco después), el médico decide vengarse secuestrando al joven Vicente (Jan Cornet), sospechoso del estupro, y sometiéndolo a un cambio de sexo (vaginoplastia y transgénesis completa), para castigarlo por su crimen sexual y utilizarlo como conejillo de indias experimentando sobre él la fortuna de una nueva piel resistente al fuego.

En la retorcida mente del cirujano la joven Vera habrá de remplazar a la esposa perdida y, al mismo tiempo, la emasculación practicada habrá de castigar al responsable de la muerte de su hija. Paulatinamente Ledgarde sucumbirá al encanto de su fantástica creación quirúrgica e intentará ser el amante del pretendido violador reducido ahora a la calidad de una hermosa prisionera inerme.

Esta propuesta narrativa, de sí muy enredada, sufre de digresiones banales que alargan penosamente el relato. La más ociosa tiene que ver con un medio hermano del protagonista, Seca, ratero brasileño buscado por la policía y que en días de carnaval se disimula bajo un disfraz de tigrillo.

Almodóvar juega además con saltos temporales e identidades azarosamente confundidas para envolver al espectador en una telaraña que remite a la figura fetiche del título del relato de Jonquet, Mygale, y también al enorme arácnido que con gran éxito propuso la escultora Louise Bourgeois.

La piel que habito acusa un buen número de referentes cinematográficos, mismos que, por contraste, superan en interés y novedad la empresa almodovariana:

Los ojos sin cara (1960), fascinante cinta de horror de Georges Franju; Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, y El coleccionista (1964), de William Wyler, entre otros. Es poco lo que el realizador español añade a lo propuesto por los directores mencionados, salvo tal vez la meticulosa mirada a mutaciones de género e identidad tan en boga en tiempos recientes y que el cineasta coreano Kim Ki-duk examina con malicia mayor en su película Time (2006).

En su esfuerzo por ingresar a las grandes ligas de un cine de autor serio, poético y trascendente, Almodóvar pierde progresivamente lo que durante años fue su mejor tarjeta de presentación, la irreverencia humorística, el diálogo chispeante y la anarquía lúdica que lo emparentaba con los grandes maestros de la comedia clásica estadunidense.

En lugar de aquella traviesa espontaneidad que hizo escuela creando personajes formidables, arquetipos memorables, y carreras artísticas fulgurantes, lo que revela ahora el cine del veterano manchego es una sofisticación high-tech de grandes marcas y diseños vistosos, de vestuarios Gaultier detenidos en la pasarela del glamur y en las portadas de moda, en la superficialidad sin encanto, cargada de solemnidad y espíritu arribista, en las tramas pretenciosas que con pesadez desdibujan el pretendido homenaje a las películas serie B, y en el oficio y la técnica que aspiran a la perfección y se trivializan en un preciosismo estético.

Lo que parecía un tributo lúdico a los seriales de Feuillade, con Vera como nueva Irma Vep en Los vampiros (1915), o una relaboración camp de Frankestein (James Whale, 1931), o el homenaje a la formidable cinta del ya mencionado Georges Franju, se transforma en un laberíntico juego de espejos que remiten siempre al narcisismo irrefrenable de un viejo maestro del humor que, para desdicha de sus antiguos admiradores, hoy se muestra empeñado en tomarse demasiado en serio.

Su propia dedicatoria al final del filme es al respecto elocuente: A Louise Bourgeois, cuyo arte no sólo me ha emocionado, sino que sirve de salvación al personaje Vera. ¿Cómo? ¿De qué manera? Lo olvidábamos: El arte es garantía de salud. Enhorabuena.

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