La Jornada
Cristina Pacheco
La luz de aquella mañana era prodigiosa.
Invitaba al optimismo. Nada malo ni triste podía suceder bajo la
nitidez de un cielo azul, sereno. El viento suave arrastraba el canto de
los pájaros. Valía la pena disfrutar del momento. En vez de atravesarme
hacia la avenida seguí caminando por el parque. Su quietud era un
vestigio de la ciudad de antes, algo provinciana, que jamás volverá.
Tuve deseos de sentarme en una banca y disfrutar de la mañana que
asocié con algunas imágenes inolvidables de mi infancia: los brazos
caprichosos de un árbol de aguacate hundidos en la corriente de un
arroyo, el nacimiento de las mariposas, el columpio en la rama baja de
un eucalipto, la miel en las celdillas, el coro nocturno.
II
A las nueve de la mañana en el parque había pocos
visitantes, casi todos deportistas, enfermeras empujando sillas de
ruedas y una pareja en plena reconciliación. De pronto apareció un grupo
de niñitos uniformados con su profesora a la cabeza de la fila. Para no
interrumpir la columna me aparté del sendero. Entonces vi a un hombre
inclinado sobre una de las mesas de piedra que hay en el parque.
Cuando al fin pude remprender mi caminata pasé junto él y lo
reconocí. Era Delmiro, el velador de la fábrica. Hacía más de un año que
estaba jubilado. Lo despedimos un viernes con el clásico brindis. Nos
tomamos varias fotos con él y luego lo acompañamos hasta la reja. Iba
muy contento porque al fin, después de años de velar en la fábrica,
podría meterse en la cama a la misma hora que su mujer y no muy de
mañana, cuando ella había salido rumbo a la Central de Abastos, donde
trabajaba.
III
Lo llamé por su nombre y él me respondió con un gesto que
era más bien una interrogación. Temí que no me hubiera reconocido y me
identifiqué. Su sonrisa, enturbiada por la barba crecida, fue una señal
tranquilizadora. Entonces vi el tablero y las figuras de ajedrez
dispersas sobre la mesa.
¿Qué está haciendo?De sus labios salieron palabras entrecortadas. Luego, sin dejar de mirarme, guardó silencio.
Comprendí que esperaba algún comentario, pero sólo le pregunté si
podía sentarme junto a él. Extrañado, se corrió en la banca. Le dije
cuánto gusto me daba verlo. Alargué la mano y oprimí la suya. Tenía una
venda percudida y mal puesta.
¿Qué le sucedió?
Me quemé con la estufa.
¿Le duele?
Todo, respondió tocándose el brazo, el pecho, la frente.
Tal vez la quemadura en la mano no fuera grave, pero la
delgadez, el decaimiento y cierto extravío en la expresión de Delmiro me
inquietaron y fui directo al tema:
¿Se siente bien?
Algo mareado. Seguido me pasa.
¿Ha visto un médico? Si quiere, puedo llevarlo al hospital. Está muy cerca.Me interrumpió impaciente:
Sí, ya sé dónde está. Allí llevé a Consuelo. Allí murió después de quejarse una sola vez, no sé si de dolor o de qué. Nunca lo había hecho. Cuando la oí pensé que refunfuñaba porque la había hospitalizado. Le dije que iba ayudarla a vestirse para que nos fuéramos, de escapada, a la casa.
Sonrió, divertido por el recuerdo: “Le propuse una travesura porque
sabía que era el tipo de cosas que le gustaba hacer. Imaginé que iba a
alegrarse, pero no dijo nada. Saqué su ropa del clóset donde la había
colgado. Se la enseñé, pero ella no se movió. Salí por la enfermera.
Cuando llegó le pregunté qué le sucedía a mi mujer. Me dijo algo que
sólo después comprendí: ‘La señora se acabó.’”
El esfuerzo por contener el llanto descompuso sus facciones. Se quedó
con los ojos cerrados un momento. Cuando los abrió parecía muy sereno,
como si fuera otra persona. Resoplando, afanado, se puso a revolver las
figuras del ajedrez:
No encuentro a la reina blanca. Estaba con las demás piezas. Creo que la perdí o se escapó, y sin ella no puedo empezar el partido.
Quería ayudarlo:
¿Cuándo la perdió?Irritado por mi pregunta, de prisa guardó el tablero y las figuras en un saco de felpa. Se puso de pie y, por primera vez sonriente, miró hacia los árboles:
A Consuelo le encantaban. Muy ocurrente, decía que eran suyos, que este jardín era nuestro. Tenía razón: en el mundo todo es de todos. Sigo diciéndole que vengo y me siento en nuestra mesa, pero no podemos jugar porque me falta la reina blanca. Hoy se lo dije en una carta.
Delmiro extrajo del bolsillo de su chamarra una hoja de papel rayado y
me la entregó. La escritura era desigual, incierta. Leí la primera
línea:
Querida Consuelo, hace tanto, tanto tiempo que no te veo...
No pude continuar la lectura y le devolví la carta. Delmiro se la
guardó en el bolsillo y sin decir más se alejó caminando al paso de
quien no tiene destino inmediato, ni a nadie que lo espere. Me quedé
mirándolo. Creo que iba hablando solo, tal vez preguntándose dónde
podría encontrar a su reina blanca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario