Desde el primer día del sexenio de Enrique Peña Nieto, Anaya ha fungido como un leal aliado del sistema de corrupción, impunidad y saqueo. El ahora candidato presidencial panista, abanderado de la coalición Por México al Frente, fue activo promotor de los acuerdos cupulares del “Pacto por México”, que nos trajo las dañinas reformas energética, educativa, laboral y de telecomunicaciones. También se ha demostrado que Anaya cuenta con vastas propiedades en México y Estados Unidos adquiridas al amparo de su actividad política.
El gobierno federal hoy utiliza la Procuraduría General de la República (PGR) para exhibir los trapos sucios de Anaya, no porque el especulador en naves industriales represente alguna amenaza a la integridad del sistema de oprobio que hoy nos malgobierna, sino simple y llanamente porque Peña Nieto y el expresidente Felipe Calderón lo consideran un traidor. Al estilo de un cártel de narcotraficantes o de una secta religiosa o política, priistas y calderonistas buscan ajusticiar personalmente a su antiguo amigo y aliado.
Anaya no es, entonces, de ninguna manera, un perseguido político. Estamos atestiguando una vil lucha por el poder entre dos bandos igualmente ambiciosos, cínicos y corruptos.
La extraña compraventa millonaria de casas, terrenos y bodegas industriales por parte de Anaya, tanto en Querétaro como en Estados Unidos, efectivamente genera dudas serias en cuanto a la honestidad del abanderado de la coalición Por México al Frente. De manera similar, el descubrimiento por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) del desvío de por lo menos 6 mil 879 millones de pesos durante el actual sexenio, en operaciones aparentemente conducidas por Rosario Robles y supervisadas por Luis Videgaray y José Antonio Meade, ha terminado de hundir cualquier posibilidad de que el candidato del PRI pudiera enarbolar una agenda de honestidad o de modernidad.
Los dos candidatos PRIANistas constituyen dos lados de la misma moneda hasta con respecto a los perfiles de sus defensores legales. Anaya reclutó a uno de los abogados y políticos más desprestigiados de la historia reciente: el salinista Diego Fernández de Cevallos. Meade, por su parte, contrató los servicios de Javier Lozano, uno de los únicos abogados que le hacen la competencia a Fernández de Cevallos en cinismo y baja moralidad.
Algunas voces antiobradoristas han cuestionado la racionalidad de la guerra de lodo entre los candidatos del PRI y el PAN. Dicen que esa disputa ayuda al tabasqueño y que, en lugar de pelearse, Anaya y Meade deberían ponerse de acuerdo para unir fuerzas en contra de Andrés Manuel López Obrador.
Sin embargo, analizando bien la situación, queda claro que hay una lógica profunda que fundamenta y sostiene el pleito doméstico entre Anaya y Meade.
La lucha por el segundo lugar es una disputa literal por la sobrevivencia de los dos institutos políticos. Con López Obrador en Palacio Nacional, haber llegado en tercer lugar en los comicios del 1 de julio podría significar el fin del partido correspondiente.
El que llegue en segundo lugar tendrá la oportunidad de intentar aglutinar y articular las fuerzas de la reacción en contra de López Obrador. Ese partido también tendrá en la mira la posibilidad de acumular suficiente fuerza como el representante de las huestes antiobradoristas para reconquistar el poder en 2024.
Sin embargo, el tercer lugar –llámese PAN o PRI– muy probablemente entrará en proceso de franca descomposición e implosión. Algunos miembros huirían hacia el gobierno federal, otros se unirían con la oposición más fuerte y los demás se quedarían peleándose entre sí por las migajas que queden del partido derrotado.
El PRI muy difícilmente podría repetir la historia de 2006, en que logró revivir después del lejano tercer lugar de Roberto Madrazo. En aquella ocasión, Felipe Calderón llegó a Los Pinos con una gran deuda hacia el PRI y cogobernó con el viejo partido de Estado desde el inicio de su sexenio. Ello permitió que el PRI se recuperara rápidamente de su estrepitosa derrota en las elecciones presidenciales.
El PAN tampoco puede confiar en que se repita el escenario de 2012, después del tercer lugar de Josefina Vázquez Mota. Así como ocurrió en 2006, pero con los papeles invertidos, después de 2012 el PAN pudo remontar la derrota a partir de su cercana relación con el presidente de la República en funciones: Enrique Peña Nieto.
Pero después de las elecciones de 2018 el escenario sería totalmente diferente. En el probable caso de que López Obrador sea quien reciba la banda presidencial el próximo 1 de diciembre, ni el PAN ni el PRI podrán contar con un Poder Ejecutivo complaciente con su partido. En esta ocasión, sin el salvavidas de Los Pinos, es probable que quien llegue en tercer lugar se hundirá solo.
Esta dura realidad es lo que explicaría la descarnada pero perfectamente racional lucha por el segundo lugar en la contienda presidencial. Todo parece indicar que los dos partidos de la reacción ya han aceptado implícitamente su derrota y lo que predomina hoy es la lógica estrictamente pragmática de “sálvese quien pueda”.
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@JohnMAckerman