8/03/2011

Actualidad y legado




Luis Linares Zapata

Dos sexenios consecutivos con panistas al mando del Ejecutivo federal son suficientes para extenderles reprobatorio certificado por hipócrita deshonestidad, pésima gestión y entreguista actitud operativa. Su legado es, en verdad, indigno de un partido que declaraba al bien común como su norma y horizonte. Sus varias generaciones de funcionarios y políticos involucrados en tal empresa tendrían que reclamar el insulto que implica la triste actualidad de sus seguidores. El país ha resentido su conducción en carne viva pero, en especial, la padece por el quiebre ético que proyectan, ya sin recato alguno. Las mayorías del país han salido más que perjudicadas en sus haberes y expectativas de futuro. Poco habría que agregar dada la incapacidad panista para edificar un mundo de oportunidades asequibles, pujante construcción económica, paz con justicia y vida digna para los más.

El dilatado periodo panista frustró el cambio entrevisto y deseado por muchos. Las mayorías, ahora depauperadas más allá de toda decencia, han sido engañadas con falsas promesas de progreso instantáneo, trampeadas en el ejercicio de sus derechos básicos (fraude) y usadas con ramplón cinismo para fines diversos a los declarados. Los dos titulares panistas del Ejecutivo federal son los directamente responsables. Uno de ellos frívolo, tonto, resentido e ignorante. El otro, mentiroso, inepto y faccioso. La dupla mencionada ha dejado en peores condiciones a los mexicanos que lo vivido durante el decadente priísmo de finales de siglo, cuando mandaban sus últimos presidentes: De la Madrid, Salinas y Zedillo.

Nada de lo anteriormente expuesto ha sido gratuito. Grandes sectores sociales han propiciado tal estado de cosas que tienen, como resultado, postrada a la nación. Las clases medias acomodadas (esa porción que ingresa más de 10 mil pesos mensuales) se han regodeado en su individualismo con fiereza inaudita. Piensan, con dosis de inocencia pueril, que poco o nada de lo negativo que acontece a su derredor habrá de tocarlas o perturbarles su remanso, tan artificial como precario. Y, cuando son rozados por la mirada de los miserables, los deplorables servicios públicos, el desempleo, la intranquilidad por el futuro o la violencia desatada se declaran, con voces de lamento, sorprendidos, aterrados, heridos, burlados por sus liderazgos. Buscan entonces el repuesto inmediato a sus arraigados temores sólo para caer en salidas engañosas: claman por la vuelta del priísmo al que edulcoran con recambios de actitud, cierta maestría y una imagen atractiva de candidato manipulable. En el extremo, se aferran a la mano dura y la fuerza providencial.

La crítica orgánica al sistema entra así, por estos días de premuras y aprietos, con grandes bocinas y desplantes airosos, en la operación de sepultar lo maltrecho y con el ánimo de prolongar lo establecido. La academia, infestada por sus propios prestigios de gueto y contenidas pasiones de mandarines, se apresura a llenar huecos conceptuales, sembrar seguridades faltantes y dar municiones verbales a los grupos de poder para su continuidad en el mando. El modelo en boga debe ser preservado a toda costa es la consigna. Es el referente para fundar lo conocido, eso que puede dar tranquilidad aunque sea imperfecta, el faltante se conseguirá en un dilatado tiempo siempre pospuesto para mejor ocasión. Sin ese modelo operando reinará la anarquía, afirman con voz de catedrático inapelable. Se desatan entonces las persecuciones a todo aquello o aquellos que se mueven en la periferia sistémica. Los que desatienden y hasta desprecian las ataduras que tratan de imponer las normas aceptadas o la corrección en el decir y el hacer públicos. A ésos que son molestos, inapresables, portadores de palabras inquietantes, pues nombran las cosas como es debido, hay que dictarles bulas de exclusión: tienen muchos negativos para ser triunfadores, les achacan con suficiencia de ballenatos encuestados. A los que encuentran las razones efectivas, los que van, sin tapujos ni penas ajenas, hasta los orígenes de los fracasos, les ensartan el título de rijosos, poco modernos y desactualizados. Con apuros y a gritos diarios, los declaran polarizantes: esos que denuncian los abusos sin medida que ejecutan los usufructuarios de las buenas conciencias. Lo cierto es que los promotores del cambio efectivo, base indispensable para entronizar la justicia efectiva portan, en sí mismos, promesas dañinas para aquellos pocos que gozan de privilegios heredados o adquiridos en la trifulca cotidiana del tráfico de influencias.

Ser ahora de izquierda es, también, ser democrático. Es decir, perseguir, al mismo tiempo, la justicia aceptando, con el debido respeto, la pluralidad y la disidencia. Pero, de manera obligada, es poner el acento donde duele si se vive en una sociedad profundamente injusta, no por designio divino, mala suerte o destino inexorable, sino por el apañe, la prepotencia, la ambición desatada de los soberbios beneficiados en extremo. Evadir tal verdad o disfrazarla es traicionar a la izquierda a la que se pertenece. El meollo en el México de hoy no se encuentra en la conciliación fingida sino en la negociación dura, franca, abierta, propositiva, de salidas dignas y justas. Negociar no es transar en el sentido de sacar indebida raja o favorecer intereses particulares a cambio de distraer los haberes y servicios públicos. Ser rijoso, en estos tiempos de desventuras y sacrificios enormes (con 13 millones de nuevos pobres al hombro: Coneval) es absolutamente indispensable. Todo aquel que predica temperancia con lo establecido, y antifaz para con lo que ata y expolia en pos de la tranquilidad social, es un tramposo convenenciero. La modosidad que apacigua o la manipulación que atonta o distrae es hacer el juego al voraz a costa de la sangría permanente a los de abajo. El candidato de la izquierda debe emanar de la presión popular organizada que ansía el cambio, no la de los indiferentes. Para triunfar en las urnas y ser fiel al proyecto de justicia y democracia, hay que apoyarse, en primera instancia y de manera definitoria, en los inconformes. Junto con ellos buscar a los demás que dudan entre opciones o a los desahuciados por el sistema. Pero sólo será con los primeros, con quienes se podrá trasformar lo injustamente establecido.

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