9/10/2011

La rendición del Congreso


Porfirio Muñoz Ledo

La historia del constitucionalismo está profundamente vinculada a la división de poderes y a la rendición de cuentas del Ejecutivo ante el Congreso. Ésta se inicia en Inglaterra cuando el rey Carlos I es depuesto y ejecutado por el Parlamento a mediados del siglo XVII. A partir de entonces, cualquiera que sea la forma de un gobierno democrático, el Ejecutivo está sujeto al escrutinio del Poder Legislativo.
La Constitución de Cádiz, vigente dos veces en la Nueva España, preveía que “el rey asistirá por sí mismo a la apertura de las Cortes”. Asimismo, que “entrará al recinto sin guardia” y “pronunciará un discurso en el que propondrá lo que crea conveniente”. Dispuso también que “los secretarios de despacho asistirán a las discusiones y hablarán en ellas cuando y del modo que las Cortes determinen”.

Los ordenamientos republicanos que nos dimos en 1824 y 1857 establecieron la obligación de asistir a la apertura de sesiones del Congreso por parte del “presidente de la federación” en el primer caso y del “presidente de la Unión” en el segundo, subrayando así su carácter de representante de las entidades federadas. Dispuso además el último que “pronunciará un discurso en el que manifieste el estado que guarda el país”.

El constituyente de 1917 dio algunos pasos de inspiración parlamentaria, retomando la comparecencia de los secretarios de despacho y su refrendo de los decretos del Ejecutivo. Otorgó a la asistencia del presidente al Congreso un doble carácter: el ceremonial, en tanto jefe de Estado y jefe de gobierno mediante la obligación de “presentar un informe por escrito del estado que guarda la administración pública”.

Quedó de suerte explicitada la doble naturaleza del poder ejecutivo en los regímenes presidenciales y su desdoblamiento en la apertura de sesiones. El “discurso del trono” por un lado y la rendición de cuentas por el otro, con la prolija información sobre cada ramo administrativo, la comparecencia de sus titulares y el análisis y debate de los legisladores.

Los cortesanos y manipuladores que suprimieron en 2008 la obligación expresa del Ejecutivo de “asistir” a la apertura de sesiones y dejaron intacta la de “presentar” un informe pecaron de ignorancia jurídica. Si hubieran asentado la palabra “enviará” hubiesen eludido legalmente la asistencia. La ausencia que se instauró en los hechos es una permisibilidad vergonzosa que equivale a la rendición del Congreso.

Está quebrada la institucionalidad democrática, ya que en parte es admisible la ausencia del titular del Estado en el Congreso. Inimaginable en Estados Unidos, la República de Chile, Sudáfrica o la Gran Bretaña. Además, en casi todos los países comparece regularmente el jefe del gobierno —en muchos, incluso, una vez por semana— para debatir en la Cámara de los Representantes populares. A contracorriente, aquí restauramos la autocracia.

El “Día del Presidente” fue abolido el primero de septiembre de 1997 y entonces estuvimos a punto de clausurar el pasillo central de la glorificación. Lo que ahora han hecho es restablecerlo en espacios grandilocuentes de sabor nazifascista, que entronizan la mentira, la abyección y la impunidad. Monólogo sin réplica y resurrección del boato del pasado con invitados a domicilio. Suplantación infame de una ceremonia republicana y apología sin fronteras de los poderes fácticos y mediáticos.

Finalmente, el espejo implacable del Estado fallido, reemplazado por una faramalla ajena a las instancias constitucionales, secuestradas por el predominio transnacional, los monopolios internos y la transferencia del poder civil a las instancias militares. Como nunca antes, es indispensable la reconstrucción de las instituciones nacionales. Ese es el objetivo mayor de nuestra lucha política.

Los grupos parlamentarios no exigen la presencia del Ejecutivo por la misma razón que intentaron torpemente condonarla. La minoría en el gobierno por temor y pánico, el antiguo partido oficial por ambigua complicidad y las izquierdas concesivas para no verse orilladas a cumplir su palabra de no reconocer a un gobierno emanado del fraude. Lo que entre todos han hecho es avalar la ilegitimidad.
Diputado del PT

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