9/10/2011

El legado de Felipe Calderón



Enrique Calderón Alzati
Para bien o para mal, cada presidente que gobierna un país deja un legado en la conciencia social de su país, por el que es recordado en el tiempo. Los juicios generalmente suelen ser adversos para ellos, pero a veces no les va tan mal, tomemos el caso de Richard Nixon, de cuyo gobierno se me ocurre recordar sus actos para desestabilizar a Chile y eliminar a Salvador Allende, cosa que finalmente logró, contratando a Pinochet para traicionar a su propio pueblo y a su presidente; o los crímenes cometidos contra el pueblo de Vietnam, que culminaron con la vergonzosa derrota de su país; pero no, en realidad a Nixon se le recuerda por el escándalo de watergate, un triste escándalo generado a partir del espionaje realizado a su candidato rival, cosa que aquí es una práctica corriente. Pero el recuerdo de Nixon es reconocido como el escándalo ejemplar, haciendo del término gate una palabra asociada al escándalo y corrupción en donde quiera que suceda, basta recordar aquí el Toallagate, de Fox. Gate es así el legado por el que la historia recuerda a Nixon.

En México ha sucedido algo parecido con algunos presidentes: cuando la gente recuerda o escucha hablar de Díaz Ordaz, lo primero que acude a su mente es Tlatelolco y la mano extendida (del propio Díaz Ordaz), ¿o acaso hizo alguna otra cosa digna de mención? De la misma manera, a López Portillo se le recuerda por la colina del Perro y muy poco más; a Miguel de la Madrid por su pobre actuación, igual a la de sus colaboradores, tras los terremotos de 1985. A algunos otros ex presidentes se les recuerda más por algunas frases desafortunadas como el ¿Y yo por qué? de Fox, al desentenderse de un problema nacional relacionado con el ejercicio de la libre expresión, suprimida para un medio de comunicación de interés nacional, el ni los veo, ni los oigo dirigido al partido sobre el cual había cometido un gigantesco fraude para usurpar la Presidencia, todo lo demás está en el olvido, dejando de lado todos sus autoelogios y sueños de seguir controlando al país para su beneficio personal, el de su familia y el de sus amigos y cómplices.

Viendo las cosas desde esta perspectiva, podríamos decir que para todos ellos las cosas no les salieron tan mal, pues al final la serie de agravios que cada uno cometió en perjuicio de la nación no les representó castigo alguno, siendo incluso premiados con pensiones vitalicias y recuerdos vagos por parte de la sociedad en torno a sus agravios. Es en todo este contexto que quizás valdría la pena pensar, luego del último informe presentado por Felipe Calderón, ¿cuál es realmente el legado que habrá de dejar a la nación? y ¿cómo será recordado por ésta? Seguramente para muchos la frase que perdurará por muchos años será la del haiga sido como haiga sido, en la que queda reflejado todo su desdén por las leyes, por las instituciones y por el pueblo de México, pero igualmente otros podrían decir que su imagen como el presidente del empleo y la burla que ella representa, debiera quedar grabada para la historia como una lección, en torno a la calidad de las promesas generalmente usadas por quienes buscan un puesto de elección popular, las cuales quedan sepultadas a partir del momento mismo que logran su objetivo. Otros hechos resultan también memorables del actual mandatario, como su sentido discurso para despedir a su amigo más cercano y para el cual la impunidad y el cinismo eran el resumen de su soberbia, luego del accidente de aviación sufrido por Mouriño y sus acompañantes.

Sin embargo, para miles de mexicanos que han sido víctimas de la brutalidad que hoy se vive en la mayor parte del país, es precisamente este el único legado que habrá de quedar en la mente de la sociedad, el de un país sumergido en la violencia, no sólo como hechos lamentables, sino como miedo colectivo, como sensación de inseguridad, de incertidumbre futura y no sólo por la que como él dice, viene de los malos, de los criminales, de los sicarios, a los que está dispuesto a combatir, sino de las fuerzas de seguridad mismas, de las máquinas de la muerte creadas por el Presidente para combatir el crimen, con la idea de abatir delincuentes sin importar los daños colaterales que resulten necesarios; o de la investigación selectiva que deja de lado las operaciones de lavado de dinero, de tráfico de influencias y de otras formas de corrupción.

Pero existen otros efectos, que seguramente vale la pena comentar también y que tienen que ver con el ambiente de inseguridad que vive el país, como son la fuga de capitales e incluso los fenómenos de migración que están ocurriendo en las áreas de mayor riesgo, las cuales se traducen en cierres de empresas, pérdidas de empleos y en general todo tipo de daños a la economía, incrementando con ello el creciente nivel de participación de las actividades delictivas y asociadas en la economía nacional, las cuales para su inclusión al legado histórico del actual Presidente, quizás sólo necesitan que él construya una sola frase, una expresión que refiriéndose a ellas las resuma, como lo han hecho algunos de sus antecesores.

Creo que el tema del cual será su legado histórico y cómo será recordado en años venideros es un tema amplio que él mismo pretende ampliar con sus nuevos shows mediáticos de promoción turística, aunque al final a mí me gustaría verlo sólo en un lugar que es la cárcel: seguramente los lectores podrían hacer sugerencias para responder a su propia inquietud de cómo será recordado.

David Ibarra

Clase media agónica, estancada, dividiéndose

A la memoria de Emilio Mujica

En las ciencias sociales se ha sostenido que el tamaño de las clases medias es ingrediente esencial a la estabilidad política y al desarrollo de los países. Por otra parte, el descontento suele acrecentarse cuando el ingreso se polariza o cuando la movilidad entre estratos de la población se reduce o paraliza. Y no sólo se trata de diferencias distributivas reales, importan también las percepciones subjetivas sobre la posición y la facilidad de ascenso de los diversos grupos de la sociedad. Las desigualdades refuerzan animosidad y prejuicios, traduciéndose en menor legitimidad de los gobiernos. Por el contrario, el crecimiento e influencia de las clases medias aportan anclaje a la estabilidad política al constituir el meollo del electorado efectivo.

La significación actual de las clases medias obliga a explorar su evolución, sobre todo frente a los enormes cambios suscitados en la vida de los países. Hay diversidad de factores en juego como la maduración demográfica o el debilitamiento de los nexos de la familia tradicional. También los hay económicos, donde destaca el viraje al mercado vis a vis el Estado y los efectos del proceso de globalización. Sin duda, los mercados sin fronteras han beneficiado a los pobres de algunos países (China) e inclusive dado impulso a sus clases medias y también a sus estratos ricos dada la ascendente concentración del ingreso. A su vez, la difusión incontenible de los estándares globales de vida torna especialmente agraviantes las carencias de las clases medias de los países pobres o en desarrollo. En suma, conviene clarificar la suerte y el papel futuro de las clases medias, sobre todo en el entorno mundial donde proliferan disturbios, alimentados principalmente por jóvenes despojados de futuro social que escinden a la propia clase media.

Desde el punto de vista sociológico, las actitudes y el estatus son los elementos que tipifican a la clase media: nivel educativo y trabajo seguro con reconocimiento social, que prohíjan un conjunto de valores o actitudes excluyentes del radicalismo ideológico. Un problema con esta conceptualización reside en las dificultades de medir el tamaño y la evolución cronológica de las clases medias y en comparaciones internacionales. Escollos semejantes encuentran las encuestas donde se pregunta sobre la pertenencia a la clase media, ya que los interrogados suelen evadir la admisión de pobreza o de riqueza, con la consecuente inflación numérica de las propias clases medias.

En economía las clases medias se entienden como aquellas que alcanzan un estándar de vida al centro de la distribución del ingreso. Más precisamente, la visión que ha cobrado vigencia es la de situar a la clase media entre 75% y 125% de la mediana —no el promedio— de los ingresos per cápita de los hogares. Desde luego, el concepto tiene deficiencias, pero permite usar las encuestas de ingresos-gastos familiares para situar a las clases medias en comparaciones en el tiempo y entre países.

En el primer mundo y los países emergentes exitosos, el tamaño de la clase media fluctúa entre 30% y más de 40% de la población con ligera tendencia a reducirse en las últimas décadas. En el caso de México apenas absorbe alrededor de 19%, también con algún retraimiento (20% en 1992).

En el país, la alta concentración nacional del ingreso comprime a la clase media y hace que sus percepciones queden muy por debajo del producto por habitante del país. Entre los años 90 y la década presente esa cifra ha fluctuado alrededor de 60%. Por tanto, la participación del ingreso total de la clase media apenas oscila entre 13% y 14% del producto, nivel no lejano al del sector informal. Además, si se toma en cuenta que el ingreso por habitante de México (2007, antes de la crisis) sólo alcanzaba 21% del norteamericano, 48% del coreano o 24% del alemán, la conclusión es desalentadora: la clase media mexicana resulta bastante pobre, su ingreso por persona es inferior 13 veces al de Suecia, 11 veces al de Alemania, seis veces al norteamericano y cuatro veces al de Taiwán. Por lo demás, el ingreso de las clases medias en el periodo 1990-2008 creció poco, algo más del 1.2% anual, en correspondencia con la insuficiente dinámica de la economía nacional. En esas circunstancias, cabe preguntarse si las clases medias mexicanas podrán desempeñar el papel estabilizador que se les atribuye o si su descontento podría devenir en cuestionamiento a la sabiduría política convencional.

Sin duda, las estables dimensiones demográficas de la clase media en los últimos 20 años se relacionan con la lentitud del crecimiento nacional, la concentración crónica del ingreso, limitaciones a la movilidad de los grupos sociales y el juego de tendencias económicas o sociales contrapuestas. La ampliación desaforada del sector informal o la emigración denotan la falta de canales de ascenso pero no de descenso social. Ahí juegan las reducciones en el empleo de las privatizaciones, no compensadas por entero en el sector privado; la caída de los sueldos y salarios reales; el aumento de las ocupaciones en servicios y maquila, mientras pierde peso el empleo de mejor calidad de la industria. En sentido inverso, cuentan la multiplicación de los intermediarios financieros y comerciales; el movimiento descendente de grupos sociales castigados por las crisis que los hace emigrar de los estratos superiores del ingreso al refugio de la clase media; la expansión de la alta y media burocracia. También está presente la difusión aspiracional de los patrones típicos de consumo de las clases medias del primer mundo (más televisores, computadoras, teléfonos celulares y demás), inducidos no tanto por mejores ingresos, cuanto por el bono demográfico, el abaratamiento tecnológico y la imitación irresistible de patrones de gasto divulgados por los medios globales de comunicación, aparejados con la abundancia del crédito al consumo.

En términos generales, las democracias liberales suelen tener una clase media pequeña y más amplia en países donde predomina la democracia social. A su vez, el viraje al mercado de los sistemas económicos ha causado declinación de las clases medias en buena parte del primer grupo de naciones (Estados Unidos, Inglaterra) y menores estragos en el segundo (Bélgica, Canadá, Alemania), como lo hace ahora la crisis desatada en 2008 en casi todas las latitudes. Por supuesto, el desplome de la clase media resultó espectacular en las economías en transición del socialismo al capitalismo (Hungría, Polonia, Rusia).

En América Latina las políticas del Consenso de Washington han ejercido efectos depresivos en las dimensiones y dinámica de la clase media. Con todo, el factor decisivo ha estado asociado a la intensidad del crecimiento de las economías y al aprovechamiento del bono demográfico en apaciguar la pobreza o en elevar el consumo familiar por persona. Por eso, las clases medias se expanden en Brasil y Perú, mientras en Chile pierden peso poblacional, pero ganan en ingreso.

Las implicaciones del análisis previo son obvias. México necesita de políticas de desarrollo y empleo facilitadoras de la movilidad social ascendente, si ha de ganar la estabilidad política predicada en las clases medias. No basta proteger a los pobres sin gravar a los ricos; ni esperar que nos saque de la crisis la economía norteamericana sin esfuerzo propio. Por eso cobra relevancia la protesta de los “indignados” o “agraviados”, una parte de la clase media que, en vez de estabilizar al viejo estilo, encabeza el descontento de pobres, marginados y jóvenes desesperanzados. Los acontecimientos en Inglaterra y Grecia, o en Egipto y tantos otros países, pese a diferencias nacionales enormes, constituyen un recordatorio temible ante el clima de insatisfacción e inseguridad que priva en México.

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