Lo anterior, es importante precisarlo, sólo sucede en el terreno de la utopía y en las democracias consolidadas. México, como es sabido, no es una democracia; es, en cambio, una apariencia de estado de derecho, un lugar donde las asimetrías económicas y sociales son alentadas por su diseño institucional, una nación cuyos habitantes tienen gran capacidad de resiliencia (es decir, de recuperarse rápidamente de sus padecimientos o trastornos con secuelas mínimas), un país donde la movilización social es inversamente proporcional a su potencial de expresión verbal.
En ese contexto, a cualquier persona con sentido común (que es, se dice, el menos común de los sentidos) sorprende que nadie actúe sobre las condiciones objetivables que tienen atrapado al país, sino que se simule que se “vive” una democracia. 
Ahora toca el turno a los debates, donde no hay ganadores ni perdedores. Además del papel que juegan las filias y fobias de medios y analistas, va a ganar quien de antemano quiere que gane el probable votante. Es lo que se denomina sesgo confirmatorio, el cual parte de que las personas van a oír con mayor interés aquellas informaciones que sean más compatibles con sus valores y juicios predeterminados. El INE hace como que hace y se abstrae de la realidad para ubicarse en un mundo paralelo, al que lo acompañan los políticos, los analistas y los medios de comunicación para articular esa realidad virtual de espejos donde la apariencia tiene el rol estelar.
Incluso en ese mundo paralelo, el INE se vio obligado a “pedir” algo a Netflix, empresa que otorga servicios de series y películas a un pequeñísimo sector de la población por ser de paga y con una audiencia mucho menor que las cadenas de televisión abierta: que cambiara el horario de una serie para que México de pie, expectante, esté con la mirada y la atención puestas en lo que tengan que decir los candidatos en los debates. 
¿Somos o nos hacemos? ¿Alguien cree en verdad que el órgano electoral de Finlandia o Dinamarca le pediría a una empresa de video por internet que cambie sus horarios? ¿No se supondría que si en México se vive en democracia, Netflix, por iniciativa propia, habría cambiado su horario de estreno de una serie porque el debate lo dejaría sin público, en virtud de la gran cultura cívica de los mexicanos que están al pendiente de lo que podría ser su destino colectivo e individual los próximos seis años, al menos?
Esos mundos coexisten en un mismo lugar y momento. El de la realidad indica que las elecciones las decidirán los muy desacreditados magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación designados por el propio régimen y cuyas resoluciones son irrevocables, como se corroboró con el insólito caso del señor Bronco, y el año pasado con los resultados en el Estado de México.
El voto es un ingrediente necesario en los resultados, pero, por desgracia, no define por sí sólo quién gana a final de cuentas. Y por si alguien tuviera duda, las Fuerzas Armadas son “institucionales”; en otras palabras, están al servicio del statu quo formalmente “legal”, pero con grandes problemas de legitimidad. 
Por supuesto, siempre será mejor para el régimen que la distancia entre el mundo real y el mundo alterno sea lo menos alejada posible. Ahí se inscribe, por ejemplo, el despliegue informativo de El Universal que “revela” que Andrés Manuel viajaba ¡en una avioneta!; manejo informativo hecho como si se tratara del resultado de una aguda investigación periodística que destapara un caso de corrupción; burda estrategia cuyo efecto bumerang contra el régimen seguramente agradece el propio López Obrador. 
El gran problema de los medios es que no pueden convencer a la gente de que vive bien, pues ahí están los múltiples datos y estadísticas anunciadas por el gobierno de Peña Nieto (paradójicamente con los recursos de los mexicanos) para ser desinformados, ni de que vivir mejor es un proyecto de largo plazo.
Si, en cambio, los medios quisieran convencernos a los mexicanos de que en Burundi los pigmeos tienen una fuerte presencia social, tal vez eso sería una tarea más fácil por lo lejano de aquella realidad y la poca información que existe aquí sobre esa empobrecida nación africana. 
Como si se tratara de un conjuro, Andrés Manuel López Obrador ha dicho que cuenta con el voto de las Fuerzas Armadas. No lo dudo. Es muy probable que en las casillas cercanas a las zonas y regiones militares y navales los sufragios lo beneficien. Pero de ahí a que ello implique algo más, hay mucho trecho. Dudo, y mucho, que los militares se conviertan en un garante de la defensa del voto popular. 
Lo peor de todo es que muy probablemente un previsible fraude electoral no encienda demasiado los ánimos de los mexicanos y, por ello, no pueda gestarse una verdadera movilización social. Por algo México aparece en el número 24 de los países más felices del mundo de un universo de 156 en el más reciente reporte mundial de la ONU dado a conocer en días pasados (https://s3.amazonaws.com/happiness-report/2018/WHR_web.pdf). 
Hay numerosos elementos de juicio para considerar que la resignación, la esperanza y la obligada catarsis declarativa de los mexicanos podrían ganar la partida al final en este proceso por lo que hace a las elecciones presidenciales. En los ámbitos estatales y municipales, así como en los legislativos federal y locales, los umbrales de tolerancia del régimen al disenso tendrán sitio para amortiguar el impacto mediático de los resultados en la definición presidencial.
@evillanuevamx
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