5/28/2018

La sonrisa de Anaya


Hernán Gómez Bruera

A Ricardo Anaya se le iba casi todo en el debate del domingo. Pero estuvo muy lejos de obtener el triunfo que esperaba. Ni su capacidad de “articular” –esa cualidad que obnubila a tantos intelectuales-- ni esa enorme confianza en sí mismo le sirvieron de mucho. Mientras Meade mejoró con respecto al encuentro anterior, Anaya tuvo un desempeño muy inferior al esperado.
Se notaba que el candidato había dedicado largas horas a prepararse. Casi puedo escuchar a sus consultores diciéndole: “No estás conectando con la gente, Ricardo. Los grupos de enfoque lo están demostrando. Necesitas emocionar, llegar al corazón”. Quizás también alguno le sugirió: “Mira, ¿por qué no te llevas esta bolsita y cuentas aquella historia que te contó Ana Laura en el albergue de migrantes, háblales de cómo fue su deportación”.
Imagino a Anaya en largas sesiones frente al espejo, ensayando rostros de gravedad melodramática, pensando que ese sería el momento más álgido de la noche, viendo la forma de parecer empático ante el sufrimiento ajeno, intentando superar esa sonrisa indolente que le caracteriza. Y todo para que al final se demostrara --como ocurrió unos días después-- que ni siquiera escuchó bien la historia de Ana Laura, que apenas le puso atención. Que en el fondo todo en él es una pirueta mercadológica que lo lleva permanentemente a falsear hechos y datos.
Hoy sabemos –porque a cada actuación de Anaya le sigue una larga lista de desmentidos y verificados- que Ana Laura –quien efectivamente fue deportada hace algunos años y hace un valioso trabajo a favor de los migrantes en retorno-- ni llegó esposada de pies y manos a México como contó Anaya, ni le entregaron una bolsa para poner sus pertenencias, como efectivamente ocurre con muchos otros migrantes deportados (https://goo.gl/t53HHR).
Aunque Anaya nos diga que AMLO “no entiende el mundo” como él, su verdadero mundo es mucho más pequeño que el del tabasqueño porque nunca ha ido más allá de las élites, sus cenas y sus grillitas. Las alabanzas y la lambisconería, típicas de la clase política, son su terreno natural, el lugar en el que se siente cómodo (para muestra esos cebollazos tan innecesarios dirigidos a León Krauze durante el debate).
Anaya pertenece a esa especie de políticos que en el fondo creen que solo es posible ejercer el poder político sentándose en la mesa de los ricos. Fiel representante de la gueritocracia y el mirreynato –las formas de poder que en el fondo busca perpetuar—, Anaya es también un claro ejemplo de ese espacio en el que la élite económica y el poder político se confunden.
El frentista es el candidato perfecto para quienes creen –cada vez menos- que un buen político es alguien que sabe hablar bonito y ser un buen actor. Ni él ni su equipo se han percatado de que ese modelo está en franca decadencia porque la gente cada vez se da más cuenta de la mentira que se esconde detrás de esas falsas sonrisas.
Hace un par de semanas Jorge Castañeda se refería en un artículo al “carácter profundamente aspiracional del mexicano”, uno que definía como “la lógica de la publicidad de la Rubia Superior”. Esa pareciera ser la estrategia pilar del anayismo en campaña: Apostar a que muchos mexicanos pejefóbicos se identificarían con la historia de éxito del “joven maravilla”, de un políglota bien educado, de un príncipe europeo. Alguien que al hablar a los jóvenes de tecnología lograría apelar a sus deseos de movilidad social. ¡Como si la gente quisiera Iphones y tablets en lugar de salud y educación! Claramente, esa visión subestima a la gente y soslaya sus necesidades reales.

Si uno tuviera que elegir a un vendedor de seguros con facilidad de palabra, excelente presentación y deseos de superación seguramente reclutaría a un Ricardo Anaya, con sus frases efectistas, aunque faltas de veracidad; capaz de ofrecer siempre una sonrisa a los clientes. Pero la realidad es que el candidato –vacío y sin alma- no logra siquiera proyectar la gravitas de un líder. Maestro de la teatralidad sin sustancia, Anaya es el candidato de la buena dicción sin visión. El hombre que vende futuro, sin tener un proyecto. Un especialista en ventas que a pesar de su habilidad y su destreza es un representante más de esa casta político-empresarial que ha hecho política en nuestro país.
 

Investigador del Instituto Mora
@HernanGomezB

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