No podemos percibir este horror porque seguimos creyendo que el sistema es una herramienta desarrollada. Nada más alejado de la realidad. La herramienta, que nació, dice Iván Illich, en el siglo XII –antes de ella existía el organón: una extensión de la mano de quien lo manejaba– y que generó el industrialismo, además de utilizarse para fines precisos, es algo distinto a nosotros: podemos tomarla y dejarla, emplearla o no. Entre ella y nosotros hay, dice Illich, una “distalidad”, es decir, una distancia crítica y, por lo mismo, una exterioridad. Su existencia permitió a Daniel Defoe imaginar a Robinson Crusoe, un homo instrumentalis.
El sistema, en cambio, que nació en 1936 con la “Máquina de Turing”, la base de las computadoras, carece de “distalidad”, de fines precisos y de exterioridad. Desde el momento en que nos enchufamos a él nos convertimos en parte suya y mutamos en homo sistemicus. No podemos imaginarnos como Crusoe, sino como seres anónimos conectados a la Matrix. Privados de la energía de la gasolina nos secaríamos como plantas sin agua.
El sistema es así un conjunto de intrincadas redes hechas de subsistemas: la educación, el transporte, la medicina…, que a su vez poseen un sinnúmero de subsistemas. En el caso de la educación: escuelas, salones, profesores, currícula, uniformes, libros estandarizados, etcétera; en el del transporte: ductos, pipas, tanques, gasolineras, carreteras, seguros, licencias, estacionamientos, refacciones…
Por ello, cuando se anunció el cierre de la distribución de gasolina, el homo sistemicus entró en pánico. No sabía qué hacer sin el transporte y desquició durante días el funcionamiento del sistema. No se concebía desenchufado, caminando con sus pies o detenido en su casa. Semejante a un minusválido sin muletas o silla de ruedas, el homo sistemicus se paralizó sin el líquido que da movilidad a su prótesis. 
Al igual que, enchufados al sistema, olvidamos nuestra capacidad autónoma de aprender e interiorizamos la necesidad de ser educados, reclamando nuestro derecho a la escuela, a la currícula, a la evaluación, al título, olvidamos también nuestra capacidad autónoma de movernos con nuestras piernas e interiorizamos la necesidad de transportarnos, al grado de que los días en que la gasolina escaseó, reclamamos, mediante filas, pleitos, insultos, desquiciamientos y muerte nuestro derecho al tóxico líquido.
Semejante a la computadora –el ordenador–, el sistema, dice Jean Robert, nos dicta instrucciones, órdenes, “comandos”, que debemos seguir para funcionar en él. Ellos ordenan quiénes somos, cómo debemos ser y comportarnos. Al enchufarnos nos vuelven partes suyas, integrándonos como otros subsistemas y destruyendo cualquier posibilidad de límite y finalidad.
La imagen del huachicolero lo resume bien: todos, sin importar los costos, buscamos conectarnos a los ductos del sistema. Fuera de ellos no concebimos nuestra existencia.
Lo inquietante de este cambio de época, de esta mutación del industrialismo, de este paso de la era de la herramienta a la del sistema es su carácter casi apocalíptico. La crisis en la que nos metió es, vuelvo a Jean Robert, única. “Contrariamente a cualquier crisis anterior –la palabra griega krisis significa decisión– ésta carece de esa posibilidad”. Como el espacio cibernético, nos mantiene encerrados en un aquí sin allá. Por eso, a pesar de sus deseos de cambio, el gobierno de López Obrador reproduce el sistema.
Los zapatistas, que viven fuera de él, lo saben y decidieron rebelarse contra la “panacea” del Tren Maya –un enchufe más. Ellos saben, como Bill Arney, que para vivir sistémicamente nos deben entrenar. En lugar de ser sensibles a la simplicidad y a la autonomía, debemos aprender a habitar en las complejidades y sus infinitas interconexiones; asumir que el sistema y sus subsistemas son cajas negras y, por ello, incognoscibles e impredecibles; aprender a poner entre paréntesis la libertad de acción autónoma, privilegiando la heteronomía. Por ello, saben también –y lo han hecho– que “siempre es posible –aunque frecuentemente difícil– decir: ‘no, gracias’”.
Ciertamente estas resistencias no solucionan nada –el homo sistemicus es tan ciego como los habitantes de Matrix–, pero, como Neo en la película, permiten mirar a quienes tienen todavía ojos: lo que vendrá no augura buenas cosas. Es un tiempo del fin tan terrible que –como lo dijo Illich al final de su vida, rememorando las primeras comunidades cristianas– lo único que tenemos es la amistad, donde entre un tú, un yo y un nosotros resistimos y esperamos, desenchufados lo más posible, a otro a partir del cual una comunidad puede volver a florecer.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.
Este análisis se publicó el 27 de enero de 2019 en la edición 2204 de la revista Proceso.