12/22/2009


CIDH: que el derecho determine la política

Magdalena Gómez

Las recientes sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), tanto en el caso del campo algodonero sobre tres de las ocho mujeres encontradas sin vida el 6 y 7 de noviembre de 2001 en Ciudad Juárez, como en el relativo a la desaparición de Rosendo Radilla, constituyen un triunfo del derecho internacional frente a las desviaciones que en nuestro país se han impuesto a través de los espacios institucionales internos llamados a procurar y administrar justicia.

Habrá quien señale con buenas razones que el derecho es uno solo y que, por tanto, no valen distinciones entre el orden interno y el internacional. Justamente es el meollo del asunto para hablar del derecho a tener derechos, no sólo de manera formal o nominal, sino con la correspondiente garantía de justiciabilidad.

El triunfo también corresponde al esfuerzo continuo, compromiso y alto nivel jurídico de las y los abogados de Ciudad Juárez y de las familias de las víctimas, así como de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos en México (Afadem) y la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos en el caso Radilla. Gracias a ello el conjunto de organismos de derechos humanos que llevan causas similares han destacado la trascendencia de estos respectivos fallos.

La resolución de la CIDH sobre el campo algodonero es la primera por feminicidio que plantea violaciones a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres.

La conclusión es categórica, pues señala que el Estado mexicano es internacionalmente responsable por la desaparición y ulterior muerte de las jóvenes Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez, cuyos cuerpos fueron encontrados en un campo algodonero de Ciudad Juárez el día 6 de noviembre de 2001.

En lo que toca a la desaparición forzada de Rosendo Radilla, queda convalidada la responsabilidad histórica del príismo, cuyo régimen practicó crímenes de lesa humanidad contra sus opositores políticos, e inclusive se pronuncia sobre la ineficacia de las investigaciones, iniciadas por la hoy extinta Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado y continuadas en la actualidad por la Coordinación General de Investigaciones de la Procuraduría General de la República. Destaca además que no se ha respetado el derecho individual y colectivo a la verdad. Asimismo, define reglas de reparación, entre otras que el Estado mexicano lleve a cabo un acto público de reconocimiento de responsabilidad en desagravio de la memoria del señor Rosendo Radilla Pacheco y que publique una semblanza sobre su vida, sin olvidar la insistencia en su localización inmediata.

En síntesis, la relevancia de las sentencias referidas radica en su condena al Estado ante la ausencia de garantías fundamentales para las víctimas de violaciones graves de derechos humanos. Situación que no es un mero escenario de omisión o negligencia, sino que ha quedado probada la acción concertada de agentes del Estado que han pavimentado los escenarios para la comisión de crímenes de lesa humanidad. Si bien estos juicios no definen responsabilidades individuales, nominales –que las hay y graves–, abre una puerta o un resquicio para alimentar la convicción de que el derecho es vía irrenunciable para lograr una transformación profunda en nuestro país, lo cual entraña la transformación de los tres poderes del Estado de manera que se impongan los principios de justicia y democracia en las decisiones oficiales sobre el contenido literal y frecuentemente manipulado de las normas vigentes que en suma reivindiquen los derechos en serio, como diría Ronald Dworkin.

En última instancia, con estas resoluciones la CIDH ratifica el concepto de que los problemas de la justicia no pueden abordarse al margen del contexto sociopolítico, pues la probada y reiterada incapacidad del aparato de Estado en nuestro país para hacer frente a las demandas de respeto pleno a los derechos humanos nos obliga a colocar la mirada en los mitos y realidades de la transición fallida.

En este terreno hay que considerar que uno de los saldos en la disputa por cambiar de fondo el país es que nos encontramos con una sociedad polarizada ya no nada más por la distinta ubicación socioeconómica, sino también, y al margen de ella, por los valores e ideales a alcanzar. El empuje conservador en las entidades federativas en torno al tema del aborto nos muestra no sólo un príismo retrógrado, sino al de siempre: el del pragmatismo que se sabe respaldado por sectores sociales alimentados por las alianzas de los poderes fácticos, sean medios masivos o sectores eclesiásticos que encuentran también eco en el calderonismo y en su partido. Así las cosas vale la pena preguntarnos sobre las condiciones para lograr que prevalezca un Estado democrático de derecho. Por lo pronto la CIDH emplazó al Estado mexicano y con ello alimentó nuestro derecho a la esperanza.

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