6/23/2010

Los medios, ante la violencia

Editorial La Jornada.
El pasado lunes, al inaugurar el foro binacional Los retos de la inseguridad y la violencia, México-Estados Unidos, el titular de la Secretaría de Gobernación (SG), Fernando Gómez Mont, advirtió que generar una inercia de información propia de climas de linchamiento pone en riesgo las libertades de todos. Pidió a los medios de comunicación ejercer la libertad de expresión con responsabilidad, ya que la manera en que se comunica la violencia incide en la realidad, y les solicitó que revisen su lenguaje en cuanto a la precisión de las calificaciones que imputan para que no se construyan juicios acelerados y contumaces: hay presuntos responsables acusados y asesinos y ladrones; en un sistema democrático esas calificaciones sólo suceden cuando un proceso legal ha concluido.

Tales señalamientos, tan desafortunados como equívocos, tuvieron una virtud: poner en un sitio central del debate el papel de los medios ante la espiral de violencia que enfrenta a organizaciones delictivas con autoridades, y en la que, con mayor frecuencia de lo que suele admitirse, los ciudadanos inocentes se convierten en víctimas.

Con respecto a lo dicho por Gómez Mont, debe advertirse que las propias autoridades federales tendrían que exigirse la precisión de las calificaciones empleadas por los medios informativos, cuando ellas mismas han presentado como integrantes del crimen organizado a la mayor parte de los 23 mil muertos en el contexto de la cruzada antinarco, pese a que todos ellos son, en estricto rigor jurídico, inocentes, pues nunca se demostró lo contrario ante los tribunales. El gobierno tergiversa el lenguaje e incurre en imprecisiones conceptuales sumamente graves al llamar a los infractores de la ley enemigos o traidores a la patria, o al afirmar que son ellos los principales violadores de los derechos humanos en el país, cuando los atropellos a las garantías individuales son, por definición, correlativos a los abusos de poder por parte de las autoridades.

Adicionalmente, el titular de la SG pareciera ignorar que no fueron los medios informativos los que decidieron la estrategia de seguridad pública vigente, ni los que hicieron del combate al narco y a la delincuencia organizada en general una guerra que se ha traducido en miles de muertes, en un sentimiento generalizado de zozobra y temor, e incluso, según han sostenido algunas voces, en un riesgo para la viabilidad del Estado. La creciente ola de violencia que recorre el país es consecuencia de las carencias, la improvisación y los cálculos publicitarios con que el Ejecutivo federal emprendió su cruzada contra la criminalidad organizada: sin conocer ni comprender las dimensiones reales del problema, sin atender las causas originarias de los fenómenos delictivos y con la apuesta de obtener, mediante el uso de la mano dura contra los infractores y el gran despliegue mediático de operaciones policiales y militares, una legitimidad deficitaria de origen.

Las instancias informativas no deben ignorar los hechos delictivos ni, en alineamiento con la voluntad oficial, ocultar o minimizar una realidad tan grave y preocupante como el baño de sangre que azota al territorio nacional. Tanto más grave sería que las autoridades, en una redición de los mecanismos tradicionales de control autoritario, intentaran incidir en decisiones que dependen exclusivamente del sentido de responsabilidad de los medios informativos.

Ciertamente, los medios incurren, con frecuencia lamentable, en sensacionalismo en la forma en que presentas la información de lo que acontece. Tal fenómeno indeseable obedece, sin embargo, y en estricto sentido, a criterios extraperiodísticos: el amarillismo suele resultar de la imposición a los informadores de consideraciones comerciales orientadas a incrementar audiencias y lectorados.

Sin dejar de cumplir con su responsabilidad informativa, los medios de comunicación deben desempeñarse con ética, prudencia y rigor periodístico, y tal actitud es tan incompatible con la exageración sensacionalista como con un acatamiento acrítico de instrucciones o sugerencias procedentes del poder público.

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