10/29/2018

La hermandad migrante


Hermann Bellinghausen

Esos territorios hermanos nuestros en el istmo de América, de donde parten incesantes viajeros hacia la incertidumbre de la crueldad y la sevicia humanas en México y Estados Unidos, se cuentan entre los más hermosos y dolientes del planeta. Honduras, El Salvador y Guatemala son las heridas abiertas más grandes de América Latina. Sus pobladores, gente de paz y trabajo, gente alegre y amorosa, a quienes históricamente se ha negado la justicia, la posesión de su mundo, la libertad para acceder a las riquezas de sus propios suelos, se ve obligada a huir de la casa, la calle, el pueblo, la ciudad donde nacieron y vivían. Como insisten ahora los organismos de derechos humanos, el éxodo centroamericano es de hecho un desplazamiento forzado.
Estamos ante la situación social más perversa que cabe imaginar. De Honduras proceden desde hace años la mayoría de las personas que se atreven a cruzar el infierno de México para arañar las fronteras de Eldorado. Es una nación a la que justamente Estados Unidos nunca ha permitido ser. El dominio yanqui ahí es absoluto, brutal, ya casi parece natural. Para los soldados del imperio y los ejércitos serviles, los mercenarios y paramilitares, Honduras ha sido base de operaciones, burdel, tierra de nadie. Sirvió de plataforma para la contrainsurgencia dirigida a controlar Nicaragua, El Salvador y Guatemala en su hora revolucionaria, y sigue, de manera permanente. Un país sin soberanía, que cuando empezaba a tenerla en la década pasada, la halconesa Clinton le regaló a Obama un golpe de Estado de vieja escuela, cínico y despiadado. Washington tiene decidido que Honduras nunca será país, sino un cómodo accidente en el mapa para guardar los trebejos del traspatio.
Lastima hasta la médula ver a los jefes del imperio denigrar y difamar con descaro a esta multitud que electoralmente les favorece, y que no es de ahora. Viene atravesada por el dolor, mas no rendida a la resignación. Los yanquis son quienes crearon un lugar así, paraíso de las mafias locales, nación ingobernable, donde las mujeres mueren o se comercian como ganado, donde la escuela de los niños es la violencia de muerte, donde la vida no importa. Infiltrado hasta la raíz durante décadas por las agencias de inteligencia estadunidenses e israelíes, sirve como campo de prueba para los ejércitos de ambas pretorianas y teocráticas naciones: el imperio y su aliado favorito. Resultan tan indefensos estos hermanos en camino, que los ruines gobernantes de Washignton los pueden acusar de cualquier estupidez, sin pruebas y todos tan tranquilos: terroristas musulmanes pagados por el oro de Caracas, organizados por las maras y las pandillas del infierno con la perversa intención de violar las fronteras sagradas de la Tierra Prometida. Ni a personas llegan, son alimañas alienígenas si acaso.
Las conmovedoras crónicas de Blanche Petrich estos días muestran la carne viva de un siglo de heridas y una sociedad descuartizada donde cada generación se autodestruye en la siguiente. Como escribía el poeta mayor hondureño Roberto Sosa, la niñez se destrozó en la trampa que prepararon nuestros mayores. Un mundo donde la gente vive pobre, desaparece, muere sin dejar rastro, es secuestrada o huye rumbo a Estados Unidos: si de allá viene la desgracia, allá debe residir la gracia. El poeta guatemalteco Francisco Morales Santos indagaba hace 45 años: Cuánto hace que no has vuelto / a frecuentar tu casa / ni a sacudir tu silla / ni a juntarte al fuego.
Tienen allá en Honduras y Guatemala ejércitos y policías que ejercen su odio contra la población, que escapa. En Chiapas el odio lo adoptan la policía y la migra mexicanas. Y qué decir del desprecio que los espera en el Bórder del norte. La represión no dejará de estorbarles el camino. El salvadoreño Roque Dalton lo dice en un tono tan local que resulta universal, y familiar: Los policías y los guardias / siempre vieron al pueblo / como un montón de espaldas que corrían para allá / como un campo para dejar caer con odio los garrotes. Es el cruel mundo que retrató Roberto Sosa con desesperada ternura: Sobre las sensaciones de vacío bajo los pies. Sobre los pasadizos inclinados que el miedo y la duda edifican. Sobre la tierra de nadie de la Historia: estamos solos sin mundo, desnudo al rojo vivo el barro que nos cubre, estrecho en sus lados el aire que nos queda todavía.
Y sin embargo se mueven.

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