7/28/2020

Avión presidencial, símbolo de frivolidad

Editorial La Jornada
El presidente Andrés Manuel López Obrador se trasladó ayer con varios de sus colaboradores al ex hangar presidencial del aeropuerto capitalino para ofrecer su habitual conferencia matutina, allí, al pie del avión Boeing 787 comprado en el sexenio de Felipe Calderón, estrenado en el de Enrique Peña Nieto y desechado en el actual. Tanto él como el secretario de Defensa, general Luis Cresencio Sandoval; el director de Banobras, Jorge Mendoza Sánchez, y el titular de la Lotería Nacional, Ernesto Prieto Ortega, dieron información detallada sobre el precio original de la aeronave, su costo actual, según avalúo, su situación financiera y de propiedad, así como los desplazamientos que tuvo en el pasado y los costos de traslado y mantenimiento que se han pagado en el actual. Se expuso también la inversión en el nuevo hangar presidencial: la cifra conjunta entre el aparato y su base principal ronda 8 mil millones de pesos; por añadidura, en el sexenio anterior los gastos ocasionados por los viajes en ese avión ascendieron a más de 408 millones de pesos.
Si se revisan cifras como el monto que se ha debido destinar de la hacienda pública para adquirir la aeronave, lo que aún falta por pagar y lo erogado en su operación y mantenimiento, resultan claros los motivos por los cuales López Obrador ha exhibido en diversas ocasiones la información del transporte presidencial –ahora en desuso y a la espera de comprador–, así como su rotunda negativa a habilitarlo como medio de transporte para él y sus colaboradores.
En efecto, el despilfarro cometido con la adquisición del avión presidencial es una muestra palpable y lacerante de la frivolidad con la que los ocupantes de Los Pinos dilapidaron sumas estratosféricas para rodearse de lujos innecesarios y hasta vulgares, y también, en contraparte, de su completa insensibilidad ante las necesidades de más de la mitad de la población que se encontraba, ya desde entonces, en uno o en varios indicadores de pobreza.
La vida principesca que se daban los gobernantes del ciclo neoliberal a costa del erario no siempre era constitutiva de delito o irregularidad, como no lo fueron la compra del Boeing 787 ni las excéntricas modificaciones realizadas al avión; en muchos otros casos hubo infracciones a la ley, como la abusiva utilización de aeronaves oficiales para viajes recreativos de funcionarios, práctica que era común y frecuente, pero llegó a documentarse en muy pocas ocasiones y sólo en una tuvo consecuencias: la salida del cargo de David Korenfeld, quien debió abandonar la dirección de la Comisión Nacional del Agua cuando fue descubierto usando un helicóptero de la dependencia que presidía para irse de vacaciones.
Legales o ilegales, los generalizados excesos de la clase política derrotada en las urnas en 2018 son expresión de una grave inmoralidad que mermó en forma significativa la capacidad de las instituciones para atender a sectores de la población desprovistos de escuelas, hospitales, servicios, trabajo y vivienda. Sin embargo, las expresiones de insensibilidad y la frivolidad fueron tan cotidianas y repetidas que amplias franjas de la opinión pública terminaron por normalizarlas. Por así decirlo, es un escándalo que muchas personas de buena voluntad sigan sin escandalizarse ante tales aberraciones. Peor aún, no faltan quienes encuentran indignantes la negativa del actual gobierno a utilizar el avión de marras y su empeño por venderlo para resarcir en alguna medida el cuantioso derroche que significó su adquisición y uso.
En tanto no se aprecie en toda su magnitud el divorcio entre el país y los círculos presidenciales del pasado reciente –del cual la aeronave es una prueba inapelable–, la corrupción y el dispendio seguirán teniendo asideros. Por ello, la exhibición y la información ofrecidas en la conferencia presidencial de ayer resultaba necesaria y pertinente.

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