5/04/2010


Perspectiva

Pedro Miguel

Nos habría gustado negociar con Teresa de Calcuta, pero el que teníamos enfrente era Yasser Arafat.
Eso decían Yitzhak Rabin y Shimon Peres tras el proceso de paz de Oslo, y es razonable suponer que el aludido experimentara un sentimiento análogo al intercambiar saludos con el halcón y la paloma del laborismo sionista. Cuando dos bandos se sitúan en un impasse en el que las victorias y las derrotas absolutas no son posibles, se negocia con quien tiene poder, no con quien se desearía. Este dato ineludible de la realidad acabará por imponerse, tarde o temprano, en la guerra que enfrenta a la oligarquía empresarial mexicana (o, al menos, a sus representantes políticos formales) con los cárteles de la droga.

Aquí también los triunfos absolutos son imposibles, no sólo por la lógica perversa de una prohibición que le pone a lo prohibido la gran oportunidad de hacer negocio y generar valor agregado, sino también porque, a estas alturas, el narco en su conjunto (desde los campesinos amapoleros hasta los banqueros encargados de la lavandería, pasando por matones, gestores, contadores, músicos, edecanes, asesores de imagen y decoradores de interiores) es el sector más dinámico de la economía, uno de los principales generadores de empleos y la segunda o tercera fuente de divisas para el país.

Antes de emprender esta guerra, el grupo en el poder habría debido atenuar la pavorosa situación económica que afecta a la mayoría de la población y que a estas horas se estará diciendo: ¿Ingresar a la Unión Europea? Sí, Chucha. Habría debido, además, incidir de alguna manera en la inveterada y crecedera práctica de gobernar en la ilegalidad: dar la vuelta a artículos constitucionales, torcer códigos, interpretar reglamentos a capricho faccioso (miren nada más la escandalosa impunidad de un poder delictivo que hoy festeja el cuarto aniversario de sus atrocidades en Atenco).

Pero no lo hizo, y ya estamos en donde estamos. Ahora no hay forma de que las estrategias oficiales en curso logren erradicar la delincuencia organizada y ni siquiera meterla en cintura o, cuando menos, hacerla menos visible. No, a menos que se recurra a acciones de guerra próximas al genocidio y se opte por el bombardeo de municipios enteros. En público o en secreto, este gobierno o cualquiera que lo suceda tendrá que negociar con los capos de la droga, los de hoy o los de pasado mañana.

Más allá de juicios morales y de las chulerías verbales que caracterizan a Calderón y a Gómez Mont, sólo queda una de dos: o gobernantes y mafiosos (los primeros juran que hay diferencia) se ponen de acuerdo para una nueva convivencia en la ilegalidad, o se ponen de acuerdo para abolir la prohibición, como hizo el poder público estadunidense con los capos de la mafia al derogar la ley seca: Las Vegas a cambio de los barrios de Chicago.

La propuesta de despenalizar la producción, el comercio y el consumo de sustancias sicotrópicas fue audaz en su momento. Hoy es simplemente realista. Pero quitarle al narco la condición central de su negocio sin procurar en paralelo una reconversión de esa rama económica, enfrentada de golpe a su defunción, generaría una respuesta que haría parecer de peluche la actual guerra calderónica. La súbita ausencia de decenas de miles de millones de dólares en los circuitos financieros de Estados Unidos, Europa, Asia y América Latina, daría lugar a una crisis económica que colocaría a la que todavía padecemos en el sitial de catarrito que quiso darle el glorioso doctor Carstens. Tener a miles (¿o decenas, o centenas de miles?) de sicarios sueltos, descontrolados y desempleados conllevaría un auge horrendo de otras especialidades delictivas.

Tarde o temprano, en público o en secreto, se sentarán a negociar, ya sea para coincidir en un pacto de ilegalidad renovado o para coexistir en una nueva legalidad. Muchos preferiríamos el pragmatismo de lo segundo a la hipocresía de lo primero. Pero, sobre todo, querríamos que se pusieran de acuerdo de una vez por todas en sus asuntos de poder y de dinero (en el fondo no hay otros) y que dejaran de llevarse entre las patas a la población inocente.

Alberto Aziz Nassif
¿Por qué no hubo reformas?

Acaba de terminar el segundo periodo ordinario de sesiones de la LXI Legislatura y el balance resulta decepcionante. Otra vez el Congreso dejó para un futuro incierto una serie de reformas que el país necesita; otra vez sólo se logró sacar adelante una agenda mínima, incompleta, insuficiente. ¿Cuál son las razones que dejaron fuera o mandaron a la congeladora el tema de los medios y las telecomunicaciones, la reforma política, la reforma fiscal, la reforma laboral y otras? Para entender qué pasó se pueden plantear varias hipótesis, que pueden ser complementarias.

Una primera es que hay intereses poderosos que marcan la agenda y logran vetar cualquier reforma que pueda afectar de forma mínima sus intereses. Así parece que sucedió con la reforma de radiodifusión y telecomunicaciones. Actores como Televisa y Telmex tienen el poder de detener una reforma orientada a regular en serio esas actividades. En estos casos estamos ante la premisa de que el Estado mexicano ha sido capturado por los poderes fácticos en diversos niveles y que las funciones de regulación, equilibrio, promoción y garantía de lo público, se han debilitado a tal grado que cualquier reforma en esa dirección está prácticamente vetada. Algo similar sucede con el tema de lo fiscal y con la regulación de los monopolios. La vinculación entre actores que capturan a los reguladores y a segmentos de la clase política, se hace mediante alianzas oscuras, de las que los ciudadanos sólo vemos los resultados. Por ejemplo, el PAN que propuso una iniciativa de medios y luego retiró su apoyo. El PRI nunca ha querido la reforma de medios.


Una segunda hipótesis tiene una doble vertiente, por una parte se trata del diseño institucional en el cual funciona la relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo y, por la otra, hay una dinámica electoral que da como resultado un gobierno dividido y minoritario. Con la alternancia en el poder pasamos de una Presidencia con mayoría y un partido disciplinado, a una presidencia minoritaria y sin instrumentos para construir mayorías. A diferencia de otros países como Brasil, en donde el presidente funciona mediante coaliciones de mayoría que garantizan alianzas legislativas, además de contar con instrumentos como el decreto y la iniciativa preferente, aquí la Presidencia está en manos de la oposición. Por eso la agenda del Ejecutivo ha quedado, en buena medida, guardada en la congeladora. Con este diseño institucional y esta dinámica política, se puede explicar el bajo nivel de nuevas leyes y los escasos consensos.

Una tercera hipótesis es la fragmentación del poder y las rivalidades dentro de los partidos y de los grupos parlamentarios. En las Cámaras la correlación de fuerzas varía: la del Senado obedece a los resultados del 2006, en cambio en la Cámara de Diputados es resultado de las elecciones intermedias del 2009 y ahora es el reino de los gobernadores que mandan directamente. El PAN tiene mayoría en la primera y el PRI en la segunda. Esta composición puede explicar porqué hay rivalidad entre las dos cámaras y dentro de los grupos parlamentarios de un mismo partido. Esta fragmentación llevó ahora a que varias de las reformas se quedaran a la mitad, porque sólo se aprobaron en una de las dos cámaras: la reforma de derechos humanos; la de seguridad nacional; la ley antisecuestro; la de transparencia y protección de datos personales y la ley contra monopolios.

Se puede añadir una cuarta hipótesis que se refiere a las capacidades y calidades de los legisladores. Estamos ante un problema de clase política, en donde la baja calidad, la falta de preparación, el poco profesionalismo y las alianzas con poderes fácticos, dan como resultado a legisladores que son voceros de poderosos intereses, o simplemente son improvisados, pero casi todos desconectados de la ciudadanía y sus votantes. Llegamos así a los viejos problemas de un sistema electoral que premia sin pedir cuentas; un sistema que otorga mucho dinero público y acceso a medios de comunicación masiva —donde las maquinarias burocráticas de los partidos y sus direcciones toman las decisiones—, sin que los ciudadanos y la debilidad del voto puedan construir un contrapeso importante.

Lo que sucedió en el Congreso a últimas semanas fue que los legisladores votaron y decidieron en función de sus intereses y los de la élite de su partido. En suma, el resultado de este periodo ordinario se debió a la captura de los poderes fácticos, a un mal diseño institucional, a un poder fragmentado y a una clase política deteriorada. Bienvenidos a la democracia ‘realmente existente’.
Investigador del CIESAS

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